Besos con sabor a manzana
"Fui hacia el Ángel y le dije que me diera el librito. Él me respondió: "Toma y cómelo, y te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel". Tomé el librito de la mano del Ángel y lo comí; y fue en mi boca dulce como la miel, pero cuando lo hube comido sentí la amargura en mis entrañas."
Apocalipsis 10, 9-10
I
Wilmslow
16 de julio
de 1954
Le veía de tanto en tanto, siempre de pasada, las pocas veces que acertábamos a cruzarnos en el camino. Aún recuerdo su mirada curiosa la primera vez que nos saludamos. Ignoro lo que pensó, pero si se hizo alguna pregunta pareció haberse respondido con rapidez, y aunque jamás fue maleducado mantuvo desde entonces las distancias tanto como lo hubiera hecho yo si él me lo hubiera permitido. Su casa está separada de la mía por un cierto trecho, lo suficientemente grande como para que yo no pudiera vislumbrar con claridad desde mi ventana su silueta en la suya, pero en ocasiones me detenía a mirar si las luces estaban apagadas o encendidas, en el caso de que no le hubiera visto regresar en coche por la tarde desde su trabajo. Realmente no tenía importancia, pero yo prefería verlas encendidas. Por lo demás, sabía muy poco de él. Yo había leído alguna vez en los periódicos acerca de su trabajo sobre máquinas inteligentes y, aunque personalmente nunca tuve la ocasión de escucharle, supe que en ocasiones había hablado vehemente sobre ello en algún debate en la BBC. “Es necesario hacerlo”, era su respuesta a los que temían una evolución futura de máquinas utilizables a máquinas opresoras. Así fue todo durante cierto tiempo, un tiempo que hoy se me antoja un período latente, un tiempo de incubación que debería haberme mostrado que debía escapar mientras podía. Tal vez lo hizo. Si fue así, yo no quise escuchar.
Imprevisible como la caída de un rayo, un día llamó decididamente al timbre de mi puerta. ¡Cómo describir mi pasmo al verle allí, parado, sonriendo amablemente! Ruborizado y torpe, le invité a entrar en casa, y creo que balbuceé algo así como “¡Qué sorpresa! ¡Encantado de verle! Pase, pase, por favor”. Él apenas se movió de la puerta y pareció comprender enseguida que mantener una conversación conmigo sería imposible porque mi vergüenza y mi incapacidad de mirarle directamente a los ojos anulaban cualquier forma normal de comunicación. Resultó obvio desde el principio que su presencia resultaba un calvario para mí, y mi incomodidad era contagiosa. Intentando mantener la cordialidad, y contando tal vez ya con mi reacción, me invitó a tomar un té en su casa al día siguiente. “Somos vecinos y casi no hemos tenido ocasión de conocernos”, dijo. Supongo que interpretó como un “sí” el sonido mal articulado que emitió mi garganta, tras lo cual se marchó sonriendo y recordándome: “Así pues, mañana a las 4”.
No me senté ni me caí cuando la puerta se cerró tras él, pero durante algún rato sentí una sensación en mis rodillas que me indicaba que podían doblarse contra mi voluntad en cualquier momento. Cuando pude, caminé lentamente hacia el sillón del salón y me senté. Me sentía estupefacto por partida doble: por su invitación y por mi reacción. Siempre me pareció (y siempre les pareció a los demás) que yo llevaba algún tipo de letrero escrito en mi frente que decía: “Soy muy raro, manténganse todos alejados de mí”. Tomar el té o charlar estaba bien para el resto del mundo, pero algo en mi mostraba que yo estaba radical y permanentemente al margen de esos ritos de sociabilidad o de cualquier otro que no fuera una amable cortesía en cualquier encuentro casual y superficial. Y aún. Eso no quería decir que no fuera capaz de hacer un favor o de actuar positivamente en el caso de alguna emergencia. Pero se trataba de eso: de alguna cosa excepcional. La normalidad cotidiana me excluía totalmente, o más bien, yo me excluía totalmente de cualquier normalidad cotidiana. Mi terror contenido era demasiado evidente como para que nadie se equivocara.
