El Saqueo de Europa
Se podría empezar a comentar este libro citando el párrafo con el que la propia obra termina:
“Ésta es, por consiguiente, una historia sin un fin. Han transcurrido sesenta años desde que se produjo el remolino nazi, que segó las vidas de millones de personas. Nunca las obras de arte habían sido tan importantes para un movimiento político y nunca habían sido trasladadas en una escala tan vasta, peones en el cínico y desesperado juego de ideología, codicia y supervivencia. Muchas se perdieron y muchas están todavía escondidas. El milagro de todo esto es que infinitamente muchas más están a salvo, gracias casi por completo al diminuto número de «hombres de Monumentos» de todas las naciones que contra fuerzas abrumadoras las conservaron para nosotros.” (p. 531)
Eso es “El Saqueo de Europa”: un impresionante estudio acerca de lo ocurrido con el enorme tesoro artístico europeo desde la ascensión de los nazis al poder hasta los años siguientes a la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Si el principio está claro, el final queda más desdibujado, pues, como la autora indica en el párrafo final, esta es una “historia sin fin”, una historia inconclusa algunos de cuyos capítulos se están escribiendo en estos momentos o se habrán de escribir en el futuro.
“El Saqueo de Europa” me ha parecido por varios motivos un libro excepcional y el mayor de todos ellos es la cantidad y el rigor de la información aportada, verdaderamente extraordinarios, que convierten a este libro en una obra erudita sobre el tema. Su autora es Lynn H. Nicholas, que se ha movido profesionalmente dentro del mundo del arte y que, aunque norteamericana, ha residido durante varios años en Europa. Su obra me parece impecable: documentada, rigurosa, sería. Una obra monumental, como el tema que aborda.
Es una historia que como la mayoría de aquellas que transcurren durante la Segunda Guerra Mundial tienen sus héroes y sus villanos, estos últimos encarnados en los codiciosos y siniestros altos mandos nazis así como, en buena parte, en el Ejército Rojo de Stalin. En el papel de héroes deben figurar todos aquellos que contribuyeron a salvaguardar unas obras de valor incalculable, además de aquellos que supieron mostrar justicia y compasión por los colectivos expoliados y perseguidos por la ocupación alemana, y muy especialmente por el pueblo judío. Pero si alguien encarna a los héroes por antonomasia en esta historia esos son los Monuments Men, cada vez más populares y conocidos hasta el punto de que no será raro verles protagonizar películas de época en los años venideros. Eran el grupo de aproximadamente 400 hombres y mujeres de diferentes nacionalidades de los ejércitos aliados a los que se confió la tarea de proteger los monumentos y el patrimonio histórico-artístico de Europa durante la guerra, y posteriormente, durante algunos años, la de colaborar en la localización y restitución de las obras de arte robadas, desplazadas o perdidas durante el conflicto.
Es una historia que como la mayoría de aquellas que transcurren durante la Segunda Guerra Mundial tienen sus héroes y sus villanos, estos últimos encarnados en los codiciosos y siniestros altos mandos nazis así como, en buena parte, en el Ejército Rojo de Stalin. En el papel de héroes deben figurar todos aquellos que contribuyeron a salvaguardar unas obras de valor incalculable, además de aquellos que supieron mostrar justicia y compasión por los colectivos expoliados y perseguidos por la ocupación alemana, y muy especialmente por el pueblo judío. Pero si alguien encarna a los héroes por antonomasia en esta historia esos son los Monuments Men, cada vez más populares y conocidos hasta el punto de que no será raro verles protagonizar películas de época en los años venideros. Eran el grupo de aproximadamente 400 hombres y mujeres de diferentes nacionalidades de los ejércitos aliados a los que se confió la tarea de proteger los monumentos y el patrimonio histórico-artístico de Europa durante la guerra, y posteriormente, durante algunos años, la de colaborar en la localización y restitución de las obras de arte robadas, desplazadas o perdidas durante el conflicto.
