Arabia Saudí: El reino del desierto

Siguiendo con mi deseo de tener una visión más exacta sobre el mundo islámico, he leído recientemente este libro dedicado a uno de los países que más despertaba mi curiosidad: Arabia Saudí.

Hasta que lo leí me parecía un país lejano, anticuado en sus ideas (la palabra exacta sería “fanático”), rico y vagamente amenazante. Después de leerlo he cambiado alguna de mis impresiones sobre él, pero también he confirmado muchos de mis temores. En cierto sentido, podría decir que me quedé corto en algunos aspectos, si bien también ignoraba otros que se han de tener muy en cuenta. Tal vez el rasgo más positivo del libro, además de la información abundante y fiable, es el de traer ante nuestros ojos al común de los saudíes, personas normales con sus problemas y sus perspectivas, que vistas más de cerca, es decir, de una forma más humana, resultan más próximos y menos extraños. Pienso que es un libro prudente, bien documentado y bien escrito, que proporciona una clara visión general.

Antes de leerlo no sabía nada de la autora, Ángeles Espinosa, una periodista que sabe escribir bien, cosa que debería ser normal tratándose de una periodista pero que en la práctica no es tan frecuente. En la actualidad es la corresponsal del diario El País en Teherán, y está considerada una experta en el mundo islámico, donde reside habitualmente. Es autora igualmente de una obra sobre la guerra de Irak, escrita en colaboración con otros periodistas y basada en su propia experiencia como periodista durante el conflicto.

Una de las cosas que más llama la atención de este país es el contraste entre su ultra-conservadora sociedad y los grandes cambios en los que se ha visto inmerso contra su voluntad; todo con el petroleo y su precio como telón de fondo. Esto último, que ha sido el motor del cambio y su bendición desde el punto de vista económico, ha sido también su maldición, causando un gran daño al desarrollo interno basado en el propio crecimiento, que ha sido en buena parte substituido por la compra de ese desarrollo, además de generar la dependencia del comercio del crudo. La autora lo explica así:

“Aunque las cifras no reflejan sentimientos, pueden ayudar a comprender la magnitud del cambio experimentado por una población que a principios del siglo XX era aún básicamente nómada, analfabeta y carente de identidad como nación, y hoy es urbana (80 por ciento), está plenamente escolarizada (98 por ciento, tanto de niños como niñas) y, sin llegar a ser nacionalista, defiende sus señas de identidad frente a un mundo que, a ojos de muchos saudíes, no entiende ni su idiosincrasia ni sus problemas.

En 1971, en vísperas del boom del petróleo, Arabia Saudí tenía seis millones de habitantes y, con el barril de crudo a 1'65 dólares, disponía de una rentar per cápita de mil dólares. Diez años después, su población superaba los diez millones y su renta rondaba los veintiocho mil dólares. Entre tanto, se construyeron treinta hospitales, 30.000 kilómetros de carreteras asfaltadas, 74 aeropuertos, dos grandes puertos, siete desalinizadoras y un centenar de pantanos. El milagro era fruto de los 34,23 dólares a que se pagaba el barril de oro negro en los mercados internacionales. Fue esa riqueza inesperada, como llovida del cielo, la que permitió transformar el paisaje físico y humano del Reino del Desierto, pero también la que ha sacudido los pilares de una sociedad que apenas ha tenido tiempo para asimilar los cambios.

“Ningún país es tan rico y tan pobre al mismo tiempo”, me dijo un hombre de negocios con el que coincidí en el avión mientras viajaba a Riad en otoño de 2003. Se refería al hecho de que siendo el principal exportador de petróleo, Arabia Saudí tenía una renta per cápita similar a Polonia (que le dobla en población y carece de hidrocarburos) y un tercio de la que había alcanzado en 1981, año a partir del cual empezaron a declinar los ingresos petroleros. Su renta se había reducido a 9.485 dólares, tanto por la disminución de ganancias como por el aumento exponencial de la población.

De los 227.000 millones de dólares que le reportó la exportación de crudo en 1981, se pasó a los escasos 35.000 millones de 1998, cuando el barril alcanzó un mínimo de 12,20 dólares, Y dado que la población se había duplicado en el espacio de veinte años, los ingresos que proporcionaba el petróleo habían pasado -teniendo en cuenta la inflación- de 24.000 a 2.600 dólares por habitante. Lo más grave fue que no se aprovecharon los años de vacas gordas para consolidar los fundamentos de una economía sólida y una administración moderna por la que el Estado había apostado desde su fundación en 1932. Se trata de una situación que los economistas llaman la “paradoja de la abundancia”. El autor francés Pascal Ménoret va incluso más lejos y asegura que “el boom de 1973 hizo que Arabia Saudí saliera de la vía del desarrollo par condenarla a comprar el crecimiento”. En su opinión, el súbito enriquecimiento frenó la modernización iniciada con la creación del país y, en la medida que se benefició sobre todo a la nueva burguesía en el Nachd, trajo consigo una regresión social. Ménoret defiende que fue entonces cuando apareció la pobreza “no en términos absolutos, sino en contraste con el formidable crecimiento de la actividad subvencionada” de esos nuevos ricos.(p. 29-31)