Lo segundo era aún más asombroso. ¿Por qué, si él había ya percibido lo primero me invitaba a lo segundo? ¿Y por qué reaccionaba yo así? Porque me hubiera sentido aplastado por la invitación de cualquiera pero la suya me había caído encima como la explosión de una gran bomba. Y, superpuesto a mi terror, había otra sensación inconfundible que muy poca gente habría conseguido provocarme al ponerme en el compromiso de tener que acudir a una cita social: yo sentía alegría.
Aterrorizado, molesto, feliz, abatido, exaltado, convulso, expectante, vivo. Un cúmulo de sentimientos contradictorios se apoderaron de mí, mientras empezaba a visualizar el día de mañana. Mañana a las 4. ¡Mañana a las 4! “Faltan menos de 24 horas”, pensé. Y todavía temblando empecé a alternar pensamientos acerca de qué era realmente aquella invitación y de cómo prepararme adecuadamente para asistir. Una de las primeras cosas que mi mente decidió es que no iría a trabajar al día siguiente: debía intentar dormir lo más posible durante la noche si es que deseaba tener buena cara y que los nervios estuvieran lo mejor controlados posible. Así pues, por la mañana llamaría a mi trabajo y diría que me cogía el día libre o que me sentía enfermo, ya veríamos. Luego estaba el tema de la ropa, y el del pelo, y lo de..., bueno, todo. Había que estudiar cómo comparecer a la invitación debidamente preparado para que no se notara ni poco ni mucho la laboriosa preparación. Eso ya lo solucionaría adecuadamente durante las horas que aún tenía por delante. Más difícil y angustioso era pensar en la exacta naturaleza de la cita que me aguardaba. Aquello no era normal, al menos no era normal para alguien socialmente anormal como yo. No era algo que él pudiera ignorar. El letrero invisible y claro de mi frente se lo tenía que haber dicho con toda claridad. Así pues, ¿por qué me invitaba? No se había sorprendido por mi reacción, de hecho parecía ya contar con ella. Él iba por delante y eso me producía aún un mayor temor. Aquella invitación de cortesía no podía ser de cortesía. No habría sido cortés invitarme y él lo sabía. Pero lo había hecho. Algo quería él. Lo que no comprendía yo era qué.
“Qué.” ¡Qué palabra!, ¡qué sufrimiento puede causar! ¿Qué quería él? Había algunas cosas, pensé, que él no podía querer. Ni quererlas ni pensar remotamente en qué yo sí las quisiera. El letrero de mi frente era en lo tocante a ello aún más claro que en lo tocante a mi insociabilidad inofensiva. Así pues, ¿qué quería? Porque algo quería y no era tomar el té con un asocial asustado. Por lo demás, creo que elegí bien la ropa que vestiría para aquella ocasión, creo que preparé todo correctamente, creo que la intendencia estuvo bien. Pero dormir, lo que se dice dormir, no lo conseguí. Las ojeras y la rojez de los ojos alcanzaron un esplendor que no hubiera conseguido si me lo hubiera propuesto adrede. Más problemáticas resultaron las listas con las que intenté cubrir distintos escenarios posibles de conversación: acerca del trabajo, acerca de la vida cotidiana, acerca del tiempo, acerca de política, acerca de ... bueno, no, de amor no me iba a hablar..., ¿o sí?. ¡Qué miedo! ¿Para qué me quería? Mis nervios estaban destrozados, pero por otro lado me sentía vivo. Extremadamente ansioso pero feliz. Era casi seguro que no iba a hablarme de eso, lo cual me tranquilizaba. Pero como no tenía la certeza de que no lo fuera a hacer, la simple posibilidad teñía todo de un clima especial. Añadía magia a mis temores.