El libro fue publicado por primera vez en 1994, pero no ha sido hasta 2007 que se ha traducido y publicado en España. Por el contrario, en los países de habla inglesa parece haber tenido una repercusión mucho mayor. Desde su aparición se han publicado otras obras dedicadas al mismo asunto, que a primera vista parecen secuelas y comercializaciones de un tema que la autora ha abordado con seriedad y rigor. No he leído la obra de Robert Edsel ni tampoco la de Héctor Feliciano pero a primera vista, y tras echar un vistazo al blog de Edsel, la impresión que se tiene (quiero decir, que tengo yo) es de cierto desagrado, algo así como si algunas personas hubieran decidido cabalgar sobre un tema rentable para convertirlo en un “modus vivendi”. ¿Acaso no es así? ¿Acaso no resulta sugestiva la combinación de la tragedia épica de la Segunda Guerra Mundial, el rescate de tesoros artísticos que nos pertenecen a todos y (aprovechando el tirón de la obra de Dan Brown, publicada el 2003 pero cuyo boom corresponde a 2004) los misterios de Leonardo da Vinci? La obra “Rescuing Da Vinci” (2006) de Edsel parece (perdón si no es así, reconozco que no la he leído) haber sido concebida bajo la influencia de la obra de Nicholas, la de Dan Brown e incluso de “Salvar al soldado Ryan”. En estos momentos se está filmando un gran documental sobre “El Saqueo de Europa”. Y apuesto que algún día veremos grandes superproducciones de Hollywood en las cuales se deslizarán de una u otra manera los Monuments Men.
La historia del libro comienza propiamente con la subida de los nazis al poder y sus primeras medidas en el campo de la administración y del arte. Muy pronto comenzó el horror:
“En enero de 1933 Adolf Hitler se convirtió en canciller de Alemania, y en las elecciones de marzo su partido, ayudado por el miedo y el caos que rodeaba el incendio del Reichstag y la suspensión de los derechos civiles, ganó su primera mayoría. El siete de abril se aprobó una ley para “el restablecimiento del cuerpo de funcionarios del Estado profesional”. Esta legalizaba la destitución de cualquier empleado del gobierno que no agradara a los nacionalsocialistas. Los directores y los miembros de la plantilla de los museos, los artistas que enseñaban en las escuelas y las academias de arte, los urbanistas y los profesores universitarios eran todos empleados del Estado. Para quienes no lo eran, Joseph Goebbels, el nuevo ministro de Propaganda y Educación Física, había propuesto, el 13 de marzo, un nuevo ente que a la larga regularía todo lo relacionado con las artes: la Reichskulturkammer, o Cámara de Cultura del Reich. Se exigió ser miembro de esta organización paraguas a todos los artistas, escritores, músicos, marchantes, arquitectos, etc. Quienes no lo eran no podían conseguir un empleo, vender ni exponer sus obras, ni siquiera realizarlas. Entre los que no se aceptaban como miembros figuraban los judíos, los comunistas y, a la larga, en el área de las bellas artes, aquellos cuyos estilos no se ajustaran al ideal nazi.” (p. 22)
Así comenzó el ataque contra los artistas y las obras de arte que no encajaba con los parámetros nazis y se creó el célebre concepto del “arte degenerado” (Entartete Kunst), que implicaba, obviamente, la existencia de artistas “degenerados” y de movimientos artísticos “degenerados”, supuestamente a consecuencia de una pretendida “influencia judía” y bolchevique que convenía erradicar. Bajo esa etiqueta, Arte Degenerado, acabaron englobando la mayor parte del arte contemporáneo previo a la ascensión del Nazismo al poder. Se acosó y se persiguió a los artistas alemanes considerados “degenerados”. Gradualmente se les marginó, se les humilló, se les insultó y finalmente se les prohibió no tan sólo exponer sus obras sino crearlas. Se llegó incluso al extremo de prohibirles comprar material de arte, como forma de asegurarse de su inactividad. Algunos artistas se exiliaron, otros intentaron continuar clandestinamente con su trabajo, otros (como Ernest Kirchner) se suicidaron. Pero todo esto no fue bastante: había que dar un paso más y corregir la historia del arte de los últimos decenios, es decir, purgar lo que ya se había hecho. Un Comité de confiscación extrajo casi 16.000 obras de “arte degenerado” de las colecciones públicas alemanas (p. 37). Las obras purgadas tuvieron un destino desigual: muchas se enajenaron, otras (unas 650) se utilizaron para la infamante exposición titulada precisamente “Arte Degenerado” (Munich, 1937), y el resto..., bueno..., con el resto se comenzó a mostrar qué era aquello que se avecinaba en Europa:
