Acariciado y acariciante

Un famoso filósofo escribió una vez una obra que tituló “De la consolación de la filosofía”. Yo, que no soy escritor sino tan sólo lector, y no de los buenos, podría, con justo derecho, escribir algunos párrafos bajo el título “De la consolación de los libros”. Verdaderamente, apenas conozco otra consolación.

¿Es de cuerdos acariciar las páginas de los libros, o sus lomos, o sus cubiertas, como se podría acariciar al más querido animal de compañía o incluso a un ser amado? ¿Puede un libro llegar a ser para nosotros tan importante como un ser vivo? Yo pienso que en cierto sentido, sí. Y en mi demencia no sólo los acaricio, o los contemplo, o me rodeo de ellos buscando seguridad y consuelo, sino que recuerdo vívidamente haberme abrazado a alguno de ellos en alguno de mis más oscuros momentos, en busca de una protección que en parte sí fueron capaces de darme.

Creo firmemente que los libros pueden llegar a ser mucho más que un símbolo poderoso. Creo que podemos establecer con ellos una relación que va más allá de lo intelectual y que entra de pleno en lo afectivo, que es tanto como decir en lo sensitivo y en lo emocional. Pero ¿para qué? ¿Por qué, me pregunto, deberíamos establecer una relación con los libros que fuera más allá de lo intelectual? ¿Para qué convertirse en un bibliomaníaco o en un biblioloco? No es lo correcto, ya que ellos no pretenden ser más que un medio y no un fin. Pero aquel que ha aprendido a saborearlos conoce su poder. Abrir la tapa de un libro es abrir una puerta que nos permite acceder a allí a donde nos sería imposible llegar de otra manera. Cómo no amar cada una de estas invitaciones a algo distinto, si no mejor. Cada libro es algo así como una nueva oportunidad. Un libro es una esperanza.

Nos han dado placer, aunque a veces haya sido un placer difícil, pero no nos basta. No únicamente queremos más placer, sino que demandamos algo de tipo totalmente diferente, que intuimos que podemos hallar encapsulado entre sus páginas: queremos vida. Queremos muchas vidas. Queremos derribar los límites de la nuestra, y de la de los demás, y del tiempo, y de lo desconocido. Queremos superar las barreras que nos aprisionan. Los libros son simples cosas: están muertos en la estantería, como cualquier otro objeto inerte, pero cuando decidimos abrirnos a ellos y asimilarlos pueden transformarse en vida: en la nuestra metamorfoseada. Son objetos muy simples pero a la vez muy especiales. Podemos encontrarlos por todas partes, tan abundantes como el polen en primavera y, como él, listos para fecundarnos si nos mostramos lo suficientemente receptivos. Y el fruto es vida, la nuestra enriquecida por ellos. Otra mirada, otra visión, otras ideas, otra percepción. Una vida crecida. Otra vida. Los libros son semillas de vida.

Según Harold Bloom leemos para escapar de la soledad pero pienso que frecuentemente hacemos o deseamos hacer el camino inverso. Deseamos que un libro nos tome, por así decir, y nos arrastre con él hasta donde su poder y nuestra capacidad de leer sean capaces de llevarnos. Abandonarse como una hoja seca en un río, y correr si el río es rápido, y reposar si es lento. Dejar que te tome depende de algo más que de su calidad: depende, entre otras cosas, de la voluntad de dejarse tomar. Y de la soledad. No necesariamente nos lleva en dirección a la felicidad, pero sé que mis mejores viajes son los que he hecho mentalmente inducido por drogas de tinta y papel.

“Cada biblioteca es una biografia”, dice Alberto Manguel. Y los lectores (aquellos dignos de ese nombre) saben que tiene razón. Los lectores no pueden olvidar algunos libros que amaron más que otros, que disfrutaron de una forma especial. Cogen un antiguo ejemplar y recuerdan haberlo leído y disfrutado muchos años atrás, cuando eran niños. Eligen otro y saben que ocupó parte de su tiempo y de su vida cuando eran adolescentes, o durante su juventud, o su madurez, o cuando sea que le correspondió el turno a cada uno de ellos. Toman una obra comprada o leída recientemente y saben que les habla de su yo de hoy. Eligen un viejo ejemplar, y pueden en cierto modo viajar en el tiempo a aquellos momentos en que vivieron aquel libro, que es otra de las formas de decir que lo leyeron. Algo de las vibraciones de un tiempo lejano parece quedarse flotando a su alrededor, entre sus páginas, sobre su cubierta, junto a las huellas dactilares que inadvertidamente dejamos en ellos. Tomas un viejo ejemplar de la estantería y algo de tu niñez vuelve a ti, algo de tu madre o tu padre hablando entre ellos cerca de ti mientras lo leías, algo de la persona que tal vez te lo regaló, algo de la enfermedad que tal vez padecías en aquel tiempo y que aquel viejo libro te ayudó a soportar, algo acerca de alguna pena pasada de la que tal vez te consoló, algo de aquello que te enseñó y configuró tu pensamiento y a menudo tu futuro, a veces hasta unos extremos que solamente el paso del tiempo nos muestra con claridad. Alberto Manguel tiene razón y un buen lector lo sabe bien: “Cada biblioteca es una biografía”. Aunque, desgraciadamente, al contrario no. Ignoran ellos que los libros no tan sólo son algunos de los amigos que mejor pueden llegar a saber cómo consolarte, sino que, literalmente, si tú se lo permites, pueden ayudarte a sobrevivir.

El día que yo muera me gustaría poder tener a mi alrededor al menos uno, para completar mi destino. Y a ser posible tenerlo en mis manos, si puede ser sobre mi pecho, en el momento de la muerte, como antiguamente otras personas sostenían un crucifijo con devoción. A fin de cuentas, sería abandonar este mundo de una manera consecuente no sólo con lo que ha sido mi vida sino con mi más profunda fe.

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