Ese año (1979) se produjeron dos importantes sucesos, uno externo y otro interno, que hicieron saltar las alarmas en la cúpula del poder. En febrero, triunfó la Revolución Islámica en Irán. En noviembre, se produjo el “levantamiento de la Meca”. Si el primero despertó el fantasma del golpe de Estado contra el régimen, el segundo cuestionó explícitamente su legitimidad. (...) Los ulemas, cuya influencia había disminuido considerablemente durante las primeras décadas de la era del petróleo, vieron en aquella rebelión la oportunidad para recuperar su ascendiente. Las autoridades aumentaron su desvelo por la observación formal del comportamiento y las normas islámicas. No en vano, los sublevados les habían acusado de hipocresía, de defender la religión sólo de boquilla y de practicar en realidad la opresión, la corrupción y el soborno. Las primeras medidas fueron muy visibles: cierre de las peluquerías y clubes femeninos, retirada de las presentadoras de televisión y fin de las becas de estudios en el extranjero para las mujeres. Luego se adoptaron otras fórmulas menos obvias, pero igualmente significativas, como la prohibición de importar muñecas, o el cierre de las playas mixtas. Los miembros del Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención sintieron el respaldo suficiente como para lanzarse a impedir que los extranjeros celebraran la Navidad, romper los escaparates de las tiendas de fotografía o molestar a las mujeres que no se cubrían con la abaya. Se cerró la puerta a cualquier apertura social, por muy tímida que fuera.
” (p. 48)

El relato que hace la autora del proceso vivido en Arabia Saudí trae inmediatamente al recuerdo la famosa tesis del choque de civilizaciones que popularizó Huntington. Según ella, la penetración de las ideas occidentales ha ocasionado que los saudíes se aferren incluso más que antes a su religión como una forma de conservar sus raíces y su sentido de pertenencia a un grupo. (p. 49). A pesar de ello, su impresión es que “nociones como democracia, libertad o derechos humanos van siendo paulatinamente abrazados por un número creciente de saudíes, aunque su entusiasmo dista aún de ir parejo con el que muestran hacia los últimos avances tecnológicos.” (p. 50)

Uno de los rasgos más hondamente desagradables de esta sociedad, junto al trato que se dispensa al innumerable colectivo de trabajadores extranjeros encargados de hacer las tareas más ingratas (y que no hay que confundir con los técnicos occidentales desplazados al reino, conocidos habitualmente como “expats” o “expatriados”) es la presencia abundante de la policía religiosa encargada de velar por el cumplimiento público de los preceptos morales islámicos, entendidos desde la óptica “wahabista” (la ultra-conservadora visión del Islam sostenida por la monarquía saudí). Llamados oficialmente “Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio” (aunque todo se refieren a él como “el Comité”), los “mutawain” (que es el nombre por el que se conoce a sus miembros, no siendo infrecuente que los jóvenes les llamen simplemente “los barbudos”) vigilan e infunden temor a la sociedad saudí, si bien actúan de una forma que pudiéramos llamar selectiva, acentuando su acción sobre las mujeres, los jóvenes y aquellos elementos de la sociedad no tan protegidos por el dinero y las influencias. Frases como “¡Cubre tu cara, mujer! ¡Teme a Dios! ¡La abaya debe llevarse sobre la cabeza, no sobre los hombros!” (p. 55) son algunos de los avisos frecuentes en sus vigilancias, acompañados hasta hace poco del uso a discreción de un palo. La autora dice de ellos:

“Entre las responsabilidades del Comité se encuentra la vigilancia comercial, para asegurarse de que los negocios cierran a la hora de la oración, evitar la mezcla de sexos y verificar que las mujeres se cubren adecuadamente en público. Pero a lo largo de los años, sus 4.500 agentes han acumulado tal poder que sus incursiones en restaurantes y centros comerciales apenas constituyen la punta del iceberg.

A sus discutibles objetivos se añaden unos métodos que violan no ya las mínimas normas de cortesía, sino los escasos derechos individuales de que gozan los saudíes. Para ellos, una mujer mal velada es una prostituta y la mezcla de personas de distinto sexo, el preludio de una orgía. Con tales argumentos humillan a las mujeres que muestran su rostro, detienen a hombres y mujeres que están juntos sin tener relación de parentesco, o comprueban los mensajes de los móviles de los adolescentes en busca de pruebas de ligoteo.

Nada ha alcanzado la gravedad de su comportamiento en el incendio que se produjo el 11 de marzo de 2002 en un colegio de La Meca. Quince niñas murieron abrasadas por culpa de los agentes del Comité. Según testigos citados en la prensa local, los mutawain impidieron que las alumnas salieran del edificio en llamas porque no llevaban los preceptivos pañuelos y se negaron a que los bomberos (todos hombres) entraran en el recinto con el pretexto de que “se mezclarían” con el sexo opuesto.
” (p. 93-94)

En el libro se relatan cambios recientes en lo concerniente a esta policía religiosa, que tal vez desaparezca o cambie sustancialmente en un futuro no tan lejano.

En cuanto a la situación de la mujer, es difícil decidir por dónde habría que comenzar para describir una situación que resulta insólita a los ojos de un occidental. Tal vez bastara con decir que en Arabia Saudí las mujeres no pueden ni siquiera conducir un coche (si bien, como una más de las contradicciones de esta sociedad, las beduinas del desierto conducen desde hace años, ignorando soberanamente la ley, y por supuesto sin carné de conducir, mientras las autoridades miran hacia otro lado incapaces de evitarlo). Pero con seguridad la prohibición de conducir no es, a nuestros ojos, el peor rasgo de la situación de la mujer en la sociedad saudí: la estricta separación de sexos en lugares públicos y las grandes restricciones en sus capacidades legales (tanto en materia laboral como legal) así como en su libertad muestran un panorama difícil de encontrar en ningún otro lugar del mundo, incluyendo otras naciones de mayoría musulmana. Amnistía Internacional ha abordado de forma monográfica este problema en un informe titulado “Arabia Saudí: las mujeres, víctimas de graves abusos contra los derechos humanos”, que puede consultarse en su página web. Leemos en el libro:

“Esas costumbres y tradiciones son la base de la separación de sexos en público y de que las mujeres tengan prohibido no ya conducir sino siquiera salir solas a la calle. En puridad, se requiere que vayan acompañadas de su mehram, guardián o custodio legal, que, además del marido, puede ser el padre, un hermano o incluso un hijo menor: cualquier varón con quien el grado de parentesco haga imposible el matrimonio. A partir de ahí, se hace innecesario prohibir más. Toda actividad social, económica e incluso existencial queda fuera de su alcance. ¿Cómo ir al trabajo, reunirse con amigas o hacer la compra sin el beneplácito masculino?” (p. 64)

