Los días que viví contigo
Te recuerdo en la estación de tren. Siempre en la misma estación de tren, cada año por estas fechas, al comenzar o acabar las vacaciones. Te recuerdo allí, esperando de pie del brazo de papá, impaciente por verme bajar del tren. Te recuerdo allí, sonriendo al verme en la distancia, impaciente por abrazarme. Recuerdo tus largos abrazos, tu sonrisa, tus besos después de algunas semanas sin verme. Te recuerdo en la estación y ahora siento que soy yo el que espera un tren para regresar a ti, a tu sonrisa, a tu abrazo, a tus besos y a tu ternura. En la soleada y antigua estación de tren nos volveremos a encontrar, algún día, para continuar juntos nuestro viaje. Un viaje para los dos. Lo último que ya podremos compartir, fuera de la misma sepultura y del mismo olvido. Que nos olviden los demás, a ser posible que nos recuerde Dios, pero en cualquier caso, que nos olviden o nos recuerden juntos.
La muerte ha destruido la vida y apenas ha dejado nada aparte del tiempo y del cortejo de sentimientos de la ausencia. Sin ti, la vida es un larga anomalía llena de aroma ajado de soledad, de color de vida pasada. El resto de una división acabada, los decimales largos de una solución que ya se conoce, la letra pequeña de una sentencia ya comunicada. Son sólo restos. Tu marcha es el final de las promesas de vida, el vaciarse de las esperanzas. Tiempo, sólo tiempo. Un tiempo largo y pesado, aunque un tiempo sin miedo, pues no tiene miedo quien ya no teme perder nada, ni aun la vida. Lo que queda es un último deseo de movimiento, un no importar de la muerte pero una esperanza de no morir así.
Era yo un pequeño castillo, no muy fuerte. Ahora soy un castillo inerte. Un castillo no tomado aún pero ya derrotado, como el rey blanco en una partida de ajedrez en la que se han perdido las piezas principales y se sabe perdido. Todo ha quedado reducido a una cuestión de tiempo, ese tiempo inmisericorde que pasa y no se acaba nunca. La muerte ya ha dejado tocada a mi vida y ahora, por primera vez, no es algo lejano e indefinido. Ahora, por primera vez, pienso seriamente en morir. En dejar todos los objetos amados en el abandono, como hiciste tú, en desprenderme de todo lo importante sin darle importancia, y seguirte. Tu marcha me reconcilia con el camino de la muerte, por el que yo también caminaré hasta perderme en la niebla que tal vez te esconde. Solamente me niego a desprenderme de tu amor, que ni el mismo Dios, si quisiera, me podría ya quitar.
Siempre supe que el mundo no era mío, pero ahora es menos mío que antes. Ahora me es insoportablemente ajeno y yo paseo haciendo tiempo, como los reos en el corredor de la muerte, sin esperar nada. Nada, nada, nada. Tiempo para acudir a la hora prevista a la estación. Y no lo digo con tristeza. Una estación de tren, contigo allí, un beso, un abrazo, tu rostro simpático y querido otra vez, el deseo de tu compañía, es lo único que no ha sido engullido por esa nada inmensa. Sólo continuas viva tú, y sólo los días que viví contigo, buenos o malos, azules, rosas o dorados, fueron la vida. Lo demás es una anomalía. Lo demás es sólo esperar.
La muerte ha destruido la vida y apenas ha dejado nada aparte del tiempo y del cortejo de sentimientos de la ausencia. Sin ti, la vida es un larga anomalía llena de aroma ajado de soledad, de color de vida pasada. El resto de una división acabada, los decimales largos de una solución que ya se conoce, la letra pequeña de una sentencia ya comunicada. Son sólo restos. Tu marcha es el final de las promesas de vida, el vaciarse de las esperanzas. Tiempo, sólo tiempo. Un tiempo largo y pesado, aunque un tiempo sin miedo, pues no tiene miedo quien ya no teme perder nada, ni aun la vida. Lo que queda es un último deseo de movimiento, un no importar de la muerte pero una esperanza de no morir así.
Era yo un pequeño castillo, no muy fuerte. Ahora soy un castillo inerte. Un castillo no tomado aún pero ya derrotado, como el rey blanco en una partida de ajedrez en la que se han perdido las piezas principales y se sabe perdido. Todo ha quedado reducido a una cuestión de tiempo, ese tiempo inmisericorde que pasa y no se acaba nunca. La muerte ya ha dejado tocada a mi vida y ahora, por primera vez, no es algo lejano e indefinido. Ahora, por primera vez, pienso seriamente en morir. En dejar todos los objetos amados en el abandono, como hiciste tú, en desprenderme de todo lo importante sin darle importancia, y seguirte. Tu marcha me reconcilia con el camino de la muerte, por el que yo también caminaré hasta perderme en la niebla que tal vez te esconde. Solamente me niego a desprenderme de tu amor, que ni el mismo Dios, si quisiera, me podría ya quitar.
Siempre supe que el mundo no era mío, pero ahora es menos mío que antes. Ahora me es insoportablemente ajeno y yo paseo haciendo tiempo, como los reos en el corredor de la muerte, sin esperar nada. Nada, nada, nada. Tiempo para acudir a la hora prevista a la estación. Y no lo digo con tristeza. Una estación de tren, contigo allí, un beso, un abrazo, tu rostro simpático y querido otra vez, el deseo de tu compañía, es lo único que no ha sido engullido por esa nada inmensa. Sólo continuas viva tú, y sólo los días que viví contigo, buenos o malos, azules, rosas o dorados, fueron la vida. Lo demás es una anomalía. Lo demás es sólo esperar.
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