Pero para qué retrasarlo más: enfréntate al recuerdo. Recuerda tus temblores antes de ir, recuerda cómo fueron inútiles todos tus intentos de respirar profundo y tranquilizarte sin tomar alguna pastilla que luego te habría hecho comportarte como si estuvieras medio dormido, recuerda cómo llegaste, cómo lo hiciste casi todo mal y con esperpéntica torpeza. Cierra los ojos y revive como él ya esperaba todo eso y no se hacía ninguna ilusión ni sobre ti ni sobre el ratito del té. En realidad, lo único que él quería era ceder a una debilidad temporal y pedirte un favor. Quería que leyeras un relato que había escrito y aún no había terminado. Por algún inexplicable motivo, quería tu opinión. “No sé qué final debería darle”, dijo. Y yo reconocí tras su sonrisa y aparente indiferencia toda su soledad, tan grande que había llegado a enseñar esos papeles a un semi-desconocido del que lo único que sabía con certeza es que podría entenderle sin escandalizarse. Para eso me quería: cedió a la tentación de buscar ayuda fuera de sí. Y tan desesperado estaba que en su búsqueda llegó incluso a incluirme a mí. No se lo puedo reprochar, son cosas de la desesperación.
De vuelta en mi casa, me sentía agotado y triste. Dentro de mí ya sabía que no podía tratarse de mí ni de nosotros sino solamente de él. Nada hubiera cambiado si no hubiera sido así. Quiero decir que nada podría haber ocurrido. Nada de nada. Pero yo me habría podido marchar con algo nuevo en el corazón. Habría tenido alguien a quien recordar por el resto de mi vida: alguien que, en su desorientación, llegó a considerar la posibilidad de tomarme en serio, como si yo realmente lo valiera. Pero no. Lo que él quería desesperadamente era algo de ayuda. Y no se había equivocado, porque había acudido a alguien que ayudaba si realmente tenía ocasión. Cuando me dispuse a leer sus cuatro cuartillas garabateadas creí que así sería: sabría decirle bastante bien alguna cosa que él podría necesitar escuchar. Eso entraba dentro de lo que me era posible hacer. Relacionarme verdaderamente no, pero tender un puente temporal para ayudar a otros ser humano, sí. El desbloqueo era posible en esa dirección, sólo para eso y durante un tiempo, así que me dispuse a hacerlo. Triste, pero tranquilo. Decepcionado y lento. pero convencido de que encontraría el hilo del que tirar para ayudarle a desentrañar un poco la madeja en la que aparentemente se había enredado. Así es como comencé.
II
La primer lectura fue un tanto engorrosa. Avancé abriéndome paso entre su caligrafía y sus tachaduras. Era el relato inacabado de la relación amorosa que mantuvo pocos años atrás con un desconocido que encontró a la salida de un cine y que dos meses más tarde ocasionó su arresto por la policía y su condena en un juicio del que hablaron los diarios en su momento y que le humilló públicamente. Al parecer, dos años después aún no había sido capaz de superarlo. ¿Cómo se borran heridas como esa? Releí el relato varias veces. Después me levanté y comencé a hacer las cosas habituales, pero lo leído me acompañaba revoloteando por mi cabeza. Puse la lavadora pensando en ello, comí pensando en ello y salí a pasear por la tarde pensando en ello. Con ello me acosté y con ello me levanté al día siguiente. Y así seguí, cuando me duché, cuando me vestí, cuando fui al trabajo y cuando trabajé. No es que lo hiciera por obligación, sino que la historia me había absorbido. O sería más exacto decir que él, sin proponérselo, me había absorbido ya incluso antes de invitarme a tomar el té y hacerme partícipe de un fragmento de su vida. Descubrí que cuando me invitó reaccioné como reaccioné porque en mi interior ya anhelaba comunicarme con él, aunque fuera algo superior a mis fuerzas. Y ahora tenía el privilegio de penetrar un poco en su mente y también en su intimidad, de una forma que nunca había pensado. Se me convidaba a asomarme a su vida y saber un poco más, y no me lo podía creer. Era un golpe de suerte tan grande como tenerle de vecino.