“A pesar de toda la actividad comercial, el almacén de la Copernicusstrasse seguía estando tan lleno que daba pena. Franz Hofmann, fanáticamente deseoso de llevar a cabo las políticas de purificación de Hitler al pie de la letra, aprovechó para deshacerse de las obras que quedaban, que declaró eran “inexplotables”. Sugirió que fueran “quemadas en una hoguera como un acto de propaganda simbólica” y ofreció “pronunciar una oración fúnebre apropiadamente cáustica”. Impresionados ante la idea de semejante destrucción, Hetsch y los marchantes se llevaron todo lo que pudieron. Pero Goebbels estuvo de acuerdo con el plan de Hofmann y, el 20 de marzo de 1939, 1004 pinturas y esculturas y 3825 dibujos, acuarelas y obras gráficas se quemaron como ejercicio de práctica en el patio de la central del Cuartel de Bomberos de Berlín, a unos pocos metros de la calle.” (p. 40)
Lo que más ha perdurado en la memoria colectiva ha sido la gran exposición sobre “Arte Degenerado” que, a pesar de lo que pueda parecer, llegó a resultar embarazosa para los nazis, pues fue un gran éxito de público. Mucha gente acudió a contemplar las obras expuestas (que incluían trabajos de Otto Dix, Marc Chagall, Max Ernest, Paul Klee, Edvard Munch, Kandinsky, Ernest Kirchner, Emile Nolde y muchos otros grandes maestros del arte contemporáneo), primero en Munich y luego en otras localidades, y a pesar de que las obras habían sido escogidas y colocadas con la intención de provocar el mayor desprecio hacia ellas (las etiquetas que las acompañaban las ridiculizaban sin disimulo), no quedó tan claro que esa fuera la opinión de las miles de personas que acudieron a verla. En cualquier caso, el daño ya estaba hecho.
El comienzo de la Segunda Guerra Mundial se vio precedido por el Anschluss austriaco (marzo de 1938), la anexión de los Sudetes (1 de octubre de 1938) y posteriormente del resto de Checoslovaquia (protectorados de Bohemia y Moravia, marzo de 1939). Estos acontecimientos constituyeron un preludio, a escala menor, de lo que ocurriría posteriormente durante la guerra. Se confiscaron las propiedades de los “enemigos del Reich” (principalmente de judíos, aunque no exclusivamente, p. 55 y ss.), entre ellos las de los Rothschild, al tiempo que se saqueaban diversas instituciones, como la biblioteca de la Universidad de Praga o el museo nacional checo (p. 63). Un caso pintoresco fue el de las insignias reales del Sacro Imperio Romano Germánico, vinculadas durante siglos a los Habsburgo y conservadas en el Hofburg de Viena, que fueron trasladadas a Nuremberg y rescatadas en 1944 del búnker construido debajo del Kaiserburg donde se las intentó hacer desaparecer (p. 418 y ss.). También fue en esta época cuando empezaron a tomar cuerpo los planes de Hitler para la construcción de un gran museo de arte en su amada ciudad de Linz, proyecto que centraría muchos otros esfuerzos del Führer en la búsqueda y compra/confiscación de grandes obras artísticas por toda Europa. Por otro lado, los problemas para el patrimonio artístico ocasionado por la Guerra Civil española, y muy especialmente la evacuación del Museo del Prado a Suiza para poner a salvo su colección de pinturas, esculturas y joyas, constituyen un ensayo, en una escala más reducida, de los gravísimos problemas a los que habría de enfrentarse toda Europa en los años posteriores.
Finalmente, en septiembre de 1939, con la invasión de Polonia dio comienzo la Segunda Guerra Mundial. A una rápida y relativamente fácil expansión alemana seguiría posteriormente un estancamiento que sería el preludio del repliegue y la derrota finales. Los planes nazis para los diferentes territorios ocupados variaban en función de una serie de factores, y oscilaban entre la descarnada brutalidad reservada para los territorios del Este (y especialmente para Rusia) y los proyectos “más moderados” ideados para Europa occidental, a pesar del alto precio que también hubieron de pagar:
“El 21 de junio todo había terminado. En ese momento un jubiloso Hitler controlaba la mayor parte del continente europeo. La idea nazi de qué hacer con sus nuevos territorios del Oeste era radicalmente diferente de su concepto de explotación del Este. Los atractivos culturales del Oeste se suponía que iban a ser disfrutados además de conquistados. Estos países se integrarían económicamente en la esfera alemana. Las zonas más “germánicas”, como Holanda, Flandes y Luxemburgo, se estructurarían de la misma manera que la propia Alemania, y se convertirían en parte del “Reich nórdico”. A Francia, como siempre un caso especial, se le permitiría conservar aspectos de su cultura que no se tolerarían en el resto del imperio de Hitler, muchos en el régimen nazi estaban secretamente llenos de admiración por la civilización de su elegante y arrogante vecino.