“En Arabia Saudí está prohibido que las mujeres conduzcan, que entren en algunos comercios (por ejemplo, en las tiendas de música), se alojen en hoteles (salvo en compañías de sus padres o maridos) o acudan a restaurantes (salvo en compañía de sus padres o maridos, y esto, a su vez, sólo en las llamadas salas de familia, una sección apartada de la vista del público).”
(p. 61)

No obstante, hay otros datos que sin duda matizan lo anterior. Por ejemplo, los relativos a la escolarización:

“Hoy las estadísticas muestran que la tasa de escolarización de las niñas saudíes en la educación primaria (48 por ciento de los alumnos) es similar a la de otros país árabes (48'2 por ciento en Líbano, por ejemplo). Aunque no se les permite estudiar Ingeniería o Derecho, ni tiene tampoco acceso a la prestigiosa Universidad Rey Fahd de Petróleo y Minas, las autoridades señalan ufanas que hay más universitarias que universitarios en sus centros de enseñanza superior. Ello se debe en gran medida a que muchos varones salen a estudiar fuera del país, pero no eclipsa el hecho de que las mujeres constituían el 55 por ciento de los titulados saudíes ya en 1995.” (p.60)

O el claro retroceso la práctica de los matrimonios forzados (Arabia Saudí es uno de los países del mundo con más alta tasa de divorcios):

“Es cierto que la máxima autoridad religiosa saudí, el jeque Abdelaziz al Sheij, denunció con claridad los matrimonios forzosos o de conveniencia. Pero esto sólo ocurrió en abril de 2005. “Obligar a una mujer a casarse con alguien al que no quiere o impedir que se case con quien elija es desobedecer a Dios y a su Profeta”, declaró el jeque Abdelaziz, cabeza visible del Consejo de Grandes ulemas. Incluso fue más allá al pedir el castigo de los padres que persistan en esa actitud. “Deberían ir a la cárcel hasta que cambien su forma de pensar”, aseguró. Muchos saudíes atribuyen a esa costumbre el hecho de que casi la mitad de los matrimonios acabe en divorcio.” (p. 68)

La autora recalca en varias ocasiones que la obligatoriedad de cubrirse completamente con un velo en cualquier lugar público no parece constituir ningún problema para la gran mayoría de mujeres saudíes, que critican que en Occidente se preste atención a este hecho para ellas de mucho menos interés que otras cuestiones que sí les preocupan, como por ejemplo la absoluta dependencia de los varones o el trato discriminatorio que sufren en diversos temas, por ejemplo en los divorcios:

“La sharía resulta claramente discriminatoria contra las mujeres: establece que hereden la mitad que sus hermanos, permite la poligamia y deja el divorcio en manos de los hombres. Mientra éstos quedan libres del matrimonio con sólo renegar de él tres veces ante testigos, la vía para las mujeres (jula) exige recurrir a un tribunal y pagar una compensación al marido, equivalente a la dote que él abonó en el momento del matrimonio. Por el contrario, los maridos no tienen ninguna obligación legal de entregar una pensión a sus mujeres. De ahí la importancia de la dote como garantía de futuro y el problema que plantean las cantidades cada vez más elevadas que exigen las familias de las novias.” (p. 69-70)

“Tal vez por ello, una tercera parte de las saudíes casadas mantienen sus activos a escondidas de sus maridos. La justificación que dan es que muchos de ellos se apropian de su dinero. Sólo un ejemplo: en septiembre de 2004, en los tribunales había 425 casos de mujeres que intentaban recuperar sus tierras porque padres, maridos o hermanos habían abusado de los poderes que les habían concedido para venderlas. El valor global de esos bienes ascendía a cuarenta millones de riales, casi nueve millones de euros. En otras ocasiones, las mujeres se ven obligadas por presión social o por tradición, a entregarles sus valores incluidas las propiedades familiares.” (p. 78)

Cambiar este estado de cosas resulta dificilísimo porque las autoridades y el conjunto de la sociedad saudí (una gran mayoría de mujeres incluidas) se refugian tras los valores religiosos y la sharía para evitar la evolución. La propia autora pone de relieve que en el fondo son las mujeres las que, en el seno del hogar, transmiten y fomentan estos valores (p. 86). La colisión de la sharía con los derechos humanos reconocidos internacionalmente es manifiesta, y lleva en ocasiones a situaciones surrealistas, que recuerdan la actuación hipócrita de otros estados, que firman convenciones internacionales con el único objeto de no ser criticados, mientras están absolutamente decididos a no aplicar su contenido. Así lo expresa la autora, refiriéndose al ámbito de los derechos de la mujer:

“No soy abogada ni doctora en ley islámica, pero no es necesario serlo para comprender que el conflicto de la sharía con esos valores se desprende de las declaraciones de las propias autoridades saudíes. Unos días antes de que el reino ratificara la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de discriminación contra las Mujeres el 7 de septiembre de 2000, su gobierno dejó claro que no cumpliría “ninguna cláusula del acuerdo que contradijera la sharía”.

Este tipo de precisiones confirma que existe una incompatibilidad manifiesta entre los derechos reconocidos internacionalmente y el sistema jurídico saudí que, salvo para el derecho administrativo y comercial, deriva del Corán y de la Sunna.

