Las grandes potencias del futuro

Desde siempre he sentido curiosidad por el pasado pero, en realidad, ésta no es mayor que la que siento por el futuro, tanto el que previsiblemente conoceré en vida como aquel que en modo alguno tendré ocasión de ver. Ciertamente es muy difícil hacer predicciones fiables acerca del futuro, y éstas se tornan cada vez más arriesgadas conforme nos alejamos del momento actual. No obstante, es posible formular algunas previsiones razonables dentro de un plazo temporal de unos 20 años sin grandes temores a errar, descontando acontecimientos imprevisibles como podrían ser los causados por actos terroristas en una escala sin precedentes o por algún accidente, epidemia o catástrofe natural realmente extraordinarios.

Dentro de las obras que analizan el futuro más inmediato, me ha llamado la atención el libro de Helmut Schmidt titulado “Las grandes potencias del futuro: ganadores y perdedores en el mundo del mañana”, en el que el veterano político alemán expone las líneas básicas de lo que podrían ser las tendencias de la política internacional en un margen temporal de unos 20 años o algo más (el libro fue escrito en 2004).

Uno de los avales del contenido del libro es el propio autor, Helmut Schmidt (1918), nada menos que un ex-canciller alemán que además ha desempeñado en su país las carteras de Asuntos Exteriores, Defensa, Economía y otras altas responsabilidades, un político profesional bien informado que sabe de lo que habla cuando aborda esta temática, aunque también conoce los límites de lo que puede llegar a afirmar y de la forma en que puede hacerlo, y eso se nota en cualquier lectura atenta de su obra. Actualmente es el editor del famoso diario alemán Die Zeit.

El libro gira en torno a la idea de que hay dos hechos fundamentales en la política internacional que se pueden considerar como seguros para las próximas décadas: la clara hegemonía de Estados Unidos y el ascenso imparable (en sentido literal) de China. Dice el autor:

La situación del mundo varía según lo contemplemos desde una perspectiva china, islámica o europea. Vivimos en mundos diferentes de acuerdo con nuestros temores, nuestras expectativas y nuestras ilusiones, pero, objetivamente, sólo hay un mundo. Y, objetivamente, el mundo del siglo XXI será diferente del que conoció el siglo de las dos guerras mundiales y de la Guerra Fría entre Europa occidental y los países del Este. Pero ¿dónde están los cambios decisivos? ¿Cuáles son los hechos definitivos e inamovibles? ¿Qué podemos saber del futuro y qué permanece en el ámbito de lo desconocido? ¿Qué debemos hacer?

El que busque respuestas a estas preguntas tiene que volverse en primera instancia hacia Estados Unidos, pues va a ser en un futuro previsible el único país capaz de incidir tecnológicamente y económicamente en cualquier rincón del planeta. Atendiendo al número de habitantes, Estados Unidos, con una población próxima a los trescientos millones, no representa siquiera una vigésima parte del total del mundo, que supera los seis mil millones, mientras China representa una quinta parte del total y la India una sexta parte. Los musulmanes, por su parte, representan en conjunto una quinta parte de la población mundial. Frente a estos grandes grupos demográficos, los países europeos -con excepción de Rusia- tienen una incidencia muy pequeña en términos numéricos.

En el mundo hay unos cuantos países, de los casi doscientos existentes, que, al margen de su población, ejercen una considerable influencia en la política y la economía internacionales. Aquí podemos mencionar desde una potencia mundial relativamente pequeña, como Rusia, hasta una algo menor, como Japón, pasando por Israel, con una población de sólo siete millones de habitantes. Algunos aspectos de esa influencia en la comunidad internacional son previsibles ya a principios del siglo XXI; otros, en cambio, siguen perteneciendo de momento al ámbito de los desconocido.
(p. 18)

Sobre el papel de Estados Unidos en la escena internacional, Helmut Schmidt afirma: “Para un futuro inmediato y previsible la pregunta no es si este país va a mantener su hegemonía, sino cómo la va a emplear.” (p. 154) Y añade: “Les gusten o no las sucesivas decisiones, las potencias afectadas sólo podrán influir en ellas dentro de ciertos límites. A la postre tendrán que adaptarse a fortiori a las condiciones de un mundo que ha cambiado por obra y gracia de las decisiones estadounidenses. Pero reaccionarán ante esas decisiones. Por lo tanto, no deben descartarse las controversias y los conflictos políticos y económicos, algunos de los cuales pueden durar varios años. Cuanto más opresiva e irrespetuosa sea la dirección reclamada y ejercida por Estados Unidos, tanto más rechazo y oposición puede generar. En sentido inverso, el éxito de Estados Unidos será tanto mayor cuanto mayor sea, asimismo, el interés de los políticos de Washington y Nueva York por respetar a los demás países.” (p. 89)

En el libro se aborda, además, la creciente importancia de los países BRIC (término que corresponde a las iniciales de Brasil, Rusia, India y China), es decir, a las potencias emergentes que llegarán a ser por su población y recursos las grandes potencias del mañana, con especial incidencia en el caso de China, país por el que Schmidt no disimula su admiración, que yo comparto. La mirada del autor se extiende, además, a las grandes áreas del planeta, sobre las que formula una serie de previsiones. Las primeras páginas están dedicadas a proporcionar una visión general, en la que podríamos decir que aborda el futuro inmediato desde una perspectiva temática, con especial incidencia en el fenómeno de la globalización, de la tensión entre Occidente y el mundo islámico, el crecimiento demográfico y el cambio climático. Acerca del conflicto entre Occidente y el Islam (tema del que se ocupa con más detenimiento a lo largo de la obra) opina que no es en absoluto descartable un choque general (“Es perfectamente imaginable que entre el Islam y Occidente se produzca un choque que agite violentamente el mundo.” (p.13)) y dice:

En teoría, Estados Unidos tiene capacidad suficiente para derrotar e incluso aniquilar a todos los países que mantienen una actitud hostil hacia Israel, pero no la capacidad necesaria para ocupar todos esos países hostiles y gobernarlos. Por este motivo, las posibilidades reales de la estrategia estadounidense en favor de Israel están muy por debajo de ese umbral. Si Washington se mantiene fundamentalmente aferrado a su línea tradicional, puede aumentar la hostilidad a su gestión por parte del mundo islámico, aunque hay que decir que el extremismo islamista gana constantemente terreno, con independencia del conflicto de Oriente Próximo, en países musulmanes muy importantes, desde Argelia y el norte de Nigeria hasta Malasia e Indonesia, pasando por Irán. Por eso mismo, cuanto mayor es la extensión geográfica de los conflictos, tanto más elevado es también el número de aliados o satélites que Estados Unidos necesita para que le ayuden a imponerse victoriosamente, pues su ejercito ya no ha podido hacerlo por sí solo en los Balcanes, en Afganistán y en Irak. En definitiva, Estados Unidos está supeditado a la colaboración de las tropas de otros países.

Si esta situación política mundial se agravara y los países europeos renunciaran a su papel moderador entre los dos bandos y, transgrediendo abiertamente sus obligaciones, definidas geográficamente, en el seno del Tratado del Atlántico Norte, decidieran intervenir militarmente a favor de Estados Unidos, podría producirse un conflicto de alcance mundial entre el islam y Occidente. El que diga que dicho conflicto es inevitable puede provocarlo. Es cierto que un “clash of civilizations” no tiene que desencadenar necesariamente una guerra mundial, pero sí puede afectar psíquica y políticamente hasta un total de dos mil millones de personas y alterar profundamente sus condiciones de vida. Una larga y variada cadena de conflictos locales y regionales no sólo se cobraría muchísimas vidas humanas; también podría general restricciones de carácter económico y un incremento del terrorismo internacional.
(p. 17)

A lo largo de la obra, Schmidt defiende el fenómeno de la globalización económica, al que algunos sectores culpan de todos los males. Se trata de un fenómeno de extraordinaria importancia por el alcance de sus consecuencias, y que tendrá, en palabras del autor, “ganadores y perdedores”:

Si nos preguntamos quiénes serán los ganadores y los perdedores en el mundo del mañana, sometido a una creciente globalización, descubrimos tres grupos básicos.

En primer lugar, es probable que suba aún más el nivel de vida de la mayoría de los países industrializados y, por supuesto, de las personas que viven en ellos; ellos figurarán entre los ganadores. Las elevadas tasas de desempleo que actualmente sufren casi todos los países industrializados de Europa no son una consecuencia obligada de la globalización, como tampoco lo es la crisis del sistema de pensiones y jubilaciones. En esencia, las causas de tales problemas radican en sus estructuras económicas y sociales, y en la mentalidad de sus políticos. Los ejemplos de Suecia, Holanda y Dinamarca demuestran claramente que los Estados del bienestar y poseedores de una industria avanzada pueden resolver satisfactoriamente esos problemas. Tarde o temprano, la mayoría de los países industrializados va a seguir su ejemplo, aunque para ello tendrán que superar previamente considerables obstáculos que se manifestaran en forma de oposición y crisis internas.

En segundo lugar, pertenecerán al bando de los ganadores los países cuyos gobiernos tengan, por una parte, una visión económica clara y certera y, por otra -también hay que decirlo-, puedan ejercer una política interior suficientemente enérgica como para llevar a la práctica las medidas económicas necesarias. Entre los exponentes más destacados de este grupo podemos citar los Emiratos Árabes del golfo Pérsico, pequeños en extensión pero ricos en petróleo y, por encima de ellos, un país gigantesco en proceso de desarrollo como China, aunque en este último caso el proyecto requerirá todavía muchas décadas para su ejecución, habida cuenta del atraso en el que hasta ahora se encontraba el país. No obstante, el ejemplo de Japón y su apertura durante la era Meiji, a mediados del siglo XIX, y el ascenso de Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong, a partir de la década de 1950, ponen de manifiesto que un país subdesarrollado puede integrarse en el grupo de vanguardia en el curso de pocas generaciones si cuenta con una dirección política responsable, seria y regida por criterios económicos.

