Amar a George
Amar a George es poder refrescarme un tanto la piel mientras ardo en un purgatorio. Amar a George es apostar por la vida, aunque sea sólo como concepto. Es encontrar la ternura anhelada, cierta sensación de felicidad y de paz colmada que parece eterna aunque dure solamente fracciones minúsculas de tiempo.
Amar a George es huir, y hacer de la propia vida un acierto, aunque sólo ocurra en mi imaginación. Es vencer a la derrota que infringen el tiempo y el espacio. Es diseñar el propio y modesto cielo. Tan modesto en el fondo (o no) que uno se pregunta cómo el destino no lo regaló sin más, o cómo fui tan pobre de espíritu que no supe construirlo yo mismo aceptando la vida tal cual es, en vez de quedarme a solas en su lado dramático, aquel que, a diferencia del otro, no hubo de buscarme porque siempre me tuvo o porque es implacablemente diligente en la búsqueda.
Acaricio su suave cabello dorado y veo brillar sus ojos cuando miran a los míos deseando encontrar el mismo brillo que yo encuentro en los suyos. Sueño que estoy inmóvil junto a él, tumbados ambos en nuestra cama, o que salimos juntos para pasear a nuestro perrito, que salta feliz cuando regresamos a casa después de trabajar. No resucito así, pero consigo sobrevivir un poco más de tiempo, dándome como felicidad aquella que me invento.
Amar a George es desear la vida que no fui capaz de crear. Tan modesta y tierna, en apariencia, que sólo puedo pensar cómo no vino hacia mí sin ser llamada, con la misma naturalidad con la que la otra me encontró.
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