Y tal sospecha se ratifica cuando se trata de llevar a la práctica lo que se firma en los foros internacionales: tras aprobar la mencionada Convención, muy publicitada por las autoridades, no se tomó ninguna iniciativa concreta para promover y avanzar en los derechos de las mujeres saudíes. “Está fuera de lugar discutir los derechos de las mujeres, porque tal debate sería inútil y solo produciría un intercambio vacío de ideas”, señaló sin ningún apuro el príncipe Nayef unos meses más tarde. Desde entonces, ha habido pocos progresos: la posibilidad de acceder a un carné de identidad individual (con permiso de padres o maridos) y el acceso a algunas profesiones (como dependientas), con las habituales restricciones, son las únicas medidas que conceden cierta y limitada esperanza.”
(p. 148)

A pesar de todo, no faltan en el país mujeres precursoras en medio de una situación que el paso del tiempo va convirtiendo en insostenible. Sobre el papel nada impide que voten en las pseudo-elecciones que se llevan a cabo de tanto en tanto, pues la ley autoriza el voto a “todos los ciudadanos mayores de 21 años, a excepción de los militares”, aunque en la práctica no pueden ejercer ese derecho. Una vez más se les ha prometido poderlo hacer las elecciones municipales del año 2009 (p. 85). Queda por ver si se cumplirá la promesa, si bien la reciente experiencia en el vecino Kuwait muestra que su aplicación puede ser muy problemática. En cualquier caso, parece ser que la crisis económica y la necesidad social de incorporarlas al trabajo va transformando lentamente su situación:

“Las autoridades animan ahora oficialmente la incorporación de la mujer al trabajo, donde apenas representa un 10 por ciento de la fuerza laboral, aunque significativamente llega a un 15,5 por ciento en el grupo de entre 25 y 34 años. Pero sólo un tercio de ellas son saudíes.” ( p. 77)

Estas transformaciones se dejan sentir profundamente tanto en el ámbito de la familia como en el conjunto de la sociedad:

“Y con una media de seis hijos por mujer, las responsabilidades son muchas. Aunque la tasa de fecundidad se ha reducido a la mitad, pasando de 8'26 a 4'37 hijos, Arabia Saudí sigue manteniendo uno de los índices de crecimiento natural más altos del mundo, un 3'67 por ciento entre 1981 y 2001. En el mismo periodo, el producto nacional bruto sólo aumentó a un ritmo del 1'25 por ciento anual. Ese desfase está en la raíz de muchos problemas actuales del reino, como el desempleo y la pobreza, pero puede servir para acelerar un cambio de actitud hacia el papel de la mujer en la sociedad.” (p. 81)

La situación de la mujer en el seno de la sociedad saudí es solamente una parte de una problemática más amplia acerca del estado general de los derechos humanos en Arabia Saudí, y entre toda esa amplia problemática destaca con especial horror el tema de la pena de muerte. Arabia Saudí es uno de los países con mayor número de ejecuciones per cápita (dos a la semana), llevadas a cabo hasta hace poco en plena plaza pública, a la vista de todo aquel que quisiera mirar, y por el método de la decapitación con espada. De acuerdo con la legislación saudí, se castigan con la pena capital los delitos de asesinato, violación, robo armado, contrabando de drogas, sodomía y brujería. En ocasiones el reo ignora no tan sólo que ha sido condenado a muerte, sino incluso que una sentencia la ha declarado culpable: lo descubre cuando llega el momento de abandonar la celda camino de su muerte en público. La mayoría de los ejecutados son trabajadores extranjeros, que no sólo sufren con mayor rigor la aplicación de la ley sino que tienen más difícil (en parte por razones económicas, en parte sociales, en parte lingüísticas) usar otros mecanismos que sí están al alcance de los saudíes como la obtención del perdón de la familia de la víctima o el pago de una compensación económica para eludir el cumplimiento de la pena. En la reciente conmemoración del Día Internacional contra la Pena de Muerte (10 de octubre) los diarios de todo el mundo publicaron los datos más recientes acerca de su aplicación, y de ellos se desprende que Arabia Saudí, junto con China, Irán y Estados Unidos, continúa a la cabeza en la lista de países que aún practican ejecuciones (86 ejecutados en 2005, que se conozca)

La autora se negó a presenciar por sí misma ninguna de las ejecuciones públicas que se llevan a cabo en el país. En su lugar utiliza para explicárnoslas una descripción realizada por Anwar Faruqi (Associated Press) que yo también voy a transcribir:

“La policía corta el tráfico de la plaza y extiende un plástico azul de unos cinco por cinco metros sobre el asfalto. El condenado, al que se han suministrado tranquilizantes, llega en un coche policial vestido con su propia ropa. Le tapan los ojos y le ponen una capucha. Un agente le conduce hasta el centro del plástico y le obliga a arrodillarse. Va descalzo, con los pies encadenados y las manos sujetas a la espalda con esposas.

Un funcionario del Ministerio del Interior lee su nombre y el crimen por el que se le ha condenado ante una multitud de testigos. Un soldado entrega una espada larga y curva al verdugo. Éste se aproxima al prisionero por detrás y le pincha con ella en la espalda de forma que instintivamente levanta la cabeza. Normalmente, basta con un golpe de espada para cortar la cabeza, que sale disparada a casi un metro. El personal sanitario lleva la cabeza a un médico, que con la mano enguantada frena el chorro de sangre que sale del cuello. Luego, cose la cabeza al cuerpo, que se envuelve en la tela plástica y se retira con una ambulancia.”

A veces no resulta tan sencillo. Los verdugos no siempre son tan duchos. Según me relató un médico de origen palestino que había tenido que participar en alguna ocasión en ese ritual de muerte, cuando el espadazo no logra segar la cabeza, muchos de los reos llegan a la ambulancia aún con vida. Los doctores, voluntarios o designados, que en 1989 cobraban 5.000 riales (equivalentes a unos mil euros actuales) por servicio, se encargaban entonces de acelerar el fin con una inyección letal.
(p. 146)

Sobre el la situación general de los derechos humanos en el país, hace una descripción que impresiona:

"Si hay algo que nunca podré asumir o aceptar en Arabia Saudí es su sistema penal. Más allá de diferencias culturales, malos entendidos y errores, la crueldad de los castigos que sanciona el Estado escapan a la comprensión de cualquier ser humano con una pizca de piedad. Al menos, así es como se percibe desde una formación occidental contemporánea, en la que la presunción de inocencia y el respeto a la integridad física de los detenidos se consideran dos avances fundamentales para la sociedad.