En tercer lugar, muchos de los países subdesarrollados continuarán en su misma situación, debido a la infructuosa política económica u social de sus gobiernos. Esto puede ocurrir incluso en países en los que ya se han implantado la democracia y los derechos humanos, pues ni esta última ni los derechos fundamentales del ser humano son una garantía de progreso. En Europa hay varios ejemplos históricos de aquellas constituciones democráticas sólo se pueden implantar y mantener de una manera duradera cuando la sociedad en su con juntos ha alcanzado un determinado nivel cultural y se han cubierto las necesidades inmediatas de la existencia humana. Personalmente considero improbable que en las décadas inmediatas se produzca una mejora general de la situación en la mayoría de los países en vías de desarrollo.


El autor no olvida jamás que es un político, y, aunque lo haga con más o menos sutileza, es una realidad que está presente entre líneas en sus exposiciones y en algunas de sus conclusiones, como cuando aborda el tema de la emigración y la posible entrada de Turquía en la Unión Europea, a la que se opone discretamente:

En tiempos del emperador Augusto, hace ahora dos mil años, en la tierra vivían unos 200 millones de seres humanos, a lo sumo 300. No conocemos la cifra exacta, pero tampoco importa gran cosa. Importante es saber que la humanidad necesitó diecinueve siglos completos para llegar a los 1.600 millones, cifra que se alcanzó en el año 1900. Después, sobre todo una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, experimentó una auténtica explosión, pues en el curso del siglo XX llegó a los 6.000 millones. Parece seguro que, hacia mediados del siglo XXI, llegaremos a los 9.000 millones. Entonces, el espacio de que dispondrá por término medio cada persona sobre la superficie terrestre equivaldrá a menos de una quinta parte del que disponía en el año 1900. Además ese espacio estará distribuido de manera muy desigual en el plano geográfico.

También el crecimiento de la población varía enormemente de un continente a otro. A principios del siglo XX, el 60 % de la humanidad vive en Asia, el 14 % en África, el 12 % en Europa, el 9 % en Latinoamérica y el 5 % en América del Norte. Pero en el año 2050 la población de África se habrá duplicado, mientras que la de Asia habrá aumentado una vez y media. La población del continente americano en su conjunto aumentará levemente, y sólo la población de Europa disminuirá, con lo que su cuota bajará aproximadamente a un 7 % del total, en tanto que la cuota de África pasará al 20 %. En Europa, el número de hijos por mujer fértil ha alcanzado, ya ahora, un nivel preocupantemente bajo.

Casi en todas las zonas del mundo, una mejor asistencia sanitaria y un evidente progreso higiénico han permitido ampliar las expectativas de vida del ser humano. Como consecuencia de ello, en la mayoría de los países ha subido la edad media de los miembros de la sociedad, de manera especial en Europa y Japón. Así, por ejemplo, en el transcurso de unas cuantas décadas, la mitad de la población adulta de Alemania tendrá más de 65 años. Si estas tendencias demográficas globales, hoy perceptibles, no se ven perturbadas por acontecimientos imprevistos, es muy probable que se cumplan las predicciones elaboradas por los técnicos de Naciones Unidas.
(...)

Una importancia especial va a tener la presión migratoria, en parte regional y en parte transnacional, que se avecina. La migración transcontinental se dirigirá preferentemente a los países ricos de Europa y a Norteamérica. Ya ahora, este fenómeno plantea problemas muy difíciles de resolver a los gobiernos y parlamentos de Europa, y al conjunto de sus sociedades, cuando en las décadas de 1950 y 1960 ni se veían ni se esperaban. Mientras que desde hace generaciones Estados Unidos y Canadá han venido acumulando experiencias sobre la inmigración transcontinental y gracias a ellas han elaborado métodos de control, como el establecimiento de cuotas, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, Holanda y los países escandinavos -en resumen, la casi totalidad de las naciones ricas de Europa- tienen que hacer frente ahora a una triple pregunta: ¿cuántos inmigrantes quieren acoger? ¿Qué inmigrantes están dispuestos a acoger por nacionalidad, lengua, religión y formación profesional? ¿Cómo pueden impedir la inmigración no deseada? Desde hace cierto tiempo, en las grandes ciudades de Europa occidental venimos presenciando la formación de guetos, un fenómeno que dificulta sobremanera la integración de los inmigrantes, mientras que, del lado opuesto, se aprecian estallidos de xenofobia.

En Europa, todos esos problemas, que en gran parte siguen sin resolverse, se agudizarán en el futuro. A causa de la crisis del sistema de pensiones tradicional, provocada por el excesivo envejecimiento de las sociedades europeas, una nueva pregunta se sitúa, cada vez con más fuerza, en el centro del debate: ¿necesitamos inmigrantes con índices de natalidad mucho más elevados para poder mantener económicamente nuestros sistemas de pensiones o debemos reestructurarlos y prepararnos para asumir períodos de vida más largos?

Cualesquiera que sean las respuestas de los países europeos y su implantación práctica, no cabe duda de que tendrán también efectos internacionales, más allá del ámbito de la política. Un anticipo de lo que va a ocurrir lo tenemos, ya ahora, en el debate en curso sobre el ingreso de un país musulmán como Turquía en la Unión Europea. Desde hace varias décadas, Ankara apoya la idea de que, a la vista del rápido crecimiento demográfico de la nación, una parte de las generaciones jóvenes emigre a Europa occidental; ése es uno de los motivos de su solicitud. Si se produce efectivamente el ingreso de Turquía en la Unión Europea, incluida la libertad de movimiento para las personas, pronto otros países afines -por ejemplo, los del norte de África- seguirán su ejemplo y también solicitarán el ingreso. Los países europeos deberán tomar pronto una decisión fundamental. La integración de Turquía en la Unión Europea como miembro de pleno derecho puede provocar en el curso de unas décadas un cambio significativo en la cultura del viejo continente.
(...)

Resumiendo podemos afirmar: en un futuro próximo, las corrientes migratorias se dinamizarán sobre todo a causa del explosivo crecimiento demográfico de la humanidad, pero también debido a los cambios climáticos; las corrientes tendrán carácter transcontinental y se dirigirán a Europa. Al mismo tiempo, el aumento de la presión demográfica generará guerras civiles y conflictos armados entre diferentes países. Esos conflictos, limitados geográficamente, tendrán lugar sobre todo en ciertas zonas de África y Asia.(p. 31)

El papel de los Estados Unidos centra el contenido de la obra. Toda la parte central está destinada a analizar los puntos fuertes y débiles de su posición internacional, así como las diversas opciones estratégicas que se le plantean. Esto introduce cierta confusión en el libro, ya que su tercio final está dedicado a esbozar ciertos pronósticos sobre la evolución futura de ciertos países y áreas del planeta. La impresión que se tiene durante la lectura es, en cierto modo, de repetición.

Lo que Helmut Schmidt llama “opciones estratégicas de Estados Unidos” (amén de la eterna alternancia entre tendencias aislacionistas e “imperialistas) incluyen el ejercicio del liderazgo de este país en diversos ámbitos, principalmente con respecto al bloque formado por la explosión demográfica, la pobreza y la ayuda al desarrollo; al consumo de energía y al cambio climático; al comercio de armas a escala mundial; y a la estabilidad financiera y económica mundial. Por países y zonas geográficas mundiales, el autor esboza diversas previsiones en las opciones estratégicas americanas, entre las que se podrían destacar las siguientes:










USA - ARABIA SAUDÍ/ISLAM

A decir verdad, las rivalidades de los demás países de la región, pero de manera especial las pésimas condiciones sociales y económicas de una población que crece muy deprisa y la inestabilidad política que emana de ellas no desaparecerían con una solución pacífica para Israel y Palestina. Esto es válido en lo referente a Siria y Palestina, así como a los países productores de petróleo como Irak, Irán y Arabia Saudí. Arabia Saudí, el primer exportador mundial de petróleo en estos momentos, es al parecer el país que más peligro corre. El gobierno wahabí, ultraconservador, se muestra dispuesto a colaborar con Estados Unidos, pero al mismo tiempo ciertos sectores de su élite político-económica financian el terrorismo islamista. De este país proceden muchos de los combatientes islamistas. Hasta ahora, Estados Unidos se ha comportado como si no conociera este hecho. En la práctica existe una alianza tácita entre la dinastía wahabí y Estados Unidos. El fanatismo religioso de los wahabíes no es fundamentalmente distinto del de los clérigos chiítas que ejercen el poder supremo en Irán. De momento es difícil conocer el desarrollo futuro de la política interna de Arabia Saudí, pero, en cualquier caso, la influencia de Estados Unidos será muy limitada. Como quiera que, no obstante, el suministro de petróleo a Estados Unidos -y al mundo en su conjunto- va a depender en gran parte de Arabia Saudí durante las décadas futuras, la diplomacia estadounidense se encuentra, ya ahora, ante un problema sumamente difícil en sus relaciones con este país.

Las élites norteamericanas no pueden seguir eludiendo por más tiempo la alternativa: respeto y espíritu de diálogo con el islam o “clash of civilizations”. Su clase política apenas ha tenido oportunidad, a lo largo de la historia del país, de ocuparse con cierta intensidad y proximidad de los pueblos musulmanes y del islam, que es una religión universal. Las cuatro guerras libradas entre Israel y sus vecinos han despertado una gran simpatía hacia el Estado sionista en Estados Unidos, y también en Alemania, pero no animosidad con respecto al islam. Aun así, los norteamericanos siguen estando más alejados del mundo islámico que los europeos, aunque también es cierto que gracias a los numerosos intentos estadounidenses e internacionales de poner en marcha un proceso de paz han reducido leve y paulatinamente ese alejamiento.

