Decrepitud










Hace años que mis padres se hicieron mayores, pero de un tiempo a esta parte se acumulan los signos que podrían indicar que se adentran en un posible período oscuro de decrepitud, un estado del que en parte ellos no son conscientes porque su propia decadencia les protege de percibirla con nitidez. Por el contrario, yo puedo verlo todo desde primera línea, impotente para detenerlo, ni siquiera para paliarlo de forma satisfactoria. Reconozco que me aterroriza: abre las puertas a un camino siniestro y doloroso que conduce necesariamente a la muerte. Lo que queda por saber es la duración del recorrido y el grado de amargura que causará. A veces mi angustia es tan grande que me quedo sin palabras, y aun sin pensamiento.

Decía Francisco Umbral que la vejez era una mala broma, y se quedaba corto. Cuando yo leía eso, hace años, pensaba ¿tan difícil es aceptar algo que sabes desde que eres niño? Ahora sé que, efectivamente, es muy difícil de aceptar. Porque una cosa es conocer que llega un día en que, si has vivido el tiempo suficiente, descubres que estás comenzando a ser viejo, y otra muy distinta estar en contacto con esa realidad frecuentemente patética que es la vejez.

La decrepitud es el último grado de la vejez, su degeneración en una muerte en vida, la prolongación dolorosa de nada. Queda la fachada pero casi todo el contenido ya se fue, ya no eres tú pero sigues ahí hasta que se acabe la ficción. Decía Maurice Chevalier que la vejez no es tan mala si se consideran las alternativas. ¡Qué doloroso es decir que tal vez no tenía razón!

Cuando pienso en la vejez que yo experimentaré en un día aún muy lejano, no se me vienen a la mente imágenes terribles de decrepitud. Uno siempre tiene tendencia a imaginar de una forma amable los años finales de su vida, porque esa es una posibilidad razonable aunque no sea una certeza. Los casos que conocemos que encajan más o menos con nuestra visión idealizada son aquellos que sujetamos con fuerza en nuestra mente para evocar la idea de un final aceptable. Posiblemente los pensamientos que he construido yo sobre Tía Augusta no son más que fantasías sobre un final de la vida en libertad y lleno de intensidad hasta el último momento. O tal vez no. Sin embargo, mirando a nuestro alrededor vemos con facilidad posibilidades mucho más inquietantes que intentamos rechazar como intentamos no pensar en que podemos morir abrasados vivos en un gran incendio.

Yo me preocupo sinceramente por mis padres. El día que ellos falten, de algún modo mi vida habrá acabado también. No sé quién será la persona que sobreviva en mi lugar, pero no será el que ahora escribe. Tras su desaparición sólo quedará tiempo hasta mi propia vejez y mi propia decrepitud, si llego a ella. El tiempo puede ser más o menos largo pero no tendrá auténtico contenido, como el de todos aquellos cuyas vidas no encontraron el verdadero camino y se dirigieron por confusión hacia la esterilidad.

No es que ahora mi vida no sea estéril, sino que la presencia de mis padres atenúa su percepción y me proporciona una estabilidad que proviene de fuera, y no de mi interior. Si se trata de ser sincero conmigo mismo y dejar que el corazón me diga las verdades que he de escuchar, entonces esta es la verdad que oigo.

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