Ninguno de estos dos derechos está garantizado a principios del siglo XXI en el país que se enorgullece de ser la cuna del islam, aunque cada vez más voces reclaman la reforma y las autoridades empiezan a dar tímidos pasos en ese sentido.

Pero, sin duda, lo más repugnante es que aún sigan imponiéndose castigos físicos como la flagelación o las amputaciones. Entre éstas destacan el corte de una mano para los ladrones reincidentes, el de un pie para los asaltantes de caminos y la “mutilación cruzada” (mano y pie) para aquellos que hayan causado problemas graves de seguridad.

No es mera teoría. Se lleva a cabo. Y hasta lo anuncia el Ministerio de Interior. Al egipcio Abdelrahman Ismael y al afgano Shir Mohamed Ali Ahmad se les amputaron sus respectivas manos derechas en La Meca en julio de 2004. Fueron dos de los siete condenados a la misma pena ese año, que se sepa. Todos ellos eran extranjeros. Dos meses antes, a un saudí, Auda al Zahrani, se le extrajeron dos dientes en cumplimiento de una sentencia judicial que lo consideró culpable de haber causado el mismo daño a otro ciudadano durante una pelea. La figura judicial de qisas (retribución) recuerda demasiado a la ley del talión, el “ojo por ojo, diente por diente” de la justicia bíblica. Poco consuela que alguna de las informaciones de la prensa local sugiera que los dientes fueron extraídos por un dentista.

Desde el año 2000 no he encontrado noticias de la terrorífica “mutilación cruzada”. En ese año se conocieron 34 casos de amputaciones, siete de ellas correspondieron a la escisión simultánea de la mano derecha y el pie izquierdo. En agosto, el diario Okaz informó de la extirpación jurídica del ojo izquierdo al egipcio Abdelmuti Abdelrahman Mohamed, a quien se halló culpable de haber arrojado ácido a la cara de otro egipcio. El periódico precisaba que la operación se había realizado en un hospital de Medina. Además de este castigo, al condenado le fue impuesta una multa equivalente a unos 70.000 euros y una pena de cárcel sin precisar.
(p. 135-136)

Resulta cuando menos sorprendente que Arabia Saudí ratificara en 1997 la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. De hecho, retrasó un par de años la presentación del informe al que le compromete esa firma ante el Comité contra la Tortura de la ONU. Cuando finalmente lo hizo, a finales de 2001, el Comité le llamó al atención sobre la ausencia en sus leyes de sanciones penales contra la tortura; la existencia de castigos corporales, incluidos la flagelación y las amputaciones; la incomunicación prologada de los detenidos, incluida la falta de asistencia letrada y médica; la mínima supervisión judicial del encarcelamiento previo al juicio; la larga detención preventiva y la falta de acceso a la asistencia consular de los extranjeros durante largos periodos. (...) A pesar de lo cual, la comunidad internacional aceptó la presencia de este país en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, de la que formó parte entre los años 2001 y 2003, tras haber sido elegido en mayo de 1999. En el momento en que se produjo aquella designación, en el reino ni siquiera se facilitaba asistencia letrada a los detenidos. (p.138)

En el caso de los extranjeros, a lo desconcertante de un sistema en el que la mayoría de los juicios se celebran con gran secretismo, se suma en muchas ocasiones el desconocimiento del árabe, la lengua en la que van a ser juzgados y en la que deben firmar su confesión. Si además, no son musulmanes, su declaración tampoco tendrá el mismo valor que la de su posible acusador saudí (una situación frecuente en los casos de dificultades con el empleador). Al final, todo ello influye en el resultado, como parece indicarlo el hecho de que más de la mitad de los amputados y ejecutados sean inmigrantes.

Pero incluso entre éstos hay dos categorías. No encuentra la misma protección de sus embajadas (ni la misma capacidad de presión de sus correspondientes gobiernos) los trabajadores indios o filipinos que los estadounidenses o británicos. Mientras que EEUU o el Reino Unido disponen de influencia para lograr que se les indulte o se les conmute la pena, tal vez con la promesa de cumplirla en el país de origen, los países que proporcionan la mayoría de la mano de obra sin cualificar a menudo sólo tienen la denuncia ante los medios de comunicación como último recurso.
(p. 141)

Las organizaciones de derechos humanos celebraron la entrada en vigor el 1 de mayo de 2002 de un nuevo código de procedimiento penal en Arabia Saudí. “Es un paso hacia una mayor transparencia del sistema de justicia criminal, porque especifica los derechos (que existen) en los procedimientos legales”, admitió Human Rights Watch en su informe de ese año. En sus 225 artículos, el texto prohíbe la tortura y otras formas de maltrato, declara con claridad que las personas detenidas deben ser informadas con prontitud de las acusaciones que se les imputan y reconoce el derecho de asistencia letrada durante la investigación y juicio. Aún así, algunos de sus apartados están en contradicción con los estándares internacionales de derechos humanos.