Los atentados perpetrados por la organización terrorista islamista Al Qaeda despertaron inmediatamente un gran interés por el islam. No obstante, la justificada preocupación por el terrorismo y la decidida voluntad de hacerle frente no van unidas necesariamente a un mejor conocimiento del islam, sus fundamentos y su historia. Por ese motivo existe el peligro de que no se establezca una distinción clara entre el islam, como religión universal, y el terrorismo practicado por una serie de organizaciones y grupos de cuño islamista. Si debido a una identificación superficial de la religión islámica con el terrorismo se generara una animosidad general hacia el islam, tendríamos que contar con una actitud homóloga, igualmente simplista, por parte de los musulmanes. Semejante espiral de rivalidades mutuas puede causar graves daños tanto a Estados Unidos -y al mundo occidental en su conjunto- como a los pueblos de los sesenta países que profesan la religión islámica. Y los terroristas islamistas saldrían ganando.

Por todo lo dicho, Occidente en su conjunto y de manera especial Estados Unidos en cuanto potencia líder están obligados a establecer una distinción nítida y precisa. Esto reza en primer lugar para los medios de comunicación y las personas que se dedican a la política. Fue un acierto que el presidente Bush hijo -al igual que el Papa- visitara recientemente una mezquita y que el acto estuviera rodeado de cierta publicidad. Pero es sabido que, de acuerdo con el dicho popular, dos golondrinas no hacen verano. A los ciudadanos estadounidenses les falta más que a los europeos para adoptar una actitud generalizada de respeto al islam; respeto entendido como consideración y reconocimiento. De ahí emana una tarea de alto contenido político, máxime cuando la guerra de Irak ha hecho aflorar sentimientos de diverso signo en los dos bandos. Es lícito exigir un esfuerzo equiparable a los líderes religiosos del islam. Los dos bandos pueden tomar como modelos los instructivos ejemplos de tolerancia religiosa que se dieron en la España medieval. En la Córdoba del siglo X, bajo dominio musulmán, y en el Toledo del siglo XIII, bajo dominio cristiano, esa tolerancia permitió realizar conquistas únicas en los campos de la cultura y de la ciencia, preparando así el camino al Renacimiento en el ámbito de las ideas.

Sea cual sea la orientación de los políticos estadounidenses, y del mundo occidental en su conjunto, o la actitud que adopten los líderes espirituales y políticos de los países con población predominantemente musulmana, Estados Unidos debe tener una idea clara y precisa de la trascendencia de esa cuestión. Cabe la posibilidad de que, sin pretenderlo ni desearlo, este asunto se convierta en una decisión secular de la que pasen a depender las relaciones entre el islam y Occidente a largo plazo. Aparte de ello, de ahí puede nacer una nueva fisura entre Estados Unidos y Europa, pues ésta alberga varios millones de musulmanes y muchos millones más viven en países limítrofes. Por ese motivo, unas buenas relaciones de vecindad son más importantes para los europeos que para los norteamericanos.
(p. 81-83)








USA - RUSIA

También es poco clara la estrategia norteamericana con respecto a una potencia mundial como Rusia. Desde que el terrorismo islamista golpeó a Estados Unidos se han acallado casi por completo las críticas de este país a la sangrienta guerra civil de Chechenia. La represión del levantamiento islamista-separatista por parte de Putin -que heredó de Yeltsin la destructiva guerra civil-, pero sobre todo su manera de proceder en el caso de Afganistán, han generado en Estados Unidos una actitud abiertamente más favorable hacia Rusia. Esta nueva actitud empezó a manifestarse ya en 1997-1998, cuando se creó un consejo común formado por la OTAN y Rusia y, a continuación, este país fue invitado a las llamadas cumbres de la economía mundial (G 7, G 8). A esto hay que añadir el interés de los dos países por impedir la proliferación de armas nucleares, una línea política que ambos bandos mantienen sin interrupción desde los tiempos de Breschnev, y seguirán manteniendo en el futuro.

Aun así, la posición estratégica de Estados Unidos con respecto a Rusia, al Kremlin y la cúpula de su ejército parece, como mínimo, ambivalente a largo plazo. Ya la ampliación de la OTAN con la incorporación de varios países de Europa central y oriental (en especial Polonia y los países bálticos) tuvo que despertar recelo. Ahora podemos encontrar bases militares y soldados estadounidenses en Transcaucasia, Irak, Afganistán, Uzbekistán y Kirguizistán, y desde hace ya varias décadas Turquía es un miembro de la OTAN con un gran valor estratégico. Hoy Rusia está rodeada de puntos de apoyo estadounidenses en sus flancos occidental y meridional, lo que significa que ha desaparecido el antiguo aislamiento territorial que protegía a la Unión Soviética. Si simultáneamente en Washington se dice que Estados Unidos es, como potencia, una «garantía» para las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central, hoy, soberanas, los dirigentes moscovitas recuerdan que ya en la década de 1990 en Washington se hablaba del «Imperativo geoestratégico» de implantar la hegemonía estadounidense en el «continente euroasiático» (Zbigniew Brzezinski).

Como, a los ojos de Moscú, la estrategia estadounidense con respecto a Rusia es claramente expansionista, la actitud de este país está marcada por el recelo y la desconfianza. En términos objetivos, la política de Estados Unidos con respecto a Rusia ha cambiado en varias ocasiones desde la desaparición de la Unión Soviética y en su conjunto debe definirse como imprecisa. Estados Unidos debería reconocer este hecho y rectificar. También debería admitir que la exigencia estadounidense de poder iniciar guerras preventivas daña sensiblemente los derechos vitales de Rusia y su interés en que se mantenga la vigencia de la Carta de las Naciones Unidas y del principio de la inviolabilidad de los Estados soberanos. Además, los líderes políticos de Washington deberían entender que Rusia, como potencia nuclear, también se considera con derecho a una intervención preventiva en el caso de que Estados Unidos decidiera realmente iniciar una guerra preventiva que fuera más allá de Irak. Estados Unidos es hoy, y en un futuro previsible, la única superpotencia militar, pero aun así, no está en condiciones de asumir un conflicto serio con Rusia, potencia mundial que cuenta con armas nucleares.
(p. 83-84)








USA - CHINA

Estados Unidos tampoco está en condiciones de afrontar un conflicto serio con China, igualmente una potencia mundial que posee armas nucleares. En asuntos como el respeto a la Carta de las Naciones Unidas y la inviolabilidad de las fronteras de los Estados soberanos, los intereses estratégicos de China coinciden plenamente con los de Rusia y también con los de casi todos los Estados miembros de la Unión Europea. Pero hay asimismo una serie de puntos en los que los intereses estratégicos de Estados Unidos y China se contraponen. La fuerte presencia militar norteamericana en Tapón, en el océano Pacífico, en la península de Corea, el rearme militar de Taiwán a cargo de Estados Unidos, el número y la variedad de sus misiles nucleares y, recientemente, su presencia militar en Asia central son acciones que hace ya varias décadas despertaron la desconfianza de China. El mutuo enfrentamiento ideológico ha seguido la misma dirección. No obstante, en los últimos años se ha apreciado una cierta distensión. Desde el punto de vista de los dirigentes chinos, la estrategia de Estados Unidos a largo plazo con respecto a su país es opaca y peligrosa. Desde el punto de vista de los políticos estadounidenses, la estrategia china a largo plazo también es opaca. Desde el punto de vista japonés, China es peligrosa, sobre todo porque dispone de misiles nucleares.

Tras las gestiones de Richard Nixon y Henry Kissinger a principios de la década de 1970 para desbloquear las relaciones entre Estados Unidos y China, en Washington, ya con Ronald Reagan como presidente, se impuso la idea de que el país se encontraba ante un futuro rival político. En tiempos de Bush padre, esta visión fue desarrollada y ampliada, especialmente por parte de Cheney y Wolfowitz. Es cierto que entonces Bill Clinton habló de «asociación estratégica», pero tan pronto como Bush hijo inició su mandato este concepto fue sustituido por un lenguaje agresivo con el que se pretendía que, en un momento dado, Estados Unidos pudiera echar mano de la opción que quisiera. Durante la primera mitad del año 2001 se consideró que existía una posibilidad real de que Estados Unidos iniciara una guerra fría con China. Después de los atentados perpetrados por al Qaeda, la legitima defensa contra el terrorismo islamista ha conducido aparentemente a un cambio brusco en la política de Estados Unidos con respecto a China y a una más amplia colaboración con este país, máxime cuando Pekín ha apoyado la lucha contra el terrorismo en el ámbito diplomático. El creciente intercambio de las dos grandes economías nacionales contribuyó lógicamente al acercamiento de ambos países. Aun así, esta distensión no elimina en modo alguno la posibilidad de que se produzca un nuevo cambio en la política estadounidense con respecto a China, junto con un nuevo intento de atar en corto a su rival en el ámbito de la política expansionista.