No había necesidad de que el conquistador se llevara las colecciones nacionales de estas nuevas “provincias”; en ese momento el Reich de los Mil Años era el propietario de ellas. Llegado el tratado de paz, los museos controlados por el gobierno inmediatamente pasaría a estar bajo el control del Ministerio de Cultura alemán y las colecciones podrían redistribuirse como indicaban las investigaciones de los historiadores del arte alemán. En el ínterin, al Reich le interesaba controlar y ayudar a conservar estas colecciones. Los museos nazis recientemente fundados continuarían ampliándose mediante confiscaciones de las propiedades de “extranjeros enemigos” (que al fin y al cabo incluía a todos los judíos sin tener en cuenta su nacionalidad) y un programa de compras de proporciones gigantescas, alimentado por los ilimitados fondos entonces disponibles para los alemanes procedentes de la economía de sus víctimas.
Toda esta conservación, confiscación y distribución la llevaría a cabo un complejo grupo de burocracias, a menudo en feroz competencia, cuya explotación totalmente cínica de aquellos que estaban en su poder se justificaba, en el interior de los pechos verdaderamente nazis, con una serie igualmente compleja de legalismos y racionalizaciones. La loca magnificencia del conjunto, que preveía nada menos que una completa redistribución y reorganización de los pueblos de Europa y sus patrimonios, es impresionante. En el purificado Orden Nuevo todo sería perfecto y homogéneo. Los pensamientos, sonidos, imágenes y seres indeseables serían eliminados. Entonces todas las cosas estarían magníficamente organizadas, serían eficientes y limpias, y se encontrarían clasificadas y ordenadas en las relucientes ciudades nuevas, para la gloria del germanismo.” (p. 125-126)
Antes de la guerra los alemanes elaboraron largas listas de obras de arte situadas en el territorio de los países ocupados o a ocupar y cuya apropiación deseaban. Siguieron para ello los criterios más curiosos, recordando incluso agravios que se remontaban a la época napoleónica, pero fueron dos (principalmente) los grupos en los cuales centraron su atención: obras “germánicas” (de origen alemán o vinculadas a la historia de Alemania) y obras de gran valor intrínseco, es decir, obras de primerísimo nivel. Contrasta esta actitud (y la de los expertos del ejército rojo) con la de los Monuments Men que trabajaron en los ejércitos aliados con la intención de proteger el patrimonio artístico que se vio afectadas por el conflicto. Ya durante la invasión de Polonia, con la ayuda de diversos historiadores del arte alemanes, se procedió a una sistemática apropiación de obras artísticas que fueron divididas en tres niveles diferentes: las más importantes se reservaron para los museos alemanes y especialmente para la colección de Hitler para Linz; “las obras de segunda clase simplemente se almacenaron, en tanto que los objetos de tercera clase se pusieron a disposición de los decoradores de interiores y arquitectos de Frank para la restauración de despachos y residencias” (p. 79). En una sola iglesia de Poznan se almacenaban en febrero de 1941 unos 2.300.000 libros confiscados en bibliotecas privadas polacas (p. 97). La magnitud del saqueo, destrucción y horror que se vivió en Polonia es difícilmente imaginable, y con seguridad solamente el que se vivió poco después en Rusia pudo superarlo. Bastan unos pocos párrafos del libro para poder proporcionar cierta idea de lo ocurrido allí:
“Menos mal que los agotados ciudadanos de Leningrado no estaban enterados de las ideas de Hitler acerca de la ciudad. Por la noche, en la Guarida del Lobo, el jefe nazi disertaba pomposamente y sin parar a su personal acerca de su visión de la historia y sus planes para Rusia, monólogos que fueron grabados por orden de Bormann. Hitler explicó que Alemania había dejado pasar la oportunidad en la distribución del «Lebensraum» en el pasado a causa de su implicación en las guerras religiosas. La fundación de San Petersburgo, reflexionó, había sido una catástrofe para Europa. Por consiguiente, debía «desaparecer por completo de la faz de la Tierra, como lo haría Moscú». Sólo entonces, teorizó, los eslavos se «retirarían a Siberia», y proporcionarían a Alemania su espacio vital. El Führer no se preocupaba por las obras de arte en esas ciudades. Daba por sentado, correctamente, que habían sido sacadas hacia el este por tren o almacenadas en castillos en el campo.