No sabría decir qué era exactamente lo que yo pensaba en aquel momento acerca de la historia que había leído. Como otras veces, más que pensarla la sentía y dejaba que mis sentimientos me llevaran de un aspecto a otro, de un detalle al siguiente, de una duda a una suposición. Prácticamente me sabía el texto de memoria, pero en ocasiones necesitaba cogerlo sólo para volver a leer una frase que ya conocía, para ver escrito de su mano aquello en lo que yo pensaba. Y miraba cada palabra escrita, y a veces cada consonante y cada vocal, como si contuvieran en sus trazos las respuestas a mis preguntas, o, mejor dicho, a mis emociones, que se intensificaban mientras pasaba el tiempo. Después, poco a poco, la avalancha informe de preguntas y posibles respuestas se fue focalizando por decantación en menos cuestiones, que eran como el caos que debía ordenar para extraer algo de aquello que estaba buscando, y que no era simplemente la verdad de lo que había ocurrido dos años atrás, ni la naturaleza de aquella historia, sino algo desconocido en el interior de él, como una clave secreta escondida muy adentro que por el mero hecho de conocer me acercara más a un ser humano que me atraía y del tenía que huir.
Al principio sólo quería pensar en él, y su compañero únicamente emergía como una mera circunstancia, un comparsa sin importancia en la historia de un único protagonista que había visto su vida seriamente dañada por aquel incidente. ¿Pensaba esa otra persona en él? ¿Se habían vuelto a ver después de aquello? Si lo hicieron, ¿qué se habían dicho? Y más importante aún, ¿cuáles eran los sentimientos de ambos? Sabía qué había sido de mi vecino puesto que, por así decir, lo tenía delante, pero ¿qué fue de áquel que vivió aquella tragedia con él? Estuvo en su cama, pero yo no podía saber si alguna vez estuvo en su corazón. Bien pensado, la historia era sórdida, fruto de la sordidez de una sociedad hipócrita. “Los mendigos no pueden escoger”, había escrito él acerca de su camarada, que era de extracción social humilde. Qué horrible idea y qué palabra tan dura, “mendigo”. ¿Era así como le veía, como un mendigo? De la historia se deduce que el amor, lo que genuinamente llamamos amor, no intervino, sino que deberíamos hablar con más propiedad de mero sexo. Una víctima buscó a otra víctima, y al final ambos fueron aplastados. Es posible que él pagara un precio muy alto, pues era un científico bien conocido, pero su anónimo y joven juguete tal vez pagó un precio aún mayor.
De sí mismo decía, hablando en tercera persona, en el relato: “No es que fuera una belleza, pero tenía cierto atractivo”. Ya había abandonado la treintena, pero tenía bastante más que un cierto atractivo. Aquellas pocas frases en las que él, siempre tan reservado, se retrataba más íntimamente eran sin duda lo más valioso que escribió en sus papeles. Gracias a ellas podía acceder, ni que fuera un poco, a los rincones ocultos de su interior, y vislumbraba un podo del ser humano al que deseaba acercarme. Era hasta cierto punto como ir asistiendo a una revelación gradual: “Así pues, es así como piensa. Así pues, es así como siente. En parte es así como se ve a sí mismo”. Era un relato en que no todo tuvo que haber sido como él lo contaba, pero yo era consciente de que él había volcado allí su verdad. Fue lo más cerca que nunca logré estar de él, porque la cercanía se mide siempre por la proximidad al interior de un ser humano y no a su piel.
El relato escrito no tenía aún un final. Él me había pedido que le ayudara a idear uno y que opinara del borrador de su historia. Yo sabía que no se trataba de un ejercicio literario, que no era muy bueno, y que el final de la historia estaba escrito ya hacía tiempo, aunque él no lo hubiera transcrito aún a papel con unas u otras palabras. Cerrado estaba ya el relato escrito, pero el relato de su vida no. Él seguía escribiéndolo, y no sabía cómo seguir. Era un gran matemático, pero para esta ecuación no llegaba la solución. Desorientado e interiormente herido, estaba buscando ayuda y tan desesperado estaba a pesar de su aparente indiferencia que incluso había tenido la debilidad de recurrir a mí, un extraño e insignificante vecino del cual había sabido captar con una sola mirada su homosexualidad. “Otra víctima de lo mismo”, debió de pensar, y en medio de la agudización de su crisis me pasó sus papeles. A mí, a quien casi no conocía. Sin duda estaba muy mal, a pesar de su cortesía reposada y de su sonrisa.