La persistente desconfianza china es alimentada una y otra vez por el tradicional apoyo estadounidense a Taiwán, asunto en el que a menudo el Congreso de Estados Unidos va más lejos -naturalmente sólo de palabra- que su gobierno. Como el tiempo actúa a favor de China, no de Taiwán, dentro de un período más o menos largo de tiempo habrá negociaciones chino-taiwanesas y se llegará a una solución intermedia. Siempre que estas medidas no violen los intereses fundamentales de Estados Unidos, un enfoque pacífico y una solución gradual de la cuestión taiwanesa, aunque laboriosa, parecen mucho menos difíciles de conseguir que, por ejemplo, un desenlace pacífico del conflicto entre Israel y los árabes de Palestina. De todos modos, la clase política de Estados Unidos debería saber que, en caso de un eventual conflicto a causa de Taiwán, la gran mayoría del pueblo chino apoyaría a los líderes comunistas. Tal vez los norteamericanos deberían preguntarse cómo reaccionaría su nación si, después de una serie regular de vuelos chinos de reconocimiento a lo 1argo de la costa estadounidense del Pacífico, se produjera una colisión con un caza estadounidense como la que se produjo hace algún tiempo frente a las costas de China con los papeles invertidos.
(p. 85-86)

Ya que nadie puede impedir que Corea del Norte se equipe con misiles nucleares, no debe descartarse la posibilidad de que, a medio plazo, también en Japón cobre fuerza el deseo de tenerlos. Un proceso de esa índole incrementaría exponencialmente los posibles peligros de Asia oriental. Estados Unidos se encuentra ante la disyuntiva de aceptar el ascenso económico de China hasta convertirse en una potencia mundial y en la potencia hegemónica de Asia oriental, junto con una proyección militar hasta ahora relativamente modesta, o impedir y frenar ese ascenso. Las primeras posibilidades de colaboración se dan en el marco de los sistemas regionales, multilaterales o globales; después, también en el ámbito de los tratados bilaterales. En este punto desempeñarán un papel importante los grandes problemas económicos y sociales de China, de los que me ocuparé con más detenimiento en la tercera parte de este libro. En definitiva, una cosa es cierta: Estados Unidos no puede impedir el ascenso de China. Puede decidirse a favor de una estrategia de obstrucción o de cooperación, pero en cualquier caso la idea de imponer a China la hegemonía norteamericana sigue siendo una ilusión. (p. 87)


EL AVANCE DE LAS GRANDES POTENCIAS

Sobre las diferentes zonas geográficas del planeta y sobre ciertos países clave en la escena internacional, Helmut Schmidt expone sus previsiones personales para las próximas décadas, que en parte son una repetición de ideas expuestas al abordar las opciones estratégicas de Estados Unidos con respecto a ello:















CHINA

Hace ahora unos diez años, la nueva vitalidad económica de China condujo a la idea de que este país era un futuro antagonista estratégico e incluso militar de Estados Unidos. ¿Está justificada la preocupación ante la futura potencia militar y el eventual abuso de esa potencia por parte de una China poseedora de armas nucleares? En estos momentos, yo puedo contestar negativamente a esa pregunta con pleno convencimiento, pues el gobierno chino va a encontrarse, al menos durante algunas décadas, ante problemas y tareas tan ingentes en el interior del inmenso país que deberá eludir cuantos riesgos estratégicos pueda. China no dispone de una alternativa razonable a la prioridad de su política interior. En pocas décadas, el PIB chino pasará a ocupar el segundo lugar del mundo. Con referencia al nivel de vida de la población, China seguirá siendo durante mucho tiempo un país en proceso de desarrollo. (p. 100)

Hace años, en una conversación que mantuve con Deng Xiaoping comenté, mitad en serio y mitad en broma, que en definitiva el Partido Comunista de China era un partido de Confucio, a lo que Deng Xiaoping se limitó a contestar: «So what?». De hecho, los valores de la religión de Confucio desempeñan en las relaciones de los chinos entre sí un papel mucho más importante de lo que se quiere reconocer oficialmente. La unión de la familia, el respeto a los ancianos, la buena formación intelectual de los niños, la laboriosidad y el sentido del ahorro, incluso las obligaciones y la responsabilidad de los gobernantes ante el pueblo, todo ello constituye un acervo de valores que en China se viene transmitiendo desde hace siglos.

Hoy el Partido Comunista de China bascula entre el confucianismo, el comunismo y el capitalismo. Para algunos intelectuales chinos este ejercicio de equilibrio dura ya demasiado tiempo. Los que han estudiado en Norteamérica o en Europa se inclinan preferentemente por una combinación de confucianismo y democracia, aunque no pocos de los viejos disidentes saben que tienen que dar tiempo a este proceso. Como en China nunca hubo una religión común al conjunto de la población, considero que un confucianismo moderno podría aportar ahora una visión del mundo capaz de llenar el vacío ideológico existente. En definitiva, tampoco los europeos nos alimentamos exclusivamente con el cristianismo y la doctrina de Pablo, sino también con la filosofía clásica de los griegos y los romanos. Confucio es sólo ligeramente anterior a Platón y Aristóteles o a los estoicos; Mencio, sucesor de Confucio, es sólo ligeramente posterior a todos ellos.

Bastantes intelectuales norteamericanos y algunos europeos (así como algunos verdes alemanes) se consideran moralmente legitimados para hacer reproches, incluso graves, a los chinos en el ámbito de la democracia y los derechos humanos. A esas personas les falta respeto a una cultura diferente que se ha formado a lo largo de milenios. También les falta memoria para recordar que sobre el fatigoso proceso de la cultura occidental y su propia historia se extienden espantosas sombras. El que critica a los chinos debería recordar el exterminio casi total de los indios hace sólo algunas generaciones, la esclavitud, la guerra civil estadounidense, la guerra de Vietnam y la época nazi.
(...)

El Imperio del Medio, el gran Estado de los chinos de Han, parece constituir una excepción en sus tres mil años de existencia. Tal vez ahí radica precisamente una de las causas de su duración inusitadamente larga. En mi opinión, la falta de una religión que agrupara a todo el pueblo, incluso una religión estatal, impidió que aflorara el deseo de «adoctrinar» a los pueblos vecinos. En cualquier caso, el Gran Imperio chino ha registrado durante su larga historia tendencias expansivas esencialmente más débiles que todos los demás grandes imperios de la historia. En líneas generales, China se ha contentado con exigir actos de pleitesía y el pago de tributos.

Naturalmente, también hubo, y hay, excepciones. Al decir esto pensamos concretamente en el ejemplo del Tíbet. Personalmente recuerdo el apoyo de Mao al dominio comunista en Corea del Norte y Vietnam o la infiltración comunista en otros países de Asia. Mao pensaba en la posibilidad de que la Unión Soviética atacara a China y, en tal caso, confiaba en la gran superioridad numérica de los chinos. A Brezhnev esas masas humanas le infundían un gran respeto e incluso miedo. Hoy en día tales reflexiones pertenecen al pasado. En Asia oriental y meridional no hay prácticamente miedo, o sólo atisbos, a las masas chinas.

Lo que sí infunde temor es la creciente superioridad económica de los chinos y la sustitución de los puestos de trabajo propios por otros radicados en China. Tales temores son comprensibles, toda vez que las exportaciones da productos industriales chinos a los mercados asiáticos han aumentado considerablemente. En cualquier caso, cuando, en la década de 1990, se produjo la crisis monetaria que afectó prácticamente a todo el sudeste asiático, Pekín no sucumbió a la tentación de devaluar el yuán y, en consecuencia, de abaratar sus exportaciones. Sino que incluso aumentó sus importaciones de países como Japón, Corea y todo el ámbito sudoriental del continente.
(p. 102-104)

La certeza de que China se convertirá en una superpotencia económica y también militar genera múltiples preocupaciones no sólo en Japón. Sino también en otros países. Por eso, Lee Kuan Yew, estadista de Singapur, declaró hace ya una década que Estados Unidos era la potencia mundial que menos recelo despertaba en Asia oriental y meridional. Ya ahora, en China y aún más en Estados Unidos revisten una gran importancia las expectativas de una futura competencia entre los dos gigantes. En China, el debate tiene en general un tono suave y discreto, mientras que en Estados Unidos es absolutamente público. No pocos estrategas teóricos de Washington afirman casi sin ambages que hay que establecer a tiempo un control sobre el «continente euroasiático». El atentado de Al Qaeda y la coincidencia de intereses a la hora de hacer frente al terrorismo internacional han conducido últimamente a un apaciguamiento de las relaciones chino-norteamericanas. No obstante, de acuerdo con una perspectiva más amplia habrá que contar con una competencia abierta entre Estados Unidos, como superpotencia consolidada, y China, como superpotencia ascendente.

Si grandes son las diferencias entre Estados Unidos y China -proceso histórico-cultural, tradiciones e idiosincrasia- no lo es menos el desconocimiento que cada uno de los países tiene del otro, incluida su historia. La élite y la clase política de un país sólo poseen una rudimentaria idea del otro. Es cierto que en Estados Unidos hay más personas cultas y especializadas con un buen conocimiento de la esencia de China y su desarrollo cultural que al revés. Pero si nos fijamos en las generaciones más jóvenes, probablemente los chinos van por delante. En lo que respecta al conjunto de la población, el conocimiento que cada país tiene del otro es muy reducido, va que en ambos predominan los prejuicios. En semejante situación, a los medios de comunicación electrónicos les resulta muy fácil generar sentimientos de rivalidad tan pronto como se les ofrece un pretexto.
(p. 106)















JAPÓN


Las preocupaciones de Japón, profundas y de considerable importancia por su incidencia, son de otra naturaleza. Muchos japoneses ilustrados tienen un complejo de inferioridad cultural, del que en gran parte ni ellos mismos son conscientes, frente a China. Saben que tienen que agradecer a los chinos tanto la escritura, gran parte de su cultura y su arte como el confucianismo. Muchos de estos bienes les llegaron, hace ya mucho tiempo, directamente de China, mientras que otros lo hicieron a través de Corea. Además, en el subconsciente de los japoneses sigue anidando un complejo de culpa por la ocupación de la Manchuria china y, por último, de zonas de China cada vez más extensas, así como por las crueldades que cometieron durante esa ocupación. En no pocos japoneses el complejo de culpa se remonta a la anexión de Taiwán en 1895.