(...) “Tres años después de su entrada en vigor, seguimos muy preocupados”, me respondió uno de los investigadores de HRW cuando le pedí una evaluación del nuevo código en el verano de 2005."
(p.142)

La terrible situación de los derechos humanos en el país está estrechamente conectada a la amplia presencia de trabajadores extranjeros en Arabia Saudí, que, a juicio de la autora, han sustituido en la psicología de la sociedad a los esclavos que perduraron en el país hasta la abolición de la esclavitud:

"La esclavitud sólo se abolió en 1962. En mi primer viaje, aún pude ver el triste destino de las esclavas liberadas: completamente cubiertas de negro, vivían de la caridad en el zoco del oro de Riad. ¿Cómo podían regresar a Sudán, Etiopía o Yibuti? Aunque hubieran tenido dinero para el pasaje, y si es que todavía les quedaba familia, no parece probable que en esos países paupérrimos les esperara una cálida bienvenida. Nadie pensó en eso. Sólo el mandamiento musulmán de dar limosna al necesitado cubrió la falta de previsión.

De alguna forma, en la mentalidad colectiva saudí, el servicio doméstico parece haber sido una prolongación de la esclavitud. No se trata de un juicio personal, sino de la constatación de que esa actividad laboral ni siquiera fue incluida en la Ley del Trabajo de 1969. Y ahí radican sin duda, la causa de muchos de los abusos que empañan la imagen de los saudíes. Los diplomáticos que se encargan de esos asuntos en las embajadas asiáticas no dan abasto con los casos de empleadas (son sobre todo mujeres) maltratadas, violadas e incluso asesinadas con aparente impunidad. Cada vez con más frecuencia, estas situaciones llegan a los medios de comunicación."
(p. 125)

No obstante, la política más reciente del gobierno saudí parece orientada hacia una “saudización” del mercado laboral, procurando sustituir la abundante mano de obra extranjera por trabajadores saudíes (cuya jornada laboral es de seis horas diarias), mujeres incluidas. A día de hoy, la situación del desempleo en el reino resulta preocupante:

“En una entrevista concedida en vísperas de su viaje a Francia en abril del año 2000, el príncipe Abdala aseguró que la prensa de su país había exagerado el problema del paro. “Los periódicos informaron de que había cerca de un millón de desempleados. En realidad, el número de parados se cifraba entre 200.000 y 300.000; la mitad de ellos ha encontrado un empleo, mientras que la otra mitad son trabajadores no cualificados que han rechazado los trabajos que se les han ofrecido”, manifestó el (entonces) heredero del trono a los periodistas Sylvie Kauffmann y Mouna Naïm." (p. 109)

"Se presiona a las compañías internacionales para que empleen a trabajadores locales, pero no se hace nada para asegurar que la mano de obra local disponga de la formación adecuada”. (...) Al Abbar se hacía eco de un problema general en las monarquías petroleras de la península Arábiga. En el caso de Arabia Saudí, dos tercios de sus universitarios se licencian en Humanidades y otros campos para los que apenas hay demanda en el mercado laboral. La mitad de esos licenciados se especializan en estudios religiosos.

La preponderancia de materias religiosas en todos los niveles educativos constituye un motivo de preocupación para muchas familias, tal como me han comentado repetidamente algunas madres a partir de 2003. Desde la escuela primaria a la universidad, cerca de un 60 por ciento del tiempo de los alumnos del sistema público se consagra al islam. Los saudíes no pueden acudir a los colegios privados internacionales autorizados en el reino. El asunto es muy delicado, dada la religiosidad de la mayoría de la población y el dominio del sistema educativo por parte de los clérigos. Además, los expertos coinciden en que el currículo universitario no enseña las habilidades prácticas necesarias para ganarse la vida. Quienes pueden permitírselo, llevan a sus hijos a formarse al extranjero.

(...) Hay otra razón que explica la escasez de saudíes en las ocupaciones más comunes, aunque sólo se menciona en privado. Se habla de la supuesta incapacidad de los saudíes para el trabajo, en especial, en las labores de carácter técnico. Los gerentes occidentales se quejan una y otra vez de que la productividad de los saudíes apenas alcanza una quinta parte respecto a la de los empleados palestinos, jordanos o sirios. En general, los peores rendimientos se dan en los niveles más bajos, a los que suelen acceder beduinos recién llegados a las ciudades y con escasa preparación."
(p. 110-111)

En un país tan obsesionado por lo religioso y con serios problemas para asumir el estándar de respeto a los derechos humanos valorado internacionalmente, tenía que haber, por fuerza, problemas con el respeto a otras religiones que no sean el Islam, nacido precisamente aquí y que ha contribuido a que los saudíes desarrollen un cierto sentido de “pueblo elegido” (p. 35). Ángeles Espinosa cuenta en su libro:

“Celebrar misa es ilegal en Arabia Saudí. En la cuna del islam está prohibida la manifestación de cualquier rito religioso que no sea el musulmán, y sólo en una estricta versión local. Esta rigidez para con el credo de los otros resulta sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que este pueblo se ha dedicado a levantar mezquitas no ya en su propio territorio, donde superan las 30.000, sino en todo el mundo, empezando por Europa, y muy particularmente en España. Nadie parece considerar el hecho cierto de que parte de los inmigrantes extranjeros que trabajan en el país pueda practicar otra religión, sobre todo la cristiana, mayoritaria entre europeos, norteamericanos y filipinos. No sólo no hay instalaciones o normativas que regulen el ejercicio de sus ritos, sino que están prohibidos los signos externos como cruces o árboles de Navidad.

(...) El reino no reconoce legalmente ni la libertad de culto ni la libertad de elegir religión. Las autoridades defienden esa situación con el argumento de que su país es la cuna del islam y que todos los habitantes son musulmanes. Sin embargo, algunos saudíes lo atribuyen al poder de los religiosos. “Los gobernantes no quieren que les ocurra como en Irán”, me explica un saudí que, aunque musulmán practicante, se declara alejado de los extremismos. En su opinión, el temor a una revolución de corte integrista había llevado a la familia Al Saud a hacer concesiones a la jerarquía religiosa, de modo que han convertido la religión en un instrumento de control social. Ninguna normativa prevé la posibilidad de excepciones, en clara violación del artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.”
(p. 129-130)

“Todo lo que se ha dicho contra Arabia Saudí está motivado por el odio”, manifestó por su parte el príncipe Sultan, ministro de Defensa y hermano de los dos dignatarios anteriores. “Creemos en los derechos humanos a la luz de la sharía”, explicó. Sus palabras resumían la actitud del régimen saudí, pero en ellas radicaba también el mito del conflicto: la ley islámica, o al menos la interpretación que los saudíes hacen de ella, choca frontalmente con los valores recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas.