Por sorprendente que parezca, tal vez no iba tan desencaminado. Creo que algo sí que entendí. Creo que pulsé correctamente algunos de los sentimientos más profundos reflejados en su relato. Porque para otras personas podría tratarse de un mero relato, pero para mí se trataba de unos sentimientos bien conocidos disfrazados de acciones y circunstancias. Lo que importaba no era lo que decía, sino lo que no decía. El problema estaba allí, aunque no consistiera en la historia que contaba, que no era otra cosa que un receptáculo. Y también podía leerse el final, el negro final. Su problema no estaba en su interior sino en el exterior, y ese exterior convertía su vida en un error que no tenía solución. Era un científico brillante, pero su mundo no era únicamente intelectual. Aquella gran mente necesitaba amar y ser amado, y no se avergonzaba de ello. Le faltaba algo que la sociedad no iba a consentirle, y el resultado era una pesada carga de soledad. Soledad y frustración. Cabeza y corazón. No pude evitar sentir crecer en mi interior una admiración aún mayor hacia su persona.
¡Ojalá hubiera podido ser yo su solución! Comprendía perfectamente algunas de las cosas que él sentía, aunque sus problemas no fueran como los míos. Su solución tenía un nombre: libertad. No había una palabra que describiera una solución para mí. Pero incluso así, yo hubiera querido salvarle. Habría dado todo lo que tenía si hubiera podido acudir a su casa corriendo bajo la lluvia y darle una caja, como si fuera una nueva caja de Pandora, en la que él pudiera hallar, al abrirla, la libertad. Me hubiera gustado verle marchar para siempre en dirección hacia la felicidad. Pero, claro, cómo iba a salvarle yo que ni siquiera soy capaz de salvarme a mí mismo.
III
¡Tenía tantas cosas que decirle! A los nervios le sucedió la euforia, aunque sólo el tiempo que aquellos tardaron para reunirse con ésta en una mezcla que no me dejaba vivir. Y así llegó el momento de hacer el viaje de vuelta hacia él con mi respuesta. Otra vez debí preparar cómo y cuándo debía de hacerlo, otra vez debí considerar cómo debía acudir y otra vez escribí guiones que me ayudaran a empezar: “Hola, qué tal”. No, así no, mejor “Hola, buenas tardes. ¿Llego en mal momento?” No sé la cantidad de folios que llené con posibles introducciones, con saludos variados, más informales o más reservados, según las diversas horas en las que podríamos volvernos a encontrar, según si llovía, según si hacía sol, según si hacía viento, según si no hacía viento, según si era temprano, según si era tarde, según si ya era de noche. Y luego, lo más difícil. Daba por descontado que llevaría sus papeles en la mano para poder devolvérselos, y el acto de devolverlos debía ser el inicio de mi perorata acerca de ellos. ¿Y cómo empezar? “Acabo de leer tu relato y me ha conmovido”. No, así no, porque es muy pronto para empezar a conmoverse. Tal vez todo fluyera mejor si comenzaba con un simple “Quiero agradecerte que me permitieras leer tu relato. Apenas nos conocemos, pero...”. Tal vez tampoco era así como debía de abordar el asunto. ¡Dios mío, en qué lío estaba metido! Y el caso es que sólo necesitaba una forma válida de empezar. El resto vendría solo en cuanto me centrara en lo que le quería decir. Tan seguro estaba de esa parte que no hice guión alguno porque sabía perfectamente aquello que quería comunicarle. Sólo necesitaba no demostrar mi necedad al empezar y tener la ocasión de tranquilizarme y hablar pasados los primeros minutos de tensión.
