Rubicón
Hace dos o tres semanas que he terminado la lectura de Rubicón, uno de los más entretenidos libros de historia que he tenido la oportunidad de leer recientemente. Pienso que esto se debe principalmente a dos factores: el interés intrínseco del período relatado y la habilidad como escritor de su autor, Tom Holland (Gran Bretaña 1947), al que se deben también diversas novelas de fondo histórico, muchas de ellas traducidas al español (El fuego persa, El sueño de Tutankamón, El señor de los muertos y Banquete de sangre). Holland, licenciado por Cambridge y doctor en Historia Antigua por Oxford, ha conseguido también una amplia audiencia por la adaptación de unas series históricas para el canal de radio británico BBC 4.
Aunque el período que se nos presenta en el libro son las décadas finales de la República romana, su imparable expansión por el Mediterráneo y las guerras civiles que condujeron a su caída y al comienzo del régimen imperial, la obra comienza con una contextualización que permite a aquellos que no están familiarizados con la historia de Roma una fácil comprensión de los precedentes que llevaron a esa situación y de los mecanismos que la desencadenaron.
Diversas figuras emergen con brillantez del relato, aunque el autor se deleita claramente con Cicerón, al que confiesa admirar desde sus tiempos de estudiante y del que menciona (con especial significado) la siguiente cita: “La libertad excesiva conduce pronto a la esclavitud”. Otros muchos historiadores, como Michael Parenti (del que ya hablé en la entrada sobre la muerte de César), no estarían tan de acuerdo con el retrato de Cicerón que nos proporciona Holland. Ni con otras muchas cosas. Porque aunque se trata de una obra excelente, aparecen, aquí y allá, diversos comentarios, algunos más explícitos y otros más subliminales, o tal vez inconscientes, en los que el escritor parece estar comparando los hechos que analiza con la situación política del presente, o tal vez fuera mejor decir que diversos conceptos y términos del presente le sirven para explicar la política romana de ese período. En cierto sentido esto es inevitable. Decía Benedetto Croce que la historia refleja la época en que ha sido escrita y sirve para presentar necesidades y situaciones presentes, y esta obra no es ajena a esta tendencia. Holland nos previene al comienzo de su libro acerca de tales comparaciones (“no se puede decir que haya paralelismos directos entre una época y otra”), para luego no abstenerse de hacerlas. O al menos esa es mi impresión, ya que algunos críticos recalcan que esto no es así, como Richard Miles en la reseña dedicada a esta obra en el diario británico The Guardian.
Así, por ejemplo, leemos en la introducción:
“De hecho, desde que empecé a escribir este libro, se ha convertido en un tópico comparar a Roma con los actuales Estados Unidos. (...) Roma fue la primera y -hasta hace poco- la única república en lograr elevarse hasta una posición de potencia mundial y, desde luego, cuesta pensar en un episodio de la historia que ilustre mejor lo que acontece en nuestros días. En el espejo que nos ofrece Roma no sólo podemos distinguir los vagos contornos de la geopolítica, la globalización y la “pax americana”, aunque sean borrosos y distorsionados, sino que el historiador de la República romana no puede evitar cierta sensación de “dejà vu” al contemplar nuestras propias modas y obsesiones, desde las carpas koi hasta los cocineros famosos, pasando por los políticos que fingían ser hombres del pueblo.
No obstante, los paralelismos pueden resultar engañosos. Los romanos, por supuesto, vivían en unas circunstancias – físicas, emocionales e intelectuales- profundamente distintas de las nuestras. Puede que aquello que creemos identificar en su civilización como similar a la nuestra lo sea, pero no siempre es así. De hecho, muchas veces, cuando los romanos nos parecen más semejantes a nosotros es cuando pueden resultar más extraños. Un poeta que llora la crueldad de su amante, o un padre que lamenta la pérdida de su hija, parece que nos hablen directamente a nosotros de algo que es constante en la naturaleza humana. Y sin embargo, ¡qué ajenas, qué profundamente ajenas a nosotros nos parecerían las asunciones romanas respectos a las relaciones sexuales o a la vida en familia! Lo mismo sucedería con los valores que daban vida a la propia República, con los deseos que motivan a sus ciudadanos y con los rituales y códigos de conducta por los que se regían." (p. 19-21)
Pero más adelante, por ejemplo, hablando de la siniestra organización de los piratas que, en parte como respuesta a la política romana, llegaron a controlar amplias zonas del Mediterráneo, el autor dice: “En lo descarnado de su codicia y en su pretensión de hacer del mundo entero su presa eran mucho más que una parodia de la propia República, una especie de fantasmagórico reflejo que inquietaba tremendamente a los romanos. La oscura organización de los piratas y lo amplio de su ámbito de acción les hacían un enemigo diferente de todos los demás. “El pirata no está limitado por las leyes de la guerra, sino que es enemigo común de todos”, se quejaba Cicerón. “No se puede confiar en él ni firmar con él ningún tratado que obligue a ambas partes”. ¿Cómo localizar a un adversario de ese tipo o, más difícil todavía, cómo erradicarlo? Sería como luchar contra un fantasma. “Sería una guerra sin precedentes, una guerra sin reglas y entre la niebla”; una guerra que se prometía sin fin.” (p. 191-192)