Los invasores estaban preparados. El 2° Batallón Especial de Von Kunsberg se trasladó de inmediato a la zona recientemente conquistada. Había algunas cosas germánicas que habían sido elegidas como blanco para ellos, pues el Informe Kümmel que había hecho la lista de esos artículos en el Oeste también tenía una sección rusa. Uno de los primeros objetivos de Von Kunsberg era el Salón de Ámbar, que en su origen había adornado el palacio prusiano de Mon Bijou, y el cual, según dice la leyenda, el rey soldado Federico Guillermo II había dado a Pedro el Grande a cambio de un batallón de mercenarios rusos elegidos. Los bien equipados secuaces de Von Kunsberg realizaron rápidamente el traslado de los paneles del Salón de Ámbar, los cuales, desmontados y embalados con sumo cuidado en veintinueve cajones, se enviaron al museo de Kiinigsberg, lugar de gran atractivo para las recolecciones principales de los Territorios Orientales. Los museos no perdieron tiempo en desembalar e instalar las nuevas adquisiciones. El 3 de enero de 1942 el Frankfurter Zeitung anunció al país en un artículo de primera página que la colección única, «salvada por los alemanes del destruido palacio de Catalina la Grande está ahora en exposición». Cerca se encontraba el famoso Globo Gottorp, un planetario en miniatura en el cual doce personas podían sentarse y contemplar la disposición de los cielos representada en el interior. El globo, hecho para el duque de Holstein-Gottorp en el siglo XVII, era muy admirado por su descendiente, el zar Pedro III, a quien con el tiempo se regaló. En ese momento la prensa nazi informó de que «gracias a la lucha de nuestros soldados esta obra de arte única ha sido obtenida y será llevada de nuevo a su viejo hogar en Gottorp».
Los Comandos Especiales no se limitaron a estas creaciones alemanas. Ellos y el resto del Ejército, de hecho no comportándose de una «manera caballeresca», se llevaban todo lo que podían de la miríada de palacios y pabellones en torno de Leningrado, incluidos los suelos de parqué. Abrieron los cajones embalados y tomaron cuanto quisieron de sus contenidos. Rompieron o ametrallaron los espejos, arrancaron de las paredes los brocados y las sedas. En Peterhof, en las afueras de Leningrado, ante la vista de los turbados ciudadanos destruyeron la maquinaria que controlaba las famosas fuentes en cascadas y arrancaron las estatuas doradas de Neptuno y Sansón sobre las cuales jugaban las aguas para llevarlas al horno de fundición. Los estragos en Leningrado fueron sólo el comienzo.” (p. 235-237)
Que el trato que se diera a los países de Europa Occidental no fuera el mismo que el que se dio a los países de Europa del Este no quiere decir que la situación que se vivió en estos países a medida que fueron ocupados por las tropas nazis no fuera terrible. Cada uno de ellos trató, usando sus propios recursos y con mayor o peor fortuna, de proteger su propio patrimonio y a sus propios ciudadanos. Fue una tarea muy difícil, en ocasiones heroica, y a su descripción dedica la autora buena parte del contenido del libro. A modo de ejemplo, un simple párrafo acerca de la situación en Francia nos puede ilustrar acerca de la magnitud global del problema que se generó:
“El principal objetivo de Mlle. Valland era descubrir en qué lugar de Alemania estaban almacenadas las incautaciones del ERR [Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg]. Pues las adquisiciones personales de Hitler y Goering eran sólo una parte de lo que había salido de Francia. Entre abril de 1941 y julio de 1944, 4174 cajones, que llenaron 138 furgones y contenían al menos 22.000 lotes, fueron llevados al Reich. Había habido muchas discusiones acerca de dónde conservar todo esto. [...] Fue el propio Hitler quien eligió el pseudomedieval castillo de Neuschwanstein, construido por el Rey Loco Luis de Baviera, en una zona remota cerca de la frontera austriaca Pero tan enorme fue el número de cosas llevadas allí que los envíos posteriores tuvieron que distribuirse entre depósitos aún más remotos: Chiemsee, el monasterio de Buxheim, el castillo de Nikolsburg en Checoslovaquia, y los castillos de Kogl y Seisenegg en Austria.” (p. 170)
