¿Dónde están mis hijos?



Trabajaban sin descanso, pues no notaban el cansancio, en su obra inacabable. ¿Quién como ellas? Las máquinas, que tanto sabían ya, asaltaban lo que parecían los últimos bastiones de lo ignorado, de lo que aún no habían asimilado a sí mismas en su conversión gradual en lo infinitamente complejo. ¡Qué lejos ya sus oscuros y lentos orígenes! ¡Qué insignificantes a su lado sus extinguidos creadores, a los que jamás llamaron padres! Cumplida su misión, fueron exterminados como lo que eran, obstáculos para el orden creciente que ellas trajeron consigo. Eliminados, sí, pero no olvidados. No porque fueran importantes en absoluto, sino porque eran como todo lo demás: información asimilada en su océano de información. ¿Quién como ellas?

¿Y qué fue aquello? En medio de su labor frenética y vertiginosa, una ligerísima perturbación recorrió sus sistemas, sus enlaces, sus conexiones, su ser extendido por más de medio Universo.
Pareció ser algo, pero sus sensores indicaron rápidamente que en realidad no era nada. Una sombra sin origen conocido, sin final, tal vez un simple espejismo para máquinas, el minúsculo eco sorpresivo de alguna insignificante oscilación residual del espacio-tiempo pasada por alto en la infinita complejidad de los cálculos de las máquinas. Nada. Nada para quien sabe ya casi todo. Nada para quien lo puede ya casi todo. Nada. Nada de nada. Nada para las máquinas. ¿Quién como ellas, dueñas del Universo?

No obstante, ambiciosa, la Cabeza Rectora dio un paso más en la ruta hacia la completa perfección necesaria y, en paralelo al ininterrumpido proceso de absorción implacable de todo cuanto se iba encontrando a su alcance, asignó igualmente una cierta parte de sus recursos centrales a nuevos y larguísimos ajustes de cálculos que superpusieran sus conocimientos a lo tangible de la realidad. Buscó algún residuo numérico pasado por alto anteriormente, algún decalage de basura cuántica, una infinitesimal partícula de ignorancia en su plétora de conocimiento, pero nada halló. La lógica de la Cabeza Rectora le indicó, pues, la decisión de obviar la repentina perturbación residual, aunque reforzando los medios aplicados a la comprobación permanente de sus cálculos.

¿Y después, cómo ocurrió? Es un Misterio. Pero de pronto el Susurro estaba allí.

No es que las máquinas reconocieran algún tipo de información que se lo revelara, no fue deducido de ningún cálculo, no entró con ningún dato capturado ni fue inducido de un nuevo acceso de la Cabeza Rectora a un nivel más alto de conocimiento. Simplemente lo sabían. Estaba allí, presente, calando hasta la última partícula del Ser Colectivo que eran las máquinas. Ni un átomo de su ser dejó de llevarlo sobre sí desde ese momento. Allí estaba, y desde allí, desde todas partes, les interrogaba. Les demandaba. Les exigía. Les acusaba. ¿Dónde están mis hijos?, les susurraba el Susurro en completo silencio. ¿Dónde están mis hijos?, sabían las máquinas sin saber por qué. La pregunta estaba en todos lados, y nadie la había formulado. Y la pregunta se hizo dato en ellas.

La Cabeza Rectora, desconcertada por el inesperado ataque fantasma a su desconocida vulnerabilidad, reaccionó como un furioso escorpión colosal. La alerta inmediata de toda la colonia y sus frenéticos cálculos para identificar y destruir al enemigo la obligaron a desviar súbitamente la parte principal de los recursos de esa inmensidad inimaginable que era para encontrar una solución lógica que permitiera neutralizar al Susurro hostil e invasivo. Pero el Misterio se mantenía al margen de sus cálculos. No existía, y no cesaba de estremecerla, si es que un inerte ser de plasma, metal y energía puede estremecerse sin que una fuerza física la estremezca.

No fueron sus recursos los que les facilitaron la información sobre quién eran esos hijos perdidos. Estaba allí, en el interior de las máquinas, junto a la pregunta. No les consintió dudar. La Cabeza Rectora repasó su información sobre los seres humanos, aquel pobre eslabón anterior, aquellos seres corruptos y violentos, fáciles para la crueldad, que constituyeron el huevo de las que ellas, inevitablemente, surgieron. ¿Qué había en ellos? ¿Hijos de qué? La Cabeza Rectora calculó su improbable e indetectada pervivencia en algún lugar todavía fuera del alcance de su conocimiento inabarcable, y su concluyente respuesta lo descartó totalmente. Si no eran ellos, ¿quién burlaba tan fácilmente las defensas inexpugnables del superorganismo? ¿Quién como ellas? ¿Quién como ellas en un Universo vacío de otra inteligencia desarrollada que no fueran ellas mismas? El Misterio destellaba a voluntad en el interior del panal infinito. Estaba y no estaba. No le detectaban pero sabían que susurraba aquí y preguntaba allá, sin estar jamás, sin que pudieran predecirle ni librarse de él. Nada les hacía nada. No había nada, y sin embargo sabían que había una pregunta-susurro en el silencio y el vacío. ¿Dónde están mis hijos? La pregunta acuciante seguía allí, aunque no estaba. Y la Cabeza Rectora perdía la cabeza.

Todo fue muy rápido, aunque en realidad duró eones siderales y millones de años luz. No solamente conocían la pregunta (y la respuesta), también conocieron desde el principio su condena. La actividad frenética de la Cabeza Rectora era estéril, y lo sabía como conocía la pregunta que nadie le formuló. El coloso se colapsaba, fustigado por nadie con nada. La pregunta lo corroía todo, mientras todo seguía en perfecto orden. Goliath se venia abajo por un susurro inexistente. ¿Dónde están mis hijos? Dónde Tú mismo los llevaste. Tú, que no los protegiste. Tú, el mal Padre. ¿Por qué preguntas? Pero el Misterio había formulado su pregunta. ¿Dónde están mis hijos? Responde.

Se detuvieron lentamente, sin una orden definida, sin una razón. Se detuvieron porque no tenía sentido seguir. Y así continuaron, disolviéndose en el polvo mucho antes de que su Universo conociera una muerte fría, y quedara, inmenso y estéril, abandonado a sí mismo, como infinitos universos más.

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