En estas palabras y en la descripción del porqué de la militancia de la mayoría de los miembros de esas organizaciones piratas late un nombre que el autor no pronuncia, pero que percibimos con claridad: Al Qaeda. Por si acaso creemos estar equivocándonos y poniendo en la mente de Tom Holland lo que en realidad está en la nuestra, un poco más adelante es el propio autor quien despeja las dudas, al calificar con el término “terrorista” a los grupos piratas organizados. Los términos exactos, que son aún más explícitos, son estos: “El éxito sorprendió hasta a los propios romanos. Esta hazaña demostraba que por dubitativa que fuera su primera respuesta a un desafío, no había forma de oponérseles si se abusaba de su paciencia. Las campañas terroristas de los piratas había tocado a su fin. Roma seguía siendo una superpotencia.” (p. 197). Estas palabras fueron escritas, al parecer, en el año 2003. No faltan, además, a lo largo de todo el libro expresiones como “guerra preventiva”, “tradicional aislacionismo del Senado” frente a “imperialismo”, etc. (p. 203)
Como era de esperar, para mí ha tenido especial importancia la parte del libro (la más amplia en proporción) dedicada a la aparición, ascenso, triunfo y asesinato de mi admirado (a mi pesar) Julio César. El propio título del libro y su comienzo provienen del famoso río Rubicón con cuyo paso César desencadenó una nueva guerra civil que le llevaría a ser el dictador perpetuo de Roma y, en última instancia, a ser asesinado. Especialmente atractiva me ha parecido la descripción de su infancia, con diversa información que yo no conocía, aunque para hacernos comprender “la idea” de la infancia de César se permite licencias que sitúan el relato más cerca de la literatura que de la historia documentada. Por el contrario, el relato de su asesinato es simplificado y efectista, si bien la forma en que lo describe, narrándolo desde la perspectiva del propio César (lo que vio, lo que oyó, lo que sintió) es original y bien lograda. Nos obliga a identificarnos con él por el procedimiento de describir el crimen desde el interior de César.
El libro incluye, bien integrados con la narración de los acontecimientos, una serie de descripciones sobre la vida social, religiosa y organizativa de los romanos, de sus costumbres y de su vida cotidiana, que contribuyen al conocimiento del período que se describe sin hacernos perder el hilo de los hechos, frecuentemente trepidantes, que constituyen el centro de la obra. Si bien es un libro de divulgación histórica hecho con el suficiente rigor, posee un cierto toque de novela histórica que deriva no sólo de los acontecimientos, sino del propio estilo del autor. No lo digo como crítica. Al haber salvaguardado adecuadamente el contenido, el estilo narrativo con el que Holland nos describe el proceso de caída del régimen oligárquico romano y la creciente (e ilegal) concentración de poder en algunos líderes carismáticos es la clave del encanto de la obra y de que sea no ya entretenida sino incluso absorbente en sus diferentes clímax. Las críticas han sido por tanto excelentes, tanto en España, como en el resto del mundo.
Este libro me ha gustado mucho, pero, no obstante, deja en el pensamiento cierto grado de confusión y descorazonamiento. No por el libro en sí mismo, sino por el contenido que narra. Cuando se relata un período lo suficientemente largo de tiempo que sobrepasa la duración de una sola vida humana y que, por tanto, entra de lleno en una evolución generacional social, uno tiende a percibir los procesos de cambio como impersonales y, hasta cierto punto, inevitables. ¿Cuál es la lectura que se puede hacer hoy de ello? ¿Qué opinar de tantas muertes, muchas de ellas de personas inocentes? Los seres humanos parecen con frecuencia células de un organismo que tiene vida propia y que no siente preocupación alguna por ellos, excepto si el número excesivo de víctimas pone en peligro su propia supervivencia. Los crímenes de Craso o las ejecuciones fáciles del joven Pompeyo no parecen tener la más mínima importancia, salvo la de dar cierto interés morboso a los verdugos, los “grandes hombres”. Las víctimas se pierden siempre en nuestra percepción, con excepción de los grandes magnicidios como el del propio César, que conservan ante nuestros ojos un valor individual. Todo parece un engranaje cuyo funcionamiento es independiente incluso de la voluntad de los timoneles temporales del proceso, sea cual sea su capacidad de influencia en él durante cierto tiempo. No ya cualquier valor moral, sino incluso la vida humana entera parece carecer de valor en el forjamiento al rojo vivo de los cambios históricos. Fue Shakespeare el que nos hizo decir por boca de Romeo: “I am a fortune's fool!”.
Porque en esto no debemos engañarnos: el proceso de caída de la República romana, si bien es diferente de cualquier cambio social actual, conserva con el presente (con todos los presentes) una relación: todos son procesos de cambios sociales. ¿A qué conclusión llegar ante la visión de cientos de muertos en un atentado terrorista, como los que se producen casi a diario en Irak mientras yo escribo esta entrada en mi blog? Cambio y nada más. Un engranaje que nos aplasta a todos y que lejanamente parece justificar a los que que intentan influir en ese proceso sin ningún miramiento por los seres humanos. Bin Laden será un nuevo Craso, o un nuevo Pompeyo, o un nuevo César, según como termine su propia andadura o según los ojos del que le quiera ver. Al final la estupidez humana le hará permanecer ante nosotros, y sus víctimas se difuminarán en un telón de fondo estadístico que contribuirá a la propia proyección del asesino. Me temo que la narración de lo que está aconteciendo hoy como un simple proceso le justificará en el futuro como nosotros hemos aseptizado en “objetividad” histórica a los que le han precedido. Cambio incontrolable e inevitable. Sólo cambio. El sufrimiento humano parece ser sólo el ruido del engranaje al funcionar, un cierto sonido que acompaña todo el proceso, como si se tratara de cierta poesía triste, de un quejido o de un simple chirrido sin importancia.
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