Sobre el Paraíso
Para un indio sioux que hubiera vivido en las Grandes Llanuras del centro de Estados Unidos, la muerte podría ser como marchar a hermosas praderas sin límite en las que cazar en libertad para siempre. Para aquellos que han amado los libros por encima de casi todo, el Paraíso podría ser, como para Virginia Woolf, una lectura eterna. Decir adiós a un ser querido es desearle que sea feliz donde quiera que ahora vaya. Es como soñar que hará ya por siempre lo que deseaba, que estará con aquellos a los que quiso y vio partir. Algo así como ser por siempre jamás aquello que en nuestro interior identificamos como la esencia de nosotros mismos o de los demás, “lo clásico”. El Paraíso es la vuelta al clásico.
Pero no sólo es la vuelta a una esencia. El Paraíso puede equivaler al retorno imposible a una cotidianidad perdida, a la compañía trivial de los que amamos, a días y noches de normalidad en las que hallamos retrospectivamente la felicidad. Porque con frecuencia la felicidad se recuerda más que se vive. Si el Paraíso ha de ser reencontrar la felicidad, sabemos lo que queremos encontrar. Cierro los ojos y me veo a mí mismo andando cada mañana hacia mi trabajo, escuchando música a través de unos auriculares pero pensando en mil temas diferentes. Me oigo hablando por teléfono con mi madre, diciendo cualquier cosa, buena o mala. Me estoy viendo tumbado en mi cama o sentado en el sillón, mientras me concentro en la lectura de algún libro y ella ve la televisión. Cuando ocurrieron cualquiera de estas cosas no fueron nada: sólo eran la vida. Ahora que el ser que más amo ya no está junto a mí, todo eso se ha convertido en otra cosa, en un mundo roto para siempre al que ya no puedo regresar. Sigo caminando hacia mi lugar de trabajo cada mañana, sigo oyendo música o leyendo libros, pero ahora todo es distinto. Mi clásico, mi gran clásico, era todo lo anterior. Ahora, como toda esperanza sin esperanza, sólo puede existir en un sitio: en el Paraíso, la Utopía Final. Ahora el Paraíso sería estar junto a ella.
El Paraíso ha de ser eso: volver a estar juntos. Pero no sólo eso: el Paraíso tiene que ser sentir que ahora todo es correcto, que todo está bien. O tal vez consiste en que te proporcionen la respuesta al acertijo que te torturaba y que así desaparece. De no ser así, el Paraíso es imposible. Si no satisface nuestros sentimientos el Paraíso no es el Paraíso. ¿Pero acaso nuestros sentimientos se pueden satisfacer? ¿Los de todo el mundo simultáneamente? Como tantos otros antes que yo, o como yo mismo en otras partes, a veces imagino que el Universo no existe como tal y que no es otra cosa que un complejo sueño que me pertenece, una inmensa caja personal hecha de mentira e imaginación, un lecho en el que yazgo con los ojos cerrados y entregado a un delirio divino, a una falsa realidad que me contiene y se autocontiene hasta el punto de hacerme creer en lo que yo mismo creo. Si creo recordar es tan sólo porque el instante de mi sueño, el único presente posible de las cosas, descansa recostado en una ilusión de devenir, en mentiras de mentiras que llenan de humo el lado de la caja que parece mirar hacia el pasado, del mismo modo que las esperanzas de futuro, los sueños dentro del sueño, deslumbran mi pensamiento con engaños que ocultan la inexistencia del otro lado de la caja. La mentira parece real y lo real es invisible para mí, tal es el poder del sueño que sueño o me hacen soñar, pues no es la vida sueño sino el sueño vida y es así yo como yo creo en lo que creo soñando. ¡Qué mentiras tan fantásticas! ¡Qué espejismos! Big Bangs, los jardines de Babilonia, Marilyn Monroe, duendes, cohetes, medusas fosforescentes, budas dorados, protones, secuoyas, Einstein, sumerios, galaxias... Todo mentira. Mentiras, mentiras. Mentiras soñadas hasta el detalle. Ilusión de ilusiones y todo ilusión ¿Quién más existe? Nadie, sólo yo. ¿Soy yo Dios? Tal vez. Pero si lo soy, lo soy solamente de mí. El dios de un universo, el dueño de un sueño.
Es posible, a pesar de todo, que exista alguien más. Si existen, debo reconocer que son bien extraños. ¿Son reales los seres humanos que deambulan por la irrealidad de mi sueño? ¿O bien existe alguien más que es ajeno a mi soñar, atrapado en el suyo como yo en el mío, ignorante de mí como yo de él? ¿Cuántos somos? Si somos en plural, el número sólo lo sabe el Dios con mayúscula, el inductor de sueños o pesadillas. ¿Es Dios el dios de la Fantasía? ¿Ha creado algo alguna vez? ¿Somos sueños que sueñan? Si se despierta nunca lo podré ya saber pero si me despierta puede que llegue el momento de saber, y entonces la tragedia consistiría en haber estado soñando a Dios. El Paraíso solamente puede existir si al despertar de la vida Dios no es un sueño. Pero si el Paraíso existe, ¿cómo puede satisfacer nuestros sentimientos? O Dios ha creado un Paraíso para cada uno de nosotros, a la medida de ellos, o no hay ningún Paraíso que los vaya a respetar, pues el Paraíso de Dios no puede ser otra cosa que una superación impuesta o un seguir soñando. Tal vez eso es el auténtico Paraíso: el ensueño definitivo, el sueño de sentir que nuestros sentimientos han sido satisfechos. El sueño de todos los sueños. Tal vez ni siquiera necesitamos a Dios para ello, tal vez cuando acaba un sueño volvemos a soñar como buenos dioses soñantes o aprendices de dioses cuya divinidad está hecha de ensoñaciones eternas, hasta que aprendemos a soñar lo mejor, hasta que llegamos volando en nuestros propios sueños, como en un Pegaso irreal, al Paraíso. Eso puede ser el Paraíso: la capacidad máxima de soñar, el albedrío de soñar llevado a la perfección, la perfección en la ilusión del sueño, el sueño perfecto y eterno, el final de aprender a soñar. Si por el contrario existe más de un soñador, ¿existe un Paraíso de paraísos? ¿la suma de varios? ¿un Paraíso colectivo? Helás, entonces no es nuestro Paraíso.
Me estoy extraviando, y en mi extravío no te puedo encontrar, mamá. Escribo y escribo, y me doy cuenta que sólo escribo estas tonterías para hacerme daño a mí mismo, o tal vez para curarme. Yo ya sé que cuando los devotos hablan del Paraíso quieren decir otra cosa. Sí, ya lo sé. Qué más me da. No conozco nada sino mi sueño, no soy sino sombra, una sombra a la sombra de un sueño. Esa clase de dios soy. El dios de un pequeño mal sueño rodeado por todos sus lados de oscuridad y olvido, como una pequeña isla iluminada en un océano negro. Sólo conozco mi pequeño sueño. Qué sé yo si Dios existe o si tiene un Paraíso al que acogerse cuando abandonemos el único mundo que conocemos. Tal vez, mamá, pese a todo, alguna luz aún protege tu nombre. Tal vez, algún día, vuelva a estrechar tus manos entre las mías y bese tu mejilla. “Pues ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón alguno pudo imaginar lo que Dios ha preparado para quienes le aman”. ¿Le amo? Te amo. Ese es mi clásico.
Pero no sólo es la vuelta a una esencia. El Paraíso puede equivaler al retorno imposible a una cotidianidad perdida, a la compañía trivial de los que amamos, a días y noches de normalidad en las que hallamos retrospectivamente la felicidad. Porque con frecuencia la felicidad se recuerda más que se vive. Si el Paraíso ha de ser reencontrar la felicidad, sabemos lo que queremos encontrar. Cierro los ojos y me veo a mí mismo andando cada mañana hacia mi trabajo, escuchando música a través de unos auriculares pero pensando en mil temas diferentes. Me oigo hablando por teléfono con mi madre, diciendo cualquier cosa, buena o mala. Me estoy viendo tumbado en mi cama o sentado en el sillón, mientras me concentro en la lectura de algún libro y ella ve la televisión. Cuando ocurrieron cualquiera de estas cosas no fueron nada: sólo eran la vida. Ahora que el ser que más amo ya no está junto a mí, todo eso se ha convertido en otra cosa, en un mundo roto para siempre al que ya no puedo regresar. Sigo caminando hacia mi lugar de trabajo cada mañana, sigo oyendo música o leyendo libros, pero ahora todo es distinto. Mi clásico, mi gran clásico, era todo lo anterior. Ahora, como toda esperanza sin esperanza, sólo puede existir en un sitio: en el Paraíso, la Utopía Final. Ahora el Paraíso sería estar junto a ella.