Después de su derrota total en la Segunda Guerra Mundial, los japoneses llevaron a cabo una asombrosa recuperación económica. De aquí emergió, en la década de 1970 y principios de la de 1980, un comprensible complejo de superioridad económica que vino a compensar el complejo de inferioridad cultural y también el complejo de culpa. En los últimos quince años, en los que el desarrollo económico de Japón se ha ralentizado claramente, se ha eclipsado de nuevo la idea de una superioridad japonesa sobre el resto de los países industrializados. Mientras tanto, los japoneses han comprendido que, dentro de unas pocas décadas, la economía china arrebatará a la japonesa el segundo lugar en el escalafón mundial. Además, durante los últimos tiempos entre los Japoneses se ha difundido el convencimiento de que, en contraposición a lo que ocurre en China, la población japonesa está envejeciendo y mermando. Los complejos frente a sus vecinos chinos persisten.

Japón tiene pocos amigos en el mundo. Esto se debe en parte al autoaislamiento que vivió durante siglos bajo los shogun Tokugawa y, aún en mayor medida, al posterior imperialismo, que causó graves daños a todos los países vecinos y que éstos conservan en su memoria. El elemento determinante es la incapacidad de los japoneses para ver las conquistas y los crímenes del pasado como tales y lamentarlos. En Japón quedan pocas personas de la generación de la guerra y esas pocas personas están jubiladas desde hace tiempo. Aun así, la mayoría de los políticos elogia abiertamente a los viejos héroes de la guerra, y también a algunos jefes militares, mientras que apenas mencionan a las víctimas del conflicto e ignoran por completo a las víctimas de los pueblos atacados por Japón. Aunque hay algunas excepciones, como por ejemplo Hitoshi Murayama, que fue primer ministro no hace mucho tiempo, en todas las naciones vecinas impera el convencimiento de que los japoneses nunca quisieron pedir perdón. Corea y China son los países en los que ese convencimiento está más arraigado, aunque la verdad es que la aversión hacia Japón es general en todo el ámbito de Asia oriental y meridional.

Desde el punto de vista de China, la situación se agrava con la alianza militar entre Japón y Estados Unidos. Es cierto que en las últimas décadas el gobierno chino se ha esforzado por normalizar las relaciones con .Japón, sobre todo en el ámbito de la economía, pero no ha cedido el sentimiento subliminal de que su país está asediado por Estados Unidos con la ayuda de Japón. Las tropas norteamericanas, que cuentan con puntos de apoyo en Japón, Corea del Sur, Pakistán, Afganistán, Uzbekistán y Kirguizistán, unidas a las situadas en Hawai y Guam, junto con la Tercera Flota, que opera en el Pacífico, hacen pensar a los dirigentes chinos que su país está cercado por las fuerzas armadas de Estados Unidos. Hasta ahora, Pekín ha reaccionado ante esta situación con cautelosa reticencia. La alianza de amistad y cooperación firmada en el año 2000 entre Rusia y China, impensable en tiempos de Mao y Brezhnev, es una de sus consecuencias. En las relaciones entre China y Japón no es de esperar un acercamiento sustancial por ninguna de las dos partes. (p. 104-105)

(...) En teoría sería posible un proceso mediante el cual Japón se liberara de su vinculación unilateral con Estados Unidos, pero en la práctica no existe esa posibilidad, pues la mentalidad de su clase política la excluye. La derrota total en la guerra contra Estados Unidos ha hecho que Japón y en especial su clase política sientan una fuerte dependencia de este país, dependencia que se ve incrementada por la persistente animosidad de los países vecinos hacia Japón.
(p.106)
















INDIA


En la segunda mitad del siglo actual, la India pasará a ser el país más poblado del mundo, y como hace tiempo abandonó las medidas, en ocasiones brutales, para reducir el índice de natalidad, mucho antes de esa fecha superará a China en número de habitantes.

A principios del siglo XXII, el PIB de India representaba aproximadamente el 6 % del PIB mundial, y hay cálculos fiables de acuerdo con los cuales esta cifra podría duplicarse en el curso de veinticinco o treinta años. Desde 1991, el PIB de la India ha registrado un incremento superior al 15 % anual gracias a las grandes reformas económicas realizadas, en especial la reducción del control estatal. A escala mundial es un crecimiento muy elevado, aunque está claramente por detrás del de China. Probablemente, durante las dos próximas generaciones los dos países seguirán perteneciendo al grupo de los que se hallan en proceso de desarrollo. Aun así, los ingresos y el bienestar per capita tardarán mucho tiempo en alcanzar los niveles de los países industrializados. Actualmente, sólo la mitad de las mujeres indias sabe leer y escribir, mientras que amplísimos sectores de la sociedad son víctimas de la pobreza y la desnutrición.

La India es un país heterogéneo. En otro tiempo, la India actual, junto con sus vecinos Bangladesh al este y Pakistán al oeste, fue una colonia del Imperio Británico. Cuando, al final de la Segunda Guerra Mundial, los ingleses tuvieron que abandonar sus colonias, el territorio quedó dividido inicialmente en dos estados -India y Pakistán-, pero poco después la parte oriental de este último alcanzó la soberanía con el nombre de Bangladesh. En Pakistán y Bangladesh predominan los musulmanes. Es cierto que la población pertenece a varias etnias, pero la religión común constituye un fuerte vínculo y en los dos casos asegura la unidad del Estado. En la India, el 80 % de la población total (mil millones) es hindú, mientras que los musulmanes, más de un 10 %, están repartidos por todo el país. Étnicamente, la India es muy heterogénea, pues en su territorio viven y conviven numerosos pueblos, razas y castas.
(p. 111)

Para la India, los atentados perpetrados en Cachemira y otros puntos del país por islamistas que cuentan con el apoyo de Pakistán, así como el terror hinduista contrario, constituyen un pesado lastre. ¿Qué sería de la colaboración militar entre la India e Israel en el caso de un agravamiento de la situación en Oriente Medio? ¿Cómo reaccionaría la India si se produjera un choque político y cultural entre el islam y Occidente? La India tendrá que considerar no sólo que tiene un vecino islámico occidental y otro oriental -con 140 millones de habitantes cada uno-, sino también que otros 140 millones de musulmanes viven dentro de sus fronteras.

En la mente de los miembros de la clase política india la rivalidad con China desempeña un papel importante desde hace mucho tiempo. Han pasado cuatro décadas desde que terminó la guerra entre los dos países por los límites fronterizos. En su momento contribuyó a una estrecha colaboración de la India con la Unión Soviética, incluso en el ámbito militar, y desde entonces las relaciones entre estos dos países son francamente buenas. De la misma manera que a partir de cierto momento se normalizaron las relaciones ruso-chinas y ahora China hace planes para un futuro suministro de petróleo y gas natural desde Rusia y los países musulmanes de Asia central, la India confía también en recibir petróleo de esos mismos países, pero las conducciones tendrán que atravesar necesariamente territorio paquistaní.

Hoy es difícil descubrir otras opciones para la política exterior de la India a largo plazo. A la vista de la persistente explosión demográfica y de la creciente masificación de las ciudades indias, probablemente la política nacional exigirá a la clase política más atención y más actividad que las relaciones internacionales. Cabe pensar que, a largo plazo, los responsables de la política exterior de la India actuarán con cautela, más por reacción que por acción. Esto también podría ser válido con respecto al conflicto de Cachemira. A la luz de la experiencia cosechada hasta ahora, sería un milagro que el conflicto se solucionara. Estados Unidos podría ser el artífice de ese milagro, pero -repetimos- se trata ahora y siempre de un milagro.
(p. 113)














ARABIA SAUDÍ – PAÍSES DE MAYORÍA MUSULAMANA



Generaciones de europeos han admirado la magnificencia de la mezquita Santa Sofía de Estambul y la afiligranada belleza de la Alhambra de Granada; esos mismos europeos se entusiasman con las alfombras de «Oriente» y los infinitos productos de la artesanía árabe, pero para la mayoría de los europeos y norteamericanos el islam es una realidad extraña, desconocida e incomprensible. Tenemos ante nosotros las imágenes de peregrinos musulmanes y de creyentes postrados hasta besar el suelo, pero la fuerza impulsora que para los musulmanes emana de la oración colectiva es a nuestros ojos más bien sospechosa e inquietante, y del Corán no sabemos prácticamente nada. Desde los atentados de al Qaeda en Nueva York y Washington, muchos norteamericanos se inclinan a identificar el terrorismo islamista con el islam. Semejante simplificación, basada en un conocimiento deficiente de la realidad, puede llevar a una persistente hostilidad.

También en el bando musulmán se producen fácilmente equívocos y malentendidos a causa de la ignorancia. Los musulmanes que viven en las grandes ciudades, en condiciones de pobreza y hacinamiento, muchos de ellos sin trabajo ni posibilidad de tenerlo, se sienten afectados tan pronto como ven en la televisión imágenes del mundo occidental y su nivel de vida. Entonces piensan que a ellos les ha tocado la peor parte. Contemplan el modo de vida y la libertad imperantes en los países occidentales y los rechazan. En muchos países, las consecuencias desiguales de la globalización económica aumentan el descontento; en parte, el fundamentalismo constituye una reacción defensiva frente a la globalización y la modernización y, por supuesto, es relativamente fácil confundir al común de los musulmanes y convencerle de que Occidente tiene la culpa de su inmerecida miseria. Si, además, conocen de primera mano la superioridad militar de Israel y la ayuda norteamericana a este país, su solidaridad con los palestinos se transforma fácilmente en hostilidad hacia Estados Unidos. La presencia norteamericana en el golfo Pérsico y, en general, en todos los países musulmanes desde Irak hasta Asia central y Afganistán tiende a incrementar esa hostilidad.