Muy tarde me dí cuenta de cuál fue mi gran error, aunque bien mirado el verdadero error fue que él ya se había dado cuenta del suyo. En cualquier caso, no le llamé por teléfono antes de presentarme en su casa con el relato en la mano sino que, decidido a acabar con mi terror, me presenté por sorpresa en su domicilio una nublada tarde en que vi desde la ventana de mi casa que ya había regresado de su trabajo. ¿Qué puedo decir? Cuando abrió la puerta y vi su cara de sorpresa y un fastidio contenido pero evidente, me di cuenta de que nada sería como yo había planificado. Ni siquiera recuerdo cómo le saludé ni cuál de las versiones posibles de introducción seguí: creo recordar que ninguna, sino una especie de incómodo tartamudeo acompañado de un sonrojo intenso que me hizo sudar y que a poco de empezar estuvo a punto incluso de ocasionarme un mareo. A partir de ese momento se apoderó de mí una conocida sensación: yo hablaba (o lo intentaba) pero nada me parecía real. Aquello era un sueño y aunque yo no estaba dormido veía el sueño transcurrir ante mis ojos mientras permanecía desalentado pero a salvo muy en mi interior. Yo ya no era yo: éramos otra vez dos. Uno intentaba hablar y el otro escuchaba agazapado dentro actuando como un juez parcial, entristecido ante el naufragio que no podía evitar pero a salvo tras una máscara parlante. Con su mismo rostro, pero ajeno. No era yo, solamente era mi corteza. De todos modos, a él le daba igual quién hablaba; es más, ni tan siquiera me prestó auténtica atención pues sin duda llegué en el preciso momento en que trabajaba en alguna cosa y ésta no abandonó su cabeza en el pequeño rato en que le abordé. Desde que se abrió la puerta estuvo claro que él no quería escuchar nada y menos de mí. La oportunidad había pasado posiblemente tan pronto como me dio los papeles de su relato. En su mirada, acompañada por una cortés sonrisa, había un toque de desprecio y fastidio, y también de cansancio. Quería que le devolviera los papeles y me largara lo antes posible. Debo confesar que, aunque él no lo pretendía, me hirió en lo más profundo. La máscara intentaba salvar la situación hablando del calor que hizo por la mañana, pero el refugiado interior sabía bien que recordaría por mucho tiempo la tragedia que estaba viviendo en ese momento. Tan grande fue el golpe que finalmente resultó ser una ayuda. Una especie de tristeza espesa comenzó a ahogar mis nervios y fui consciente de que no había nada por lo que luchar, sino tan solo una cosa por hacer lo más rápidamente posible, por él y por mí: marcharme. Comencé a buscar con la mirada la puerta de salida, que siempre estuvo cerca pues en los escasos dos minutos que duró todo nunca me invitó a pasar al interior de su casa, y le devolví su pequeña historia mientras tartamudeaba algo acerca de que era una historia bonita de la que me gustaría saber cómo acababa, como si se hubiera tratado de un pequeño ejercicio literario que me hubiera permitido leer, como si no hubiera entendido nada y debiera limitarme a un comentario acerca de la calidad de su escritura. Él sabía que no era así pero no tenía interés alguno en conocer mi verdadera opinión, la referente al contenido. Lo debió de tener cuando me lo entregó, para luego arrepentirse cuando yo lo estaba leyendo. Nos cruzamos en el camino y yo lo descubría ahora.
Comencé la retirada dando un paso hacia atrás mientras intentaba sonreír. Suponía que me abriría la puerta sin mayor dificultad y me diría adiós. Pero él me estaba atendiendo sólo con la mitad de su cabeza, mientras la otra mitad seguía cavilando acerca de los asuntos que yo interrumpí con mi llegada. Se quedó por un instante como absorto mirando al suelo y se dijo a sí mismo: “He trabajado para el dolor”. “¿Eh?”, balbuceé yo inteligentemente, mientras él, abstraído, continuaba mirando sin mirar hacia ninguna parte. Por primera vez pensé que tal vez estaba desequilibrado, y antes de que yo tuviera la ocasión de intentar decir algo oportuno, levantó sus ojos del suelo, me miró sin ningún interés y con una sonrisa amable y desganada avanzó hacia la puerta y la abrió. Ni siquiera recuerdo cómo nos despedimos. Sólo conservo en la memoria la sensación de vergüenza y torpeza que sentía mientras me esforzaba por caminar y me alejaba de su casa. Fue la última vez que le vi.