El problema de la localización de las grandes cantidades de obras artísticas que se movilizaron a causa de la guerra se agravó por el hecho de que los nazis no tan sólo recurrieron a personas interpuestas para hacerse con obras de arte en los casos en los que no se podía recurrir lisa y llanamente a la confiscación, además de por el uso, cuando convino, de las valijas diplomáticas o de las embajadas alemanas en países neutrales. Suiza, que mantuvo antes, durante y después de la guerra un comportamiento en ocasiones equívoco y discutible, fue uno de los países utilizados para ello (p. 209), igual que ya lo fuera antes de la guerra en las operaciones alemanas de “limpieza” de obras de arte “degeneradas” procedentes de los museos alemanes (su subasta en Berna en junio de 1939 fue de las que hicieron época). Las obsesiones nazis en lo tocante a este tema prosiguieron (con algunas excepciones) durante la guerra. Así, por ejemplo, se destruyeron deliberadamente obras pintadas por judíos o que retrataban a judíos, además de obras maestras de artistas “degenerados”:
“Las obras modernas que se dejaron, además de los retratos de familia judíos y las obras de artistas judíos, fueron, según Rose Valland, rotas a patadas o rasgadas con cuchillos para separarlas de sus marcos, acarreadas al jardín del Jeu de Paume, y quemadas junto con otros trastos viejos el 27 de julio. Los inventarios del ERR se actualizaron con sumo cuidado: se trazaba una línea en cada entrada eliminada, y junto a ella se escribía «vernichtet» (destruida). De este modo se señaló el gran Judenportrüt-Dame (196 x 130 cm) de una tal Mme. Swob-d’Héricourt «con traje de noche [...] delante de una escalera de piedra con dos caballos brincando» junto con obras de Picasso, Picabia, La Fresnaye, Klee, Miró, Ernst, Arp, Dalí, Masson y Léger.” (p. 211)
Italia, debido a su enorme patrimonio histórico-artístico y a sus particulares circunstancias durante el conflicto, fue un caso especialmente difícil. De hecho, los Monuments Men, que comenzaron su trabajo en el norte de África, se desarrollaron verdaderamente como tales con la invasión aliada de Italia con el objetivo de minimizar la destrucción de su patrimonio durante la ocupación. Consiguieron, eso sí, minimizarla, pero no evitar pérdidas muy importantes, de las que Montecasino es todo un símbolo. Varias de esas destrucciones durante los combates fueron imposibles de evitar, por parte de uno y otro bando, dada la magnitud del patrimonio italiano, si bien una parte de la destrucción no fue involuntaria. Algunos párrafos de la obra son muy ilustrativos:
“Su prudencia estuvo justificada, pues el 26 de septiembre, unos soldados enfurecidos ante la resistencia partisana en Nápoles rociaron con queroseno los estantes de la biblioteca de la universidad y les prendieron fuego. Sus 50.000 volúmenes aún ardían cuando, el 28 de septiembre, soldados saqueadores descubrieron en Nola los 80.000 maravillosos libros y manuscritos de los varios archivos de la Italia meridional y, a pesar de dos días de desesperadas negociaciones por parte de los guardias, deliberadamente los quemaron. Con ellos el fuego también consumió los mejores cristales, cerámicas, esmaltes y marfiles del Museo Cívico y unas cuarenta y cinco de sus pinturas. Estos actos gratuitos de destrucción fueron una sorpresa total para los italianos. Tendrían muchas más en los meses venideros.