Sería un auténtico milagro que se consiguiera erradicar la rivalidad entre los países islámicos y los países occidentales en el curso del siglo XXI. Durante muchos siglos, esa rivalidad fue promovida cuidadosamente por las confesiones cristianas, los papas, los obispos y los misioneros, y asimismo por los imanes, los mullahs, los ayatolás, las escuelas coránicas y los intelectuales musulmanes en su conjunto. La mayoría de las religiones de la historia universal, incluidos el islam y el cristianismo, son perversarnente excluyentes. Islam y cristianismo tienen como fundamento sendos libros. Como la Biblia y el Corán son libros sagrados que exigen una determinada interpretación, las dos religiones han creado una ciencia teológica extensa y detallada pero también controvertida. En los dos bandos, los doctores de la ley velan por el mantenimiento de la fe; unos y otros se sirven de un lenguaje teológico propio, pero muy rara vez ocurre que un doctor de la ley lea los libros del otro. Por el contrario, muchos de esos doctores de uno y otro bando fomentan activamente la animosidad mutua.

En Europa y en Norteamérica hay quienes afirman que la principal diferencia entre la civilización islámica y la civilización occidental radica en las antitéticas formas de gobierno: democracia aquí, dictaduras y sistemas autoritarios allí. (...) Es una peligrosa ilusión. De una parte hay que considerar que, entre nosotros, la época de la razón y la Ilustración estuvo precedida por una larga historia previa y tanto una como otra formaron parte de un laborioso proceso. Por otra parte debe tenerse presente que, sin las grandes revoluciones de Inglaterra, Norteamérica y Francia, no se habrían consolidado ni la separación de la Iglesia y el Estado ni el Estado democrático y los derechos del ser humano. La Ilustración no es sólo filosofía, no es sólo Voltaire, Rousseau y Kant, sino también todas las demás ciencias que tienen como meta liberar al ser humano de la tutela ejercida por la autoridad civil y religiosa. Por eso, a la Ilustración europea pertenecen tanto Copérnico y Galileo como Hugo de Groot y Tohn Locke, Montesquieu, Lessing, los “federalist papers” norteamericanos y Darwin. Como proceso histórico que abarcó varios siglos y dio sus frutos tanto en Holanda e Inglaterra como en Francia y Norteamérica, y también en Prusia y Austria, la Ilustración es una de las experiencias fundamentales de la cultura occidental.

La democracia moderna y el Estado de derecho implantados en Europa y América del Norte son un resultado de ese amplísimo proceso, que no siempre siguió un curso pacífico; de hecho, en Norteamérica la liberación de los esclavos se consiguió a través de una guerra civil. El que pretenda imponer los resultados de ese proceso histórico a los pueblos musulmanes desde fuera, y además de un día para otro, deberá tener en cuenta esa rivalidad y esos conflictos. El que quiera democratizar Oriente Medio en nombre del Dios de los cristianos fracasará sin paliativos, pues los doctores del islam, en su inmensa mayoría, permanecerán fieles a sus enseñanzas tradicionales, a las sentencias y las tradiciones de Mahoma (hadiz) y a las colecciones de leyes islámicas (sharia). De todos modos, hasta ahora la Ilustración apenas ha llegado a los países islámicos, y a Arabia Saudí menos que a ningún otro país.

Arabia Saudí ocupa un lugar destacado entre los países musulmanes a causa de sus inmensos yacimientos de petróleo. Exteriormente, la monarquía saudí se ha adaptado en buena medida al derecho internacional vigente y colabora con Naciones Unidas y otras organizaciones interestatales, pero en el interior del país se comporta como un régimen absolutista. La tradicional vinculación con la secta de los wahabíes, la soberanía sobre las ciudades santas de La Meca y Medina, así como el apoyo ideológico y financiero prestado a actividades islamistas fuera del país, legitiman su dominio. Las inmensas reservas de petróleo han proporcionado al país una gran libertad de movimiento en el ámbito financiero, así como una vida lujosa a su reducida clase superior, pero también unos ingresos relativamente altos al resto de la población, Arabia Saudí está en situación de poder aumentar o reducir la producción y exportación de petróleo de acuerdo con sus intereses económicos. Esta singular situación como “swing supplier” le ha proporcionado una posición de líder en la OPEP. Por otra parte, un discreto acuerdo con Estados Unidos asegura al régimen el apoyo de este país en el ámbito de la política exterior. Por eso, hasta finales de la década de 1980, el país actuó como un factor de estabilidad.

A causa de factores como el rápido crecimiento de la población, cifrado en un 5,3 % anual, la presencia de nuevas variables en el mercado mundial del petróleo, la implicación de Arabia Saudí en actividades islamistas y la creciente hostilidad hacia Estados Unidos en Oriente Medio, en los últimos años la situación ha cambiado en contra del régimen saudí. Desde la década de 1980, el nivel de vida de la población, cifrada actualmente en 22 millones, ya no ha subido, sino que ha bajado y la juventud sufre un elevado índice de paro. Durante la primera guerra de Irak, en suelo saudí llegó a haber en algunos momentos hasta medio millón de soldados estadounidenses, con gran enojo de los wahabíes. Hoy son sólo cinco mil.

Actualmente, las relaciones con Estados Unidos se han enfriado; no sólo Osama bin Laden, sino otros muchos terroristas islámicos proceden de Arabia Saudí. La monarquía saudí mantiene rígidamente la educación puritana de los wahabíes en las escuelas y universidades, incluso en sus actos protocolarios, pero se vio obligada a perseguir a los terroristas para complacer a Estados Unidos, cosa que no es bien vista por el pueblo. El nepotismo entre los miles de nietos y bisnietos del rey Faisal Ibn Saud, que prácticamente fundó el Estado, no ha experimentado ningún cambio y contribuye a la impopularidad del régimen; su legitimidad política se halla en proceso de extinción. En Arabia Saudí no debe descartarse la posibilidad de que se produzca un cambio de régimen de carácter violento.

El país sigue siendo una piedra angular del suministro de petróleo a todo el mundo. Por ese motivo, entre otros, a ningún presidente de Estados Unidos se le ha ocurrido por el momento incluir al país, ni siquiera en sueños, en la lista de «Estados canallas» o en la de los integrantes del «eje del mal». Estados Unidos difícilmente puede permitirse el error de convertir a Arabia Saudí en un enemigo, cuando tiene que llevar a cabo la tarea de estabilizar a un Irak vencido y mantiene unas relaciones peligrosamente tensas con Irán. A partir de ese momento su problema consistirá en situar el país y su régimen, saber cómo tratarlos, habida cuenta de las imprecisas disposiciones sucesorias tras la previsible muerte del último de los hermanos reinantes. La monarquía saudí está amenazada por el terrorismo y el fundamentalismo islamista a causa de u colaboración con Estados Unidos. Al mismo tiempo se ve obligada a acometer un amplia y profunda modernización de su arcaico sistema de gobierno. Los europeos, por su parte, tendrán que decidir si van a apoyar o no a las fuerzas políticas interesadas en la liberación política del país y, en caso afirmativo, cómo van a hacerlo.

En Oriente Medio, la contención, cuando no la solución del conflicto palestino-israelí, pasará a ser un asunto clave. Si Estados Unidos no realiza un esfuerzo serio, visible y duradero en esa dirección y no consigue pacificar la zona, el problema persistirá, pues ningún otro país, ningún otro gobierno dispondrá de los medios y el poder necesarios para hacerlo en un plazo previsible de tiempo.
(p. 115-120)















RUSIA


Si tenemos en cuenta el nivel de vida de la población en su conjunto y lo medimos de acuerdo con los patrones de Occidente, Rusia es un país en proceso de desarrollo. Es cierto que hay muchos miles de millonarios en dólares, pero también lo es que, de acuerdo con sus ingresos, aproximadamente un cuarto de la población vive por debajo del mínimo necesario, cifrado oficialmente en 70 dólares al mes. El pueblo ruso, castigado por el infortunio a lo largo de su historia, soporta esta situación con una impasibilidad poco menos que incomprensible para un ciudadano de Europa occidental. Después de la permanente recesión de la economía durante la turbulenta década de 1990, se ha registrado un alto y constante crecimiento económico, un leve retroceso del desempleo y del índice de inflación, un constante superávit en comercio exterior y -sobre todo gracias a las exportaciones de petróleo y gas natural- un lógico incremento de las reservas de divisas. Todo esto se ha producido a partir del momento en el que Vladimir Putin ocupó la presidencia, de modo que el país puede darse plenamente por satisfecho con la evolución de las cifras de su economía durante los últimos cinco años.

Aun así, siguen pendientes grandes transformaciones. Es cierto que va se han aprobado importantes reformas parciales, pero en la práctica muchas de ellas sólo se aplican con reticencias y demoras, especialmente por parte de la burocracia estatal heredada de la época comunista. Ahora, como antes, faltan garantías legales. Rusia va a necesitar todavía muchos años para convertir en realidad social y económica su programa de reformas. En este punto, se diría que las generaciones de cierta edad prefieren mantenerse a la expectativa, mientras que la buena disposición y el deseo de contribuir al cambio y la modernización del país deben buscarse más bien entre la generación joven.

La constancia de los esfuerzos reformadores y la estabilidad de la dirección política tendrán una gran importancia en la transformación de la economía y la sociedad. Si tenemos en cuenta el trasfondo de la historia rusa, vemos que un gobierno autoritario es algo poco menos que natural. Una democracia con partidos, de acuerdo con el modelo europeo, difícilmente se consolidará dentro de un período de tiempo previsible. Lo más adecuado parece ser una democracia con un presidente elegido y a la vez dotado de amplios poderes. Eso quiere decir que en el futuro también deberán tenerse en cuenta las facultades y cualidades de la persona.
(p. 126)


ÁFRICA

En África son raros los líderes políticos capaces de gobernar gracias a una autoridad natural, no gracias al poder militar. Esto reza en primer lugar para los líderes cuya acción se proyecta más allá de las fronteras de su país. Políticos como fueron, hace ya décadas, Nasser y Sadat o, hacia finales del siglo pasado, Nelson Mandela o, por nombrar a un político actualmente en activo, el nigeriano Obasanjo, aunque se vea especialmente coartado por las incoherentes estructuras de su país. Pero dadas las frecuentes crisis, conflictos armados y falta de tradiciones políticas y estatales, abundan las instituciones y los gobiernos inoperantes, así como la corrupción. África padece una grave carencia de infraestructuras, estructuras escolares y centros de formación, mientras que su asistencia sanitaria se halla en una situación catastrófica. Y a pesar de toda la ayuda al desarrollo facilitada por los países industrializados, el Banco Mundial y numerosas organizaciones privadas, no se vislumbra un cambio de orientación.