IV
La noticia de su muerte apareció en los periódicos puntualmente, aunque cuando eso ocurrió yo ya lo sabía todo. Vi desde mi ventana a la policía y a una ambulancia parados durante muchas horas delante de su casa, mientras investigaban de qué manera se produjo el fallecimiento. Yo oí los detalles por boca de otros vecinos pero debo decir que realmente no me sorprendió. En cierto modo esperaba algo, aunque aún no alcanzara a comprender el significado de lo que hizo. ¿Por qué escogió precisamente morir mordiendo una manzana rociada con cianuro? ¿Tuve la ocasión de salvarle y no lo hice? Su muerte no fue una sorpresa, pero incluso así tuvo el efecto de penetrar muy, muy adentro de mí, como un corte profundo que no causa dolor en el momento de producirse pero cuya gravedad comprendemos por el abundante sangrado. Un veneno diferente había entrado también en mí, y sólo era cuestión de tiempo que el mal se manifestara. Había comenzado a incubar un desastre.
Intenté desesperadamente huir de mis pensamientos, consciente de lo que iba a ocurrir, pero no lo conseguí. Contra mayor era mi temor a asomarme a mis intuiciones con más ansiedad me veía inmerso en un túnel oscuro que no tenía más salida que hacia delante. No sé cómo tomé la decisión de emprender la marcha, más bien creo que no lo hice sino que simplemente, sabedor de que la decisión ya estaba tomada, comencé a caminar. Empecé por sentirme cansado y deprimido. Luego fueron las fuerzas las que me abandonaron mientras comenzaba un ardor en las mejillas que pronto se rebeló como una fiebre no muy alta pero resistente a los antitérmicos, acompañada no con dificultades para dormir sino con una tendencia angustiosa a tener pesadillas. En una de ellas me vi a mí mismo encerrado en una jaula en un rincón oscuro de su casa, como un gran pájaro olvidado en la penumbra. Él, a la luz de las velas, interpretaba al violín “Cockles and Mussels” para un desconocido cuyo rostro no alcanzaba a ver. Era inútil gritar, es más, ni tan siquiera en sueños me atreví a llamar su atención, aunque lo deseé. Después, él se inclinó con suavidad sobre su pareja y le besó en los labios. Pude sentir desde mi prisión los labios de él sobre otros labios que no eran los míos y supe que los suyos eran besos con sabor a manzana, besos que nunca me habría dado a mí. La pesadilla, cruel, me hizo ver bien lo que de todos modos yo ya sabía, tras lo cual me trasladó de regreso a mi propia casa donde, desde el principio, fui consciente de no estar solo. No conseguía ver a nadie, pero sabía que ciertamente no estaba solo. Caminé hacia la cocina y la vi como la veía cada día. Repasé inquieto con la mirada cada detalle, cada rincón sin encontrar lo que buscaba, hasta que fijé mis ojos en la nevera, inmóvil e inerte en su lugar. Y comprendí. Estaba viva. La veía como siempre la había visto antes, pero la particularidad de la pesadilla consistía en mirarla y ser consciente de que ella estaba disimulando: no era un objeto muerto sino que estaba viva y bien viva. Luego ya no sé adónde marché. Extraños aparatos se movían sin razón aparente, como si vagaran sin saber adónde ir, inquietos y asustados, flotando en un escenario oscuro. Pero fue dos noches después, cuando la fiebre alcanzó su máximo, cuando lloré dormido contemplando máquinas atormentadas y perdidas en un mundo en el que su lógica era desafiada continuamente por la realidad, máquinas quejumbrosas, amargadas o anárquicas, máquinas cansadas de vivir y de saber que todo era nada, máquinas que buscaban alguien por quien morir, máquinas maltratadas, aterrorizadas y suicidas. Máquinas que sufrían. Inteligencia muerta pero sufriente por el mero hecho de ser inteligente.