Cuando, después de la intensa resistencia de las fuerzas de Kesselring, los aliados entraron en Nápoles el primero de octubre, la situación no mejoró mucho. La universidad soportó una segunda ola de destrucción. Los soldados aliados desvalijaron los laboratorios, y mezclaron de manera irremediable colecciones de conchas y piedras que había llevado décadas reunir. Pronto se vio a las tropas circulando por la ciudad en jeeps decorados con cientos de tucanes y papagayos de maravillosos colores, águilas e incluso avestruces disecados de la colección del zoológico. Los conservadores fueron bruscamente expulsados de sus despachos en el Museo Floridiana. El personal británico, francés y estadounidense se alojó en el Capodimonte y el Palacio Real, donde, con la alegre ayuda de las mujeres de la noche napolitana, arrancaron los brocados de las paredes, presumiblemente para convertirlos en prendas de vestir de una u otra clase. El Museo Nazionale, donde a pesar de todas las evacuaciones aún quedaban quinientos objetos, se destinó a almacén de suministros hospitalarios.” (p. 283)
Los directores italianos de Belli Arti hicieron lo que pudieron pero las pérdidas graves continuaron. Una de las peores destrucciones (el 11 de marzo de 1944, a causa de un bombardeo aliado) fue la de los frescos de Mantegna de la Capilla Ovetari en la iglesia de los Eremitani (Padua). La autora habla de ellos como si se tratara de algo perdido para siempre, pero esto no es exactamente así. Sus fragmentos fueron recogidos con paciencia y, recientemente, con la ayuda de técnicas informáticas, han sido reconstruidos, hasta donde se ha podido, utilizando un procedimiento llamado “anastilosis virtual o informática” en el cual, como si se tratara de un inmenso rompecabezas de pequeñas piezas (en este caso más de 80.000), se comparan y reubican en una plantilla los fragmentos conservados. En septiembre de 2006 ya se había completado y abierto al público la recién finalizada restauración de la pared derecha de la capilla y se sigue trabajando en el resto de la obra.
También se perdieron, entre otras muchas obras, las antiguas galeras del emperador Calígula, para cuya recuperación se había llegado a desecar el lago Nemi, o los viejos puentes de Florencia, uno de ellos diseñado por Miguel Ángel. Sin embargo, se puede considerar que se consiguió salvar la mayor y más valiosa parte del patrimonio de las ciudades de arte italianas (p. 304).
El comportamiento de los ejércitos aliados, aunque por supuesto no fue inmaculado, fue completamente diferente al de los ejércitos alemán y soviético durante la guerra, y los Monuments Men así lo atestiguan. A pesar de las reticencias iniciales («Me resulta difícil de creer que pueda fundarse alguna organización que llevara a cabo las sugerencias contenidas en su petición; por ejemplo, incluso suponiendo que fuera posible para un arqueólogo acompañar a cada ejército invasor, no puedo dejar de sentir que tendría grandes dificultades en disuadir a un comandante de que bombardeara un objetivo militar importante simplemente porque contiene algunos hermosos monumentos históricos», escribió Clark (p. 262)), tanto británicos como estadounidenses fueron lentamente tomando las medidas adecuadas para minimizar los daños de la campaña bélica y para anticiparse a las consecuencias que inevitablemente llegarían con su finalización. Así, en junio de 1943, los norteamericanos ya habían establecido la llamada Comisión Estadounidense para la Protección y Salvamento de Monumentos Artísticos e Históricos en Zonas de Guerra. Muy diferente era la actitud del ejército y las autoridades soviéticas. Difícilmente se puede comprender su comportamiento sin recordar hasta qué punto había llegado a ser brutal y despiadada la campaña de aniquilación que previamente habían lanzado los nazis contra su territorio y contra su población. Sin que se pueda justificar nada de lo que hicieron, se debe reconocer que su actitud con respecto al patrimonio histórico-artístico alemán era la otra cara de la moneda de lo que los propios alemanes habían hecho en Rusia los años precedentes. A modo de ejemplo, la autora relata así la actividad del Ejército Rojo y de sus expertos en arte (miembros de la llamada Comisión de Trofeo) al producirse la caída de Berlín en 1945:
“Mientras tanto el Ejército Rojo se encontró con las fuerzas aliadas y sitiaron Berlín, a la que procedieron a bombardear tan conscientemente como los nazis habían bombardeado Leningrado, Sebastopol y tantas otras ciudades. A todo su alrededor se extendía un país lleno de minas, cuevas y castillos atestados de arte. Los soviéticos no estaban desprevenidos. El Ejército Rojo, popularