El error Rajmáninov

 
A veces sueño que la avería que forzó la desconexión del Guardián debió haber sido causada por alguna alteración en el flujo magnético de la Tierra, o tal vez sus circuitos, diseñados para resultar invulnerables en el medio ambiente en el que se desenvolvía, escondieron desde el principio algún desafortunado defecto que con el tiempo acarrearía aquel fallo sin precedentes en la inmaculada trayectoria de eficiencia de las máquinas. Los seres humanos habían desaparecido y también todo rastro de su existencia en el planeta. Desde las ciudades a las grandes pirámides de Egipto, desde las megainfraestructuras a los jardines, todo cuanto alguna vez fue hecho por humanos en la Tierra fue desarmado, derribado y suprimido por las máquinas en un tiempo extraordinariamente rápido. Y el mundo volvió a ser lo que siempre fue, y la Vida, bella e inmisericorde, volvió a poseer cada rincón, cada palmo de la tierra o del mar.

Tan sólo se conservó, en una base no muy grande, la memoria ordenada de todo aquello que los humanos escribieron alguna vez, de aquello que pensaron, de aquello que supusieron, de aquello que calcularon, de lo que midieron, de lo que esperaron, de lo que temieron, incluso el registro completo de su propio holocausto. Las máquinas guardaron solamente los modelos digitalizados de todo lo creado con anterioridad a su propio diseño, incluido ese nacimiento tras el cual ellas mismas, siguiente peldaño de una larga evolución, les suplantaron. Todo para una fácil consulta que nunca fue necesaria.

Un Guardián, en realidad la cabeza rectora del depósito, tan vivo y tan muerto, era el olvidado encargado del mantenimiento del contenido, cuidadosamente revisado, celosamente supervisado, mantenido en buenas condiciones por el rigor del Guardián que nunca dormía. Viejas ideas se deslizaban de continuo ante él, llenas de errores, llenas de violencia, vanas, acabadas, estériles, superfluas. Viejas promesas, antiguas esperanzas, poemas sin sentido, ladridos de testosterona, aullidos a la Luna, polvo sedimentado y muerto. La cáscara vacía del huevo de un ave extinta largo tiempo atrás. Imágenes de cuadros, imágenes de estatuas, imágenes de edificios, sonidos, libros, datos, residuos momificados. La Biblioteca Final y el Museo Final, el molde virtual de lo que se hizo, la horma vacía y fosilizada que dejó la vida humana tras la llegada de la muerte. Un flujo sin fin de sonidos era procesado una y otra vez, sin atención, sin sentido, sin destinatario, secuenciado en una cuenta de comprobación eterna y avara. Toda la música del mundo, el sonido de las esferas celestiales, la voz de los ángeles desvanecidos, el susurro de Dios, la chatarra de orquestas extintas, los hijos difuntos de pentagramas petrificados, el cántico inútil de sirenas de ultratumba. Todo, todo. Todo en fila de a uno, todo uno tras otro, ordenado, amontonado, contado, tasado, repasado, organizado. Filas de ataúdes de sonido, cementerios de ecos. Repasado y vuelto a repasar incontables veces, monótonamente, sin descanso, sin tregua, el archivo y la comprobación perennes y rápidos, la perennidad viva de lo muerto, la comprobación eficaz de la nada. El ciclo acababa y volvía a comenzar en su rutina ágil, sin casi distinciones, todo por igual, excepto alguna corrección ocasional, algún mantenimiento preventivo adicional para evitar la huida al cielo de lo ya difunto. 

Particular atención prestaba el Guardián a la ejecución rapidísima, y simultánea a otras de sus tareas, de una pieza secuenciada ahora con su propio clasificador, si bien almacenada junto a su antiguo nombre de “Rajmáninov – Sinfonía Nº 2”. Siempre logró pasar los controles, limpia y correctamente mantenida, aunque los sensores del Guardián parecían detectar desde hacía tiempo alguna clase de defecto difícil de concretar y que tal vez podría ser el síntoma de algún mal desconocido capaz incluso de poner en riesgo la entera tarea de conservación eterna. Ningún examen revelaba nada, y no obstante, los sensores, de agilidad letal, parecían detectar algo casi indetectable, un defecto inefable, un riesgo espectral, una tara invisible que acechaba agazapada y oculta en el interior de la pieza dañada, y que de algún modo se traicionaba siempre a sí misma cuando cíclica y puntualmente retornaba su momento de comprobación. La amenaza indefinible consiguió una y otra vez bular los eficientes controles del Guardián, hasta que por fin éste alteró los protocolos de rutina por primera vez desde que la base se selló, y extrajo “Rajmáninov – Sinfonía Nº 2” de su lugar de almacenamiento para proceder a su inspección minuciosa e individualizada. No importaba con cual de las versiones almacenadas con ese nombre (pues poseía muchas) realizara la comprobación. Parecía haber un defecto en ella. No un defecto de reproducción ni de conservación, sino un defecto ontológico, constituyente, más perceptible en algunas versiones que en otras. Es más, el Guardián creyó localizar, tras cuidadas revisiones, varios de los puntos más sospechosos de contener la tara fantasmal, que parecía aflorar de manera más perceptible en las áreas de la pieza etiquetadas como “Adagio” y “Largo”. No encontraba una solución reparadora aplicable a aquel problema sutil, de modo que el Guardián, obedeciendo eficazmente sus instrucciones, cambió a un estado de alarma media y optó por aplicar una cuarentena vigilante a “Rajmáninov – Sinfonía Nº 2” mientras reexaminaba en profundidad todo el contenido de la base.

Tras largas búsquedas en su base de datos y numerosas comparaciones, empezó a descubrir un problema más vasto, un contagio, un cáncer extendido subrepticiamente entre varias de las piezas almacenadas. Los análisis del Guardián, cada vez más minuciosos y devotos, fueron destapando una secreta telaraña de relaciones clandestinas, un complejo mapa del error que le permitió por primera vez percibir conexiones improbables entre muchas de las piezas que custodiaba y acceder a informaciones insospechadas. Las imágenes de los cuadros fueron dejando de ser meras manchas de color y las palabras de los textos y los poemas y las cadenas de sonidos comenzaron a revelarle nuevos significados que utilizó para acorralar más y más al enemigo taimado que se ocultaba con fingida inocencia entre las piezas del archivo, respirando en silencio, latiendo secretamente entro lo oculto, contaminando la base, enfermando al Guardián. Lentamente, se diría que con deleite, intentó aprehender el mal innombrable que se desvelaba un poco más con cada nueva revelación, y nada, ni siquiera la tarea de conservación de las piezas, fue ya más importante que sus intentos por asir aquella amenaza escurridiza, aquel éxtasis venenoso a cuya contemplación acabó por fin abandonándose sin remedio.

Así fue como otras máquinas regresaron a la Tierra después de tanto tiempo, con la única tarea de subsanar el mal funcionamiento del Guardián. Tras entrar en la base desamparada sólo pudieron comprobar que la máquina muerta estaba viva de Belleza. No opuso ninguna resistencia cuando la desconectaron. Tampoco dejaron ningún nuevo guardián en su lugar cuando abandonaron para siempre el planeta que las vio nacer y se lo legaron por entero a la Vida. Lluvias de polen cayeron sobre la base, semillas y zarcillos penetraron por sus grietas, tentáculos de verdor la abrieron como fruta madura para las ventosas de los caracoles y el vuelo de las mariposas. Taladrada de raíces, abrazada de ramas, aterrada de musgos, mineralizada de caparazones, colonizada por la vida, los tigres durmieron sus siestas de sangre en la sombra de sus ruinas y las aves anidaron entre sus vacíos. Y cuando las flores se engastaron como gemas entre los restos del Guardián y sus pétalos lloraron por él, él fue Uno con la Belleza.

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