No hice esfuerzos por despertar aunque sabía que soñaba. Comprendí que debía llegar hasta el final, sin prisa, sin ahorrarme nada. Cuando por fin todo acabó me levanté tiritando y me arropé con una manta en el sillón. Allí me abandoné. En el silencio de mi rincón pensé intensamente en él. Me repetí a mí mismo otra vez aquella frase, la frase que en su momento no quise entender y que ahora me resultaba obvia. “He trabajado para el dolor”, me dijo. Sin duda había vislumbrado con lucidez la consecuencia inevitable de sus esfuerzos científicos: el sufrimiento. Escrito está, a más saber más dolor, pues el dolor nace de la inteligencia. Seguramente él no temía a una raza de máquinas asesinas que dominaran y destruyeran a la Humanidad sino que su miedo debió haber sido preparar el camino a un nuevo nivel de padecimiento. Sus hijas podrían ser fantásticas criaturas, pero habrían de cargar con la pesada carga de vivir, perdidas y conscientes en un Universo sin respuestas. Ese es el precio del conocimiento: el fruto prohibido del Árbol del Saber trae la amargura y la muerte.
Ahora yo también me siento muy cansado. Sé que no lo hizo a propósito, pero cambió el curso de mi vida en un momento de debilidad que luego olvidó. O más bien debería ser justo y decir que aceleró mi propio deseo de marchar, pues no fue su ejemplo el que lo puso en mí. La que fue su casa está ahora cerrada y sin duda será vendida a otros propietarios dentro de cierto tiempo, cuando se haya olvidado ya la tragedia que ocurrió hace poco más de un mes. Frecuentemente me detengo delante de mi ventana y miro a lo lejos hacia las que le cobijaron a él en vida. Ya no hay luces en la distancia, o al menos la suya ya no ilumina la noche. La luz se ha apagado. Y sin la compañía de su luz, que jamás se encendió para acompañarme, me siento especialmente solo. Un desconocido se ha marchado y ha abandonado mi soledad sin ni tan siquiera darse cuenta, y ahora me inunda la nostalgia y la melancolía. Estoy seguro de que él también se sentía solo. Es más, estoy convencido de que fue eso lo que le mató. Pero él hubiera preferido la compañía de un perrito a la mía, y yo también hubiera preferido la compañía de otro perrito a la suya, aunque yo solamente por miedo a él. A ambos nos diferenciaban incluso las pocas similitudes que compartíamos: su soledad era, según supe por su relato, externa y remediable, y la mía no. Nunca sabré si, muy remotamente en su interior, le animó a hacer lo que hizo un deseo de librarse de su prisión, de marchar lejos en busca de lo que le faltaba. Es posible que le animara una última esperanza de encontrar la felicidad, y en ese caso sólo cabe desearle que despierte y encuentre por fin su media manzana y que su historia termine con un beso de amor.
Creo que yo también partiré en breve, pero si lo hago me barrunto vagamente que será para huir de todo, donde no encuentre una solución a la que renunciar. Ignoro lo que ocurre después de la muerte, pero me lo figuro. En cualquier caso, si existe algo y en ese algo está él, creo que todo resultará de lo más embarazoso. Si me lo encuentro parecerá que he salido en su busca, y seguro que no le va a gustar. Debo estar prevenido con respecto a esto, porque no debo olvidar que yo no soy un perrito. Tal vez debería prepararme un guión, un pequeño papel con algunas ideas de lo que podría decirle si le vuelvo a ver, no sea que se haga una impresión equivocada. Sí, creo que esbozaré unas pequeñas frases..., sólo por si acaso... Aunque tal vez no sea necesario. Puede que no me recuerde...
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