El Paraíso ha de ser eso: volver a estar juntos. Pero no sólo eso: el Paraíso tiene que ser sentir que ahora todo es correcto, que todo está bien. O tal vez consiste en que te proporcionen la respuesta al acertijo que te torturaba y que así desaparece. De no ser así, el Paraíso es imposible. Si no satisface nuestros sentimientos el Paraíso no es el Paraíso. ¿Pero acaso nuestros sentimientos se pueden satisfacer? ¿Los de todo el mundo simultáneamente? Como tantos otros antes que yo, o como yo mismo en otras partes, a veces imagino que el Universo no existe como tal y que no es otra cosa que un complejo sueño que me pertenece, una inmensa caja personal hecha de mentira e imaginación, un lecho en el que yazgo con los ojos cerrados y entregado a un delirio divino, a una falsa realidad que me contiene y se autocontiene hasta el punto de hacerme creer en lo que yo mismo creo. Si creo recordar es tan sólo porque el instante de mi sueño, el único presente posible de las cosas, descansa recostado en una ilusión de devenir, en mentiras de mentiras que llenan de humo el lado de la caja que parece mirar hacia el pasado, del mismo modo que las esperanzas de futuro, los sueños dentro del sueño, deslumbran mi pensamiento con engaños que ocultan la inexistencia del otro lado de la caja. La mentira parece real y lo real es invisible para mí, tal es el poder del sueño que sueño o me hacen soñar, pues no es la vida sueño sino el sueño vida y es así yo como yo creo en lo que creo soñando. ¡Qué mentiras tan fantásticas! ¡Qué espejismos! Big Bangs, los jardines de Babilonia, Marilyn Monroe, duendes, cohetes, medusas fosforescentes, budas dorados, protones, secuoyas, Einstein, sumerios, galaxias... Todo mentira. Mentiras, mentiras. Mentiras soñadas hasta el detalle. Ilusión de ilusiones y todo ilusión ¿Quién más existe? Nadie, sólo yo. ¿Soy yo Dios? Tal vez. Pero si lo soy, lo soy solamente de mí. El dios de un universo, el dueño de un sueño.
Es posible, a pesar de todo, que exista alguien más. Si existen, debo reconocer que son bien extraños. ¿Son reales los seres humanos que deambulan por la irrealidad de mi sueño? ¿O bien existe alguien más que es ajeno a mi soñar, atrapado en el suyo como yo en el mío, ignorante de mí como yo de él? ¿Cuántos somos? Si somos en plural, el número sólo lo sabe el Dios con mayúscula, el inductor de sueños o pesadillas. ¿Es Dios el dios de la Fantasía? ¿Ha creado algo alguna vez? ¿Somos sueños que sueñan? Si se despierta nunca lo podré ya saber pero si me despierta puede que llegue el momento de saber, y entonces la tragedia consistiría en haber estado soñando a Dios. El Paraíso solamente puede existir si al despertar de la vida Dios no es un sueño. Pero si el Paraíso existe, ¿cómo puede satisfacer nuestros sentimientos? O Dios ha creado un Paraíso para cada uno de nosotros, a la medida de ellos, o no hay ningún Paraíso que los vaya a respetar, pues el Paraíso de Dios no puede ser otra cosa que una superación impuesta o un seguir soñando. Tal vez eso es el auténtico Paraíso: el ensueño definitivo, el sueño de sentir que nuestros sentimientos han sido satisfechos. El sueño de todos los sueños. Tal vez ni siquiera necesitamos a Dios para ello, tal vez cuando acaba un sueño volvemos a soñar como buenos dioses soñantes o aprendices de dioses cuya divinidad está hecha de ensoñaciones eternas, hasta que aprendemos a soñar lo mejor, hasta que llegamos volando en nuestros propios sueños, como en un Pegaso irreal, al Paraíso. Eso puede ser el Paraíso: la capacidad máxima de soñar, el albedrío de soñar llevado a la perfección, la perfección en la ilusión del sueño, el sueño perfecto y eterno, el final de aprender a soñar. Si por el contrario existe más de un soñador, ¿existe un Paraíso de paraísos? ¿la suma de varios? ¿un Paraíso colectivo? Helás, entonces no es nuestro Paraíso.
Me estoy extraviando, y en mi extravío no te puedo encontrar, mamá. Escribo y escribo, y me doy cuenta que sólo escribo estas tonterías para hacerme daño a mí mismo, o tal vez para curarme. Yo ya sé que cuando los devotos hablan del Paraíso quieren decir otra cosa. Sí, ya lo sé. Qué más me da. No conozco nada sino mi sueño, no soy sino sombra, una sombra a la sombra de un sueño. Esa clase de dios soy. El dios de un pequeño mal sueño rodeado por todos sus lados de oscuridad y olvido, como una pequeña isla iluminada en un océano negro. Sólo conozco mi pequeño sueño. Qué sé yo si Dios existe o si tiene un Paraíso al que acogerse cuando abandonemos el único mundo que conocemos. Tal vez, mamá, pese a todo, alguna luz aún protege tu nombre. Tal vez, algún día, vuelva a estrechar tus manos entre las mías y bese tu mejilla. “Pues ni ojo vio, ni oído oyó, ni corazón alguno pudo imaginar lo que Dios ha preparado para quienes le aman”. ¿Le amo? Te amo. Ese es mi clásico.
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