La raza de los acusados

“Destrúyele como quieras, el burgués siempre resurge. Ejecútale, exprópiale, hazle pasar hambre en masa, y reaparece en tus hijos.”
Cyril Connolly (The Observer Magazine, 1937)


Siempre me ha gustado mucho esta cita de Cyril Connolly, especialmente su final. “Y reaparece en tus hijos”. Aunque él está hablando de los burgueses, por algún motivo siempre he asociado esta idea con los homosexuales, porque me parece igual de válida.

Si fuera posible que recorrieran la Tierra máquinas asesinas e implacables como las que se describen en “La Guerra de los Mundos” pero destinadas únicamente a detectar y aniquilar homosexuales, eficaces hasta el punto de no dejar a ninguno con vida sobre la superficie de nuestro planeta (por cierto, pienso que el clero sufriría alguna que otra baja), a la siguiente generación, un poco por todas partes, de padres heterosexuales perfectamente normales, volvería a nacer un porcentaje de niños y niñas con esa orientación sexual, del mismo modo que generación tras generación nacen niños inteligentes y no tan inteligentes, guapos y no tan guapos, altos y bajos, gordos y delgados, y así toda la variación posible propia de la especie humana. Así será siempre a no ser que se altere de alguna manera nuestro ADN. Así será porque, por así decirlo, lo ha querido Dios. Pienso que todos los devotos que sienten odio y miedo ante los homosexuales deberían quejarse a su Dios si están disconformes; a mí que me dejen en paz. Antes de que existieran el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo ya había homosexuales, los ha habido durante todos estos siglos, y si algún día desaparecen esas religiones seguirá habiéndolos. El asunto no es que los haya sino cómo son tratados, y esto depende principalmente de lo que se concibe que son. Y cuando los tres grandes monoteísmos han concebido lo que la homosexualidad es de acuerdo con sus respectivas “revelaciones” y han actuado en consecuencia, el resultado corrientemente ha sido la brutalidad. No el amor al prójimo, ni la caridad, ni poner la otra mejilla, ni ninguna monserga de su verborrea habitual, sino la brutalidad. Dos mil años de Cristianismo lo dejan meridianamente claro.

Pero para mí esto ha sido solamente la mitad del problema. La otra mitad me la recuerda otra cita:

"La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin ella, hay buena gente haciendo buenas obras y mala gente haciendo malas obras. Pero para que la buena haga cosas malas se necesita la religión." (Stephen Weinberg)

Desgraciadamente, así fue mi familia. Buena gente haciendo una mala cosa. Por supuesto que mi madre quería lo mejor para mí y no dudo de que me amaba por encima de todas las cosas, pero eso no fue suficiente como para saber cómo reprimir su homofobia. Siempre dejó muy claro que consideraba la homosexualidad como algo inaceptable y vergonzoso, incluso teniendo (o precisamente por eso) la certeza de que yo lo era. Ante mi había una elección muy clara: o ellos o el amor. Y les elegí a ellos, para perderles al final y quedarme solo y sin nada. Yo hubiera querido no tener que elegir. Algo tan fácil y tan simple como eso: no tener que elegir. Ojalá aquellos que vengan después que yo se encuentren una sociedad lo suficientemente libre, madura y respetuosa como para no tener que elegir entre su familia y su afectividad.

Entre tanto, sigo lastimosamente mi camino y soy, sin ninguna vergüenza, un miembro más de aquello que Jean Cocteau llamaba “la raza de los acusados”. Qué le voy a hacer.

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