Ante una foto de Susan Sontag

He recordado de pronto a Susan Sontag y algo que leí sobre ella hace algún tiempo. La he recordado cuando ha vuelto a mi memoria una noticia de televisión de hace unos días en la que se nos decía que se había inaugurado en Washington una exposición de fotografías de Annie Leibovitz, su compañera durante 15 años. Entre las fotos escogidas, algunas de las cuales pude ver de pasada en la pantalla, Leibovitz seleccionó unas cuantas en las que se muestra a Sontag ya enferma de cáncer, cortando su famosa melena antes de iniciar el tratamiento contra la quimioterapia. Hay otras, al parecer, tomadas cuando se encontraba en el hospital, estragada, condenada sin apelación por su mal. Creo recordar haber visto fugazmente una fotografía de ella yaciendo sobre sábanas blancas, con las piernas abiertas, o así me pareció. Nos decía la periodista que transmitía la noticia que es dudoso que Susan Sontag hubiera aprobado esa exhibición tan cruda de unos momentos tan íntimos. Posiblemente tenía razón.

Ella escribió “Ante el dolor de los demás”. No lo he leído, pero nunca he olvidado ese título, y pienso en él cuando la recuerdo a ella. Decía su hijo en el prólogo de otra de sus obras (“Al mismo tiempo”):

”He conocido a muchos escritores que paliaban la mortalidad, cuanto les era posible, al menos con la fantasía de que su obra los sobreviviría y asimismo la vida de sus seres queridos, los cuales mantendrían su memoria durante el tiempo a ellos reservado. Mi madre fue una escritora así, con un ojo dirigido imaginariamente a la posteridad. Debo añadir que, dado su miedo absoluto a la extinción -en ningún sentido, incluso en los últimos días desesperados de su fin, hubo una ambivalencia mínima, una conformidad mínima-, esa idea no sólo era un pobre consuelo, no era consuelo alguno. No quería irse. No pretendo saber gran cosa sobre lo que sentía mientras agonizaba, tres meses en dos camas sucesivas de dos hospitales sucesivos, mientras su cuerpo se convertía casi en una enorme llaga, pero al menos eso sí puedo afirmar con certeza”. (p. 13)


Ahora veo una foto suya y la miro con la misma curiosidad con la que suelo mirar otras muchas por el estilo, tanto de personas conocidas como desconocidas. Y lo que más me asombra es mi propio asombro. Acostumbro a observar esas imágenes y el fragmento frecuentemente engañoso de vida que ofrecen con la incredulidad que causa la distancia inaudita que parece distanciarnos. La vida de los demás me parece real, y la mía, la única que de verdad conozco, no.

La veo posando frente a su mesa, delante de su ordenador portátil, junto a lápiz, papel y gafas, fingiendo reflexionar. Muy cerca, en primer plano, el ejemplar de uno de sus libros; y al fondo, tapados en parte por la lámpara de sobremesa, muchos más libros. Y sigo releyendo lo escrito por su hijo:

“Todo le interesaba. De hecho, si tuviera una sola palabra para evocarla sería “avidez”. Quería vivirlo todo, probarlo todo, ir a todas partes, hacer de todo. Incluso el viaje, escribió una vez, lo consideraba una acumulación. Y su apartamento, una suerte de reificación de los contenidos de su mente, estaba repleto casi hasta reventar de una colección, sorprendente en su disparidad, de objetos, grabados, fotografías y, desde luego, libros, libros sin fin. (...) Creo que, para ella, el goce de vivir y el goce de saber eran en verdad uno y lo mismo.” (p. 15)

Me conmueven sus libros, borrosos al fondo de la fotografía. Libros, experiencias y avidez. Libros que te llevan a otros libros, ideas que te llevan a otras ideas, conceptos que se instalan en el lugar de los anteriores y que te dejan igualmente insatisfecho. Porque siempre hay algo más allá, el conocimiento apunta hacia una Verdad que tenemos en la punta de la lengua, hacia algo tras lo que hay correr antes de que se nos acabe el tiempo. La vida es como una carrera que a veces parece proporcionarnos un embriagador sentido de intensidad. Pero realmente no es una carrera: tiene muy mala meta. La única utilidad de la Gran Carrera es la de ayudarnos a ir mirando hacia otro lado antes de perderlo todo.

Sin duda Susan Sontag tuvo el privilegio de disfrutar de una inteligencia superior y supo sacarle provecho. Pero incluso así, ¿qué sabía realmente? Mucho, claro. Pero ¿qué exactamente? Supiera lo que supiera Susan Sontag, no era casi nada. Siempre es casi nada, en el mejor de los casos. Visiones borrosas a través del humo de nuestro desconocimiento. Dice su hijo en el mismo prólogo que se consolaba con la belleza que buscaba sin cesar. Hizo bien. La belleza, dócil a nuestra voluntad al contrario que el amor, parece ofrecerse como la mejor compañera de camino para todos aquellos que abren sus ojos y su mente para permitirle que acaricie sus sentidos. Belleza y amor. He aquí dos consuelos, ...si tienes suerte. Con ellos no hace falta correr.

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