Por el contrario, la situación de la salud pública ha vuelto a empeorar claramente en la última década. En el año 2000 vivían en el África subsahariana 36 millones de seres humanos que padecían sida, lo que equivale casi a tres cuartas partes de los enfermos de sida en todo el mundo. Cada año mueren tres millones a causa del sida y cada día contraen la enfermedad 16.000 personas. Por este motivo cabe pensar que en África se va a producir una auténtica catástrofe demográfica. El elevado índice de natalidad, de una parte, y el sida, de otra, podrían traer como consecuencia, en el curso de dos décadas, que la expectativa de vida, cifrada hoy en 59 años, bajara a 45. Si el sida es ya un factor negativo, en el curso de pocos años todos los factores positivos que África aporta al desarrollo global -incluidos el petróleo y el conjunto de las materias primas- pueden perder una parte considerable de su importancia.

En líneas generales podemos partir de la base de que, en las próximas décadas, de África no van salir peligros graves para el desarrollo político del mundo. Éste se verá amenazado más bien por peligros ocultos: la presión migratoria transcontinental y las epidemias.
(p. 134)



LATINOAMÉRICA


En Latinoamérica, la situación económica es considerablemente mejor que en África, aunque hay una serie de excepciones regionales y, como en este continente, existen enormes diferencias entre las diversas capas sociales: muchos pobres, pocos aceptablemente instalados y poquísimos ricos. La unidad de lengua y religión, junto con la legitimidad histórica de los Estados latinoamericanos, contribuye a que en líneas generales reine la paz entre los diferentes países. En cambio, la paz en el interior de algunos de estos 33 países es más bien precaria. Como en ellos la confianza en el ejército es mayor que la que se tiene en las instituciones democráticas y el gobierno, es posible que en el futuro se den, una y otra vez, dictaduras militares.

Desde hace ya tiempo, México aspira clara y unilateralmente a acercarse a Estados Unidos en el plano económico. La década que lleva en funcionamiento el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TI-CAN) ya tiene sus efectos. Más del 80 % de las exportaciones mexicanas se dirigen a Estados Unidos; añádase a esto turismo y emigración. Los vínculos económicos conducirán asimismo a una creciente vinculación de México con su vecino del norte en política exterior. Lo mismo es válido, aunque en medida mucho menor, para los dieciséis pequeños Estados de América central y el Caribe.

Por el contrarío, en Brasil, el más extenso de los países latinoamericanos, se registra una tendencia a marcar distancias con respecto a Estados Unidos y a defender la integración y la identidad del hemisferio sur. Los países unidos y asociados en el Mercosur, Mercado Común del Sur, registran el más alto nivel de desarrollo y los más altos ingresos per capita de la región, en la que destacan Brasil, Argentina y Chile. Como en Latinoamérica se producen a menudo crisis financieras y monetarias como consecuencia obligada de los excesivos défícits presupuestarios, crisis que el Fondo Monetario Internacional, siempre bajo una fuerte influencia norteamericana, debe solucionar, y como los bancos privados norteamericanos tienen grandes intereses en Latinoamérica, podemos pensar que a Estados Unidos no le resultará especialmente difícil mantener su gran influencia en el proceso de desarrollo de la región. En cuanto a los medios necesarios para ello, los hombres de Washington nunca se han mostrado especialmente escrupulosos.

Dentro de este esquema general, la excepción nos viene dada por tres países, cada uno de ellos con sus razones específicas. El primero es Cuba, regida por una dictadura comunista. Es sabido que Washington renunció hace ya tiempo al empleo de la fuerza. Ahora se limita a esperar el fin de Fidel Castro y, además, mantiene la base militar de Guantánamo como punto de apoyo. Nadie puede asegurar que, llegado el momento, la transición hacia un sistema de gobierno liberal vaya a producirse sin complicaciones y sin la injerencia estadounidense en el país caribeño.

Colombia constituye un caso especial por razones de índole muy diferente. Para el mundo, este país es el principal proveedor de cocaína, pues cubre las tres cuartas partes de la demanda global. Sólo se le puede comparar Afganistán, que hoy es el primer productor de opio y heroína. Como Colombia, con sus más de cuarenta millones de habitantes, está pésimamente gobernada y desde hace cuatro décadas sufre el azote de la guerrilla y las bandas criminales, que cada año cuesta la vida a unas 30.000 personas, persiste una situación caótica merced a la cual ha prosperado y proliferado una economía de la droga, :a pesar de su fuerte presencia militar, hasta estos momentos Estados Unidos se ha mostrado reticente a la hora de actuar, mientras que los países europeos mantienen una actitud de cautela. Aunque Perú y Bolivia, países andinos, también producen grandes cantidades de coca (se calcula que entre los tres dedican unas 200.000 hectáreas a su cultivo), de esta región geográfica emana un peligro especialmente para Norteamérica y Europa, debido al creciente consumo de drogas.

El tercer caso sui generis es Venezuela. Actualmente su situación interior es caótica, pues la autoridad estatal ha sufrido durante bastante tiempo m proceso de desintegración. el país es un importante exportador de petróleo, ya que sus reservas de crudo son mayores que las de Rusia y sólo se ven superadas por las de los países árabes. De hecho, Venezuela ocupa el quinto lugar mundial entre los países exportadores de petróleo y aporta aproximadamente una sexta parte de las importaciones de crudo realizadas por Estados Unidos. La producción venezolana de petróleo tiene una fuerte influencia en el precio del crudo en el mercado mundial. Como quiera que la economía del país se basa, casi en un cincuenta por ciento, en los ingresos que le proporciona el petróleo, la paralización temporal de la actividad extractora tuvo como consecuencia obligada una crisis económica en este país, ya castigado por altos índices de paro e inflación. En la confusa situación interna de Venezuela no se vislumbra una mejora a corto plazo, y tampoco deben descartarse las repercusiones internacionales.
(p. 135-136)















UNIÓN EUROPEA


La Unión Europea es en verdad sorprendente, habida cuenta de que el ingreso de cada país responde a su propia decisión. Hasta ahora nunca se había dado el caso en la historia universal de que varias naciones renunciaran libremente a n parte de su soberanía nacional.

Evidentemente, la integración de la mayoría de los países europeos no habría sido posible sin una base cultural común. (...) Existe una cultura común en jurisprudencia, derechos fundamentales de la persona y administración de justicia. El Estado de derecho y la democracia se asienta en una cultura política común, pero también la libertad de comercio, la propiedad privada, la orientación a través de los mercados y la seguridad a través del Estado social tiene su fundamento en una cultura económica común. Y todos estos elementos comunes son recogidos y ensalzados por la literatura, el arte, la arquitectura y la música del continente. Desde Grecia hasta Finlandia, desde España hasta Polonia encontramos este fundamento cultural de desarrollo común.

A decir verdad, hay algunas excepciones. La más importante es la de los rusos, que han hecho importantes y en general muy valiosas aportaciones a la literatura y la música europeas, pero en los demás aspectos del desarrollo han tenido una participación más bien reducida. Poca participación han tenido también los ucranianos, varios pueblos de la península de los Balcanes y casi todos los que pueblan las zonas septentrional y meridional del Cáucaso, sin hablar ya del pueblo turco. Semejante constatación no significa en modo alguno faltar al respeto a los pueblos mencionados y sus culturas, que han tenido un desarrollo propio en el curso de la historia. Los políticos europeos que defienden la integración de Europa y una Unión Europea eficaz deben ser conscientes de esas diferencias cuando se aborde una futura ampliación con la incorporación de nuevos miembros.
(p. 141-142)

A principios del siglo XXI, la Unión Europea se encuentra sumida en una profunda crisis, crisis que afecta no sólo a sus instituciones y su capacidad de acción en política internacional, sino también y simultáneamente a sus estructuras económicas y sociales. En la mayoría de los veinticinco países que la integran actualmente impera un desempleo estructural inusitadamente alto, provocado esencialmente por la excesiva reglamentación y burocratización estatales, así como por una política salarial populista y -en parte--- unas prestaciones sociales extremadamente amplias. Las notables excepciones de Holanda y Dinamarca confirman la regla. En todos los países miembros se registra un envejecimiento excesivo y, a la vez, una reducción numérica de la sociedad. Las consecuencias que han de aparecer con toda seguridad sólo acceden lentamente a la conciencia pública, y de momento ningún gobierno ha tomado medidas serias con respecto a ellas. La mayoría de los gobernantes -y también la mayoría de los miembros de la Comisión en Bruselas- interpretan los problemas comunes del desempleo y la financiación de las competencias estatales, en especial del Estado del bienestar, como un fenómeno cíclico y coyuntural. “Todos confían en que se produzca un mayor crecimiento económico en forma de un auge coyuntural, pero debemos pensar que, aun en el caso de que realmente se produzca, apenas aportará cambios a las estructuras. Los gobiernos y los parlamentos abordan las reformas estructurales con reticencia, pues son impopulares y por lo tanto cuestan votos. La Comisión de Bruselas tiene muy poca influencia en la modernización de las estructuras sociales y económicas de los países miembros, habida cuenta de que sus iniciativas generalmente afectan únicamente a aspectos secundarios de la reglamentación.