En ese documento, que todos los Estados de la ONU se comprometen a respetar, se recogen, entre otros, los derechos a no ser sometido a torturas, penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes (artículo 5), a no ser detenido o desterrado de forma arbitraria (artículo 9), a ser escuchado públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial (artículo 10), a la libertad de pensamiento, conciencia y religión (artículo 18), a la libertad de opinión y expresión (artículo 19), y a la libertad de reunión y asociación pacíficas (artículo 20). Ningún de ellos estaba garantizado en Arabia Saudí a principios del siglo XXI."
(p. 147)

Otro de los motivos por los que el reino está de actualidad es el del terrorismo islámico, que ha tenido en Arabia Saudí uno de sus focos de origen, si bien hoy en día está fuera de duda que las autoridades de este país han comprendido su gravedad y cooperan activamente en la lucha por su erradicación, aunque tal vez ya sea demasiado tarde. En un intento de ganar legitimidad ante el radicalismo islámico y de defenderse ante posibles ataques, Arabia Saudí ha financiado durante años todo tipo de movimientos que hicieran del Islam su bandera, muchas veces en su versión más radical (compartida por la propia monarquía a través de su visión wahabista). El hecho de que el terrorista más buscado en la actualidad, Osama bin Laden sea saudí, así como 15 de los 20 terroristas que causaron los ataques del 11-S no es mera casualidad: “Osama bin Laden no es después de todo un producto aberrante de la sociedad saudí, sino su vivo retrato. El reino está lleno de tipos como él”, ha escrito Scheuer, un hombre que entre 1996 y 1999 se dedicó a estudiar al terrorista para la CIA.” (p. 235). Las cifras de miembros o simpatizantes de Al Qaeda son difíciles de conocer, si bien la autora proporciona ciertas estimaciones:

“El oficial rechazó especular sobre el número de militantes operativos o simpatizantes, pero los expertos locales calculaban que Al Qaeda podría contar con unos de dos mil miembros en Arabia Saudí, de los que apenas 350 serían realmente activos. El portavoz tampoco quiso darme cifras de detenidos, “porque van cambiando”. A finales de 2004, fuentes oficiales cifraban entre 400 y 500 los sospechosos que habían ido a la cárcel desde el otoño anterior. La prensa local multiplicaba por dos ese número y aseguraba que el resto habían huido a Irak o pasado a la clandestinidad.” (p. 231)

De lo que no hay duda es de la correlación entre el wahabismo que impregna la vida saudí, su sistema educativo, su falta de pluralidad y tolerancia con otras confesiones religiosas (mientras velan con celo por la expansión del Islam en otros países) y el terrorismo en auge en su seno.

“Las críticas apuntan a un sistema donde la religión, el islam, impregna no sólo la sociedad sino también la política. “Es como en Europa durante la Edad Media: las autoridades religiosas deciden qué políticas son aceptables y cuáles no”, describe Al Qusti. “Quienes tienen el poder de interpretar las palabras de Dios defienden una visión del mundo que no permite afrontar la vida moderna”. Algunos van más allá y aseguran que esa forma de ver el mundo está impidiendo el desarrollo del país.

“Es el resultado de años de adoctrinamiento”, trató de explicarme un profesor universitario que responsabiliza a los maestros. “En la medida en que desde la escuela no se reconocen los derechos del otro, del diferente, y que se eliminan las barreras morales, no es de extrañar que a los 15 o 16 años los chavales quieran matar a cualquiera que sea distinto”, defendía este hombre apartado de su cátedra por sus opiniones críticas hacia esas políticas. Sin embargo, el debate empezaba a calar."
(p. 236)

"Presionadas por esas críticas, las autoridades educativas saudíes anunciaron cambios en los contenidos escolares a partir del año académico 2003-2004. Aunque no da la impresión de que hayan reducido las clases de formación religiosa, ese curso empezó a reformarse el currículo. Entre las novedades, el Ministerio de Educación hizo obligatoria la enseñanza del inglés y la informática en las escuelas primarias a partir de los 12 años y, por primera vez, asignó los mismos libros de texto para niños y niñas.

Aisha y Jaled, un matrimonio con cuatro niños, creen que el problema no radica en los libros sino en los profesores. “Sólo enseñan mediante la repetición y sin promover el sentido crítico o la creatividad”, lamenta Jaled, que. Como hijo de diplomático, recibió una educación internacional. Muchos liberales como él han optado por enviar a sus hijos a colegios privados (un millar en todo el país, con 139.000 alumnos, el 78 por ciento de ellos saudíes; otros 15.516 estudiantes se educan directamente en el extranjero). Jaled admite, no obstante, que la sociedad saudí es muy conservadora y sus chavales van a clases de Corán por las tardes."
(p. 237)

“Se ha hecho muy poco”, apunta por su parte Raina Abu Zafar, una bangladeshí que enseña lengua y literatura inglesas en la sección de mujeres de la Universidad Islámica de Riad. “Es cierto que se ha reforzado el inglés en la secundaria y el bachillerato, pero el problema no es de idioma sino cultural: los alumnos no entienden lo que leen debido a las diferencias culturales”, asegura.