Con los diez ingresos en la Unión Europea en el año 2004, en especial los de Polonia, Hungría y la República Checa, aumentó en un 20 % su número total de habitantes, pero el PIB conjunto sólo lo ha hecho en un 5 %. Los diez nuevos países miembros producen como media por habitante la mitad de los quince miembros antiguos. Naturalmente, los países incorporados ahora confían en tener mejores oportunidades económicas gracias a la participación en el mercado común, y sobre todo esperan recibir ayuda financiera. Pero las esperanzas tardarán en cumplirse y las expectativas sólo se convertirán en realidad parcialmente. Las ayudas financieras como las concedidas a Irlanda a partir de 1973, a Grecia a partir de 1981 y a España y Portugal a partir de 1986 han sido excluidas de facto, porque exigieron considerables penalizaciones financieras o un aumento de la presión fiscal. Así pues, no hay que descartar las decepciones. No obstante, los países incorporados últimamente obtendrán considerables ventajas económicas en el curso de las próximas décadas, gracias a su participación en el mercado común y a la libertad de contratación para trabajadores y empresarios. Como casi todos estos países tienen ahora un PIB y un nivel de vida relativamente bajos, es probable que su crecimiento económico sea, por término medio, superior al de los miembros más antiguos de la Unión Europea.

Quien conozca la crítica situación en la que se encuentra actualmente la Unión Europea convendrá conmigo en que ésta tendrá que tomarse un reposo más bien largo antes de acometer nuevas incorporaciones. Ante todo tiene que superar los déficit institucionales, económicos y políticos existentes, pues a estas alturas ya no es impensable un fracaso de la Unión Europea y tampoco la posibilidad de que ésta quede reducida a una mera zona de libre comercio. Un ingreso precipitado de los países balcánicos o de Turquía, claramente más pobres, pondría en grave peligro la capacidad financiera de la Unión Europea y su cohesión. En el caso de Turquía se han de tener en cuenta, aparte de las condiciones mencionadas, no sólo las notables diferencias culturales del país con respecto a Europa, sino también el parentesco cultural de los turcos con los musulmanes de Asía y el norte de África. A ello hay que sumar el hecho de que, si es admitida, Turquía sería el único país miembro con una población en proceso de crecimiento. Hoy tiene casi setenta millones de habitantes, y a finales del siglo XXI es probable que supere los cien millones. Esto significa que, en el transcurso de unas décadas, Turquía puede pasar a ser el primer país de la Unión Europea en número de habitantes.
(p. 146-148)

Posteriormente, la ampliación de la Unión Europea llevada a cabo en el año 2004 con la incorporación de diez nuevos miembros y aproximadamente 75 millones de personas cambió considerablemente la situación de Europa. Se ha reducido en buena medida el margen de maniobra de la política financiera en favor de los nuevos miembros, máxime cuando el crecimiento económico de la Unión Europea es mucho más pequeño que el de China, India y Estados Unidos. Además, tras la reunificación de Alemania, la economía de este país tiene un gravamen considerablemente superior al de Francia, Inglaterra e Italia, pues cada año tiene que destinar en torno al tres por ciento del PIB a mejorar los ingresos de los habitantes de la antigua RDA (pensiones, ayudas al desempleo, etc. ), política que sin duda favorece en cierta medida el consumo pero no un auténtico crecimiento de esa parte del país. El desarrollo económico de Alemania, ahora más lento por ese motivo, incide negativamente en las economías de los otros países de Europa, unidos a ella por el mercado y la moneda comunes.

El trascendental debate en torno a la guerra de Irak y la superación de sus consecuencias, absolutamente imprevisibles, así como la cuestión, aún no resuelta, de la Constitución europea hacen que el futuro de la Unión Europea sea hoy más confuso que en cualquiera de las décadas anteriores.

He aquí algunas de las posibles situaciones que podemos imaginar en el curso del desarrollo futuro:

1. El peor de los casos sería la perpetuación de la situación actual y, como consecuencia de ello, la decadencia paulatina de la Unión Europea y su conversión en una zona de libre comercio con unas cuantas instituciones adicionales. Pero el mercado común y la moneda común podrían funcionar incluso en esas condiciones, pues ninguno de los países miembros podría asumir los gravísimos daños que sufriría inevitablemente en el caso de abandonar dichas instituciones. Incluso Inglaterra, que no ha adoptado la moneda común, sólo podría abandonar el mercado común en circunstancia excepcionales. El euro sería de cualquier forma la segunda moneda más importante de la economía mundial. En tal caso, Europa se convertiría en un mercado común de capitales de los países participantes y por ese conducto se llegaría a una fuerte integración económica de los países beneficiarios del euro. En consecuencia, es probablemente que hubiera más países miembros de la Unión Europea que quisieran adoptar el euro. No obstante, sería impensable una política exterior y de seguridad común. Más bien habría que pensar que Estados Unidos dirigiría en gran parte y durante bastante tiempo la política exterior y la defensa de los países europeos.

2. Un poco más favorable podría ser la situación europea si, en el caso de que no entre en vigor una Constitución europea o un acuerdo básico, se solucionan al menos algunos de los problemas más acuciantes por acuerdo general. Así por ejemplo, en el futuro podría adoptarse en determinados ámbitos el procedimiento de la recomendación por mayoría cualificada, no como hasta ahora, por unanimidad. Además, sería de desear que se pactara la distribución de los votos entre los países miembros, la limitación de las tareas y las competencias de la comisión, así como la obligación de que el Parlamento Europeo ratifique todas las leyes futuras (v normas afines) de la Unión. Ciertamente, en ese caso no habría una línea común en política exterior y de seguridad, y probablemente tampoco una actitud común ante los problemas de la emigración, la política energética y los daños causados al clima de la tierra, pero aun así podría pensarse en la construcción de un mercado común y en una reglamentación común de los mercados financieros, los bancos y las entidades financieras.

3. Naturalmente, la Constitución de la Unión Europea o un acuerdo básico sería claramente preferible a las alternativas antes esbozadas. Si uno o más países se negaran a ratificar la Constitución (por ejemplo, como resultado de un referéndum), posiblemente se produciría una situación parecida a la actual, caracterizada por una paralización general. Esto podría conducir a la salida de algunos miembros, incluso a la ruptura de la Unión Europea. Pero en el caso de que llegara a implantarse la Constitución, probablemente quedaría asegurada durante algunas décadas la operatividad de la Unión Europea. A decir verdad, esa operatividad sólo se aplicaría a problemas de política internacional y mundial en casos excepcionales. Es posible que aún tengan que pasar décadas para que se pueda alcanzar una política exterior y de seguridad común, pues no podemos pensar que Francia e Inglaterra vayan a renunciar a la soberanía nacional sobre sus armas nucleares o a su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (y la petición, inspirada en el prestigio nacional, de que Alemania tenga un-asiento permanente en el Consejo de Seguridad apunta en la misma dirección), Tampoco podemos pensar que todos los países europeos vayan a renunciar a sus ministerios de Asuntos Exteriores y a sus representaciones diplomáticas en todo el mundo. No obstante, una Constitución aceptada por todos sería con mucha diferencia la mejor premisa para que la Unión Europea pudiera defender eficazmente los intereses de Europa, al menos en el campo de la economía, y afirmar su presencia en otros ámbitos.

Independientemente de cuál de las mencionadas variantes de la Unión Europea se imponga en la realidad, es presumible que en la práctica diaria se desarrolle un núcleo interno. En el figuraran con toda seguridad Francia y Alemania y, probablemente, también los demás países fundadores, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Cabe pensar en un primer momento que esto se producirá sin una forma concreta pero de conformidad con los acuerdos en vigor (o con la Constitución). Las normas ahora vigentes prevén expresamente la posibilidad de tina colaboración mas estrecha entre los diferentes países miembros. Esta posibilidad se ha traducido, por ejemplo, en la moneda común, un logro de suma importancia del que no forman parte en el momento presente trece países miembros (tres miembros antiguos y los diez miembros nuevos). Otro tanto puede decirse del Acuerdo de Schengen, que redujo considerablemente 1os controles fronterizos para las personas. También los estrechos estrechos contactos personales entre el presidente francés y el canciller federal alemán estuvieron presididos por la idea integradora propia de la Unión Europea. Podemos pensar que Alemania y Francia -y otros países de la Unión Europea- pueden llegar a unir de facto sus votos en el Fondo Monetario Internacional, en el Banco Mundial e incluso en la Asamblea General de Naciones Unidas para defender y votar conjuntamente posiciones elaboradas también conjuntamente.
(p. 150-152)

Con bastante probabilidad, la Unión Europea será una potencia económica mundial gracias su mercado común y al euro, aun en el caso de que Inglaterra la abandone. En el plazo de unos treinta años, la Unión Europea, Estados Unidos y China formarán un triángulo económico, incluidas sus tres monedas, sin que Washington pueda impedirlo. Pero en el plano político y militar, la Unión Europea no será en modo alguno una potencia mundial. Estados Unidos no necesita oponerse al poder militar de la Unión Europea, pues como ésta no tiene un problema apreciable de autodefensa, la demanda europea de un sistema propio es relativamente pequeña. Al menos durante varias décadas, Europa será claramente inferior a Estados Unidos en poder militar. A causa del envejecimiento, actualmente rápido, de las sociedades europeas, cabe esperar un aumente de las diferencias entre los dos continentes en lo que a vitalidad se refiere. Resumiendo: la idea de una rivalidad entre Europa y Estados Unidos por el poder político es disparatada.

Es posible pero en modo alguno seguro que, en el curso de la primera mitad del siglo XXI, una gran mayoría de los países europeos consiga una unión capaz de mantener relaciones con el exterior. Tal situación era más probable en 1992 que en la actualidad, pero aun así yo asignaría al proyecto un cincuenta por ciento de probabilidades de éxito.
(p. 154)

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