Muchos “expats” están de acuerdo. Desde la ética del trabajo hasta conceptos elementales parecen estar ausentes de la formación de los saudíes. “El hijo de unos amigos tenía dificultad para usar un juguete y le dije que tenía que aplicar presión para hacerlo funcionar. Me preguntó qué era presión. A los 10 años ya aprenden el Corán de memoria, pero no conceptos básicos”, explica un ingeniero estadounidense que a diario encuentra dificultades similares en su trabajo con los militares saudíes.
(p. 238)

Al parecer, algunos de los atentados llevados a cabo por Al Qaeda dentro mismo del reino han hecho cambiar la actitud de muchos saudíes hacia el terrorismo islamista. Una sociedad tan ultra-conservadora, si bien manifiesta una clara simpatía por la ideología de los terroristas (Bin Laden es visto por una gran mayoría como una figura romántica por la que sienten viva simpatía) no desea una revolución en el seno del país que de al traste con su prosperidad y con una vida relativamente cómoda y fácil. El miedo cambió la percepción de amplios sectores de la sociedad después del error que supusieron para Al Qaeda los atentados de 2003 en el país, que causaron la muerte de por lo menos 34 personas. La antigua ambigüedad del régimen ha desaparecido.

Las conclusiones acerca del futuro del país son no obstante muy inquietantes, y, de acuerdo con la opinión de la autora, más bien pesimistas. Así, explica:

“Toby Jones, analista para la zona del International Crisis Group, advirtió tras la muerte del rey Fahd: “Estamos poniendo excesivo peso en una sola persona, pero ni el rey Abdala ni su heredero son verdaderos reformistas democráticos. Están interesados en ajustar el sistema político, pero no en cambiarlo de forma substancial”.

Algunos observadores van más lejos y se muestran convencidos de que no existen posibilidades de transición democrática desde dentro del sistema. “Al régimen saudí apenas le queda otra elección que pasar de ser un tiranía brutal pero ineficiente a ser una tiranía más brutal y metódica, una transformación que probablemente garantizará el orden a corto plazo al precio de incrementar progresivamente el apoyo a Bin Laden y a la resistencia armada”, escribe Scheuer, el analista de la CIA.

Resulta difícil evaluar las consecuencias del inmovilismo de los Al Saud, porque nadie conoce el verdadero alcance del apoyo o del descontento populares hacia su gobierno. Aunque los medios de comunicación, sobre todo la prensa, tienen mayor libertad desde principios de siglo, cuando Abdala consolidó su posición como gobernante de hecho, los periódicos no son aún lo suficientemente independientes para abrir sus páginas a los disidentes políticos.

Lo que se desprende, tanto de los resultados de las pseudo-elecciones municipales como de las numerosas conversaciones que he mantenido en el país durante estos años, es que la ausencia de cauces de participación favorece el avance de los islamistas. La utilización del islam para legitimar el régimen se ha traducido en un gran poder de los religiosos. Los clérigos y los ultraortodoxos han adquirido tanta importancia que ni la familia Al Saud ha podido impedir que hayan surgido voces alternativas a los predicadores asociados al poder. De hecho, los salafistas (los islamistas radicales autóctonos) constituyen desde la fundación de la dinastía -y todavía hoy- la principal amenaza a su continuidad.

Aunque a medida que los saudíes han accedido a la educación y se han hecho más cosmopolitas, muchos de ellos -sobre todo, entre los profesionales- se han mostrado críticos con el aislamiento de su país, el poder de los ulemas sobre su vida social o el poder absoluto de la familia real sobre las riquezas nacionales, no es este sector ilustrado el que va a poner en peligro la estabilidad del sistema, pero sí que podría ser instrumental a la hora de encontrar una solución a las contradicciones que atenazan el reino.

Lo que se plantea es si existe una tercera vía, una fórmula intermedia entre el autoritarismo casi feudal que ha dirigido Arabia Saudí hasta ahora y el imposible Califato al que aspiran los seguidores de Bin Laden. Algunos observadores atentos a la escena saudí han visto signos en los últimos años: se intuye la posibilidad de un compromiso entre los islamistas moderados y las élites liberales para ganar tanto representación de los gobernados como transparencia de los gobernantes.

Si se me permite decirlo, yo no soy demasiado optimista.

Es cierto que los atentados que ha sufrido el reino han desgajado a los salafistas menos radicales de quienes sancionan el camino de la violencia. No obstante, las élites económicas y empresariales recelan de los llamamientos a democratizar el sistema de los neo-islamistas, como los llama Jamal Khashoggi. Así, se da la incongruencia de que en esos sectores, en general más liberales, muchas voces se muestran contrarias a la apertura política por temor a que beneficie a los tradicionalistas.

Es pronto para saber si los islamistas moderados serán capaces de ganarse el apoyo popular y construir las redes institucionales que han permitido a los salafistas duros dominar la oposición islámica hasta ahora. En cualquier caso, bajo la aparente apatía política de los saudíes, la presión para participar en la gestión de su país sigue creciendo: “Se está produciendo un cambio de forma de pensar, que no se ve, ni se oye, ni se lee en los periódicos”, me aseguró ya en el año 2000 Osama M. al Kurdi, entonces secretario general del Consejo Saudí de Cámaras de Comercio e Industria y, más tarde, miembro del tercer Consejo Consultivo.

Para la familia Al Saud, la alternativa es adaptarse o desaparecer. “Hay indicios de que algo se mueve”, me dijo un embajador occidental cuando le pregunté su opinión al respecto; “la familia real es consciente de la necesidad de reformas modernizadoras, pero también encuentra resistencias”.

Por su parte, el príncipe Saud me aseguró: “Llegaremos a nuestra propia fórmula, una fórmula que responda a las necesidades, exigencias y deseos de los ciudadanos saudíes”.

Pero cada vez queda menos tiempo. Muchos de sus compatriotas tienen la impresión de que el futuro, como las salas de cine anunciadas para el final del Ramadán de 2005, no llega nunca.”
(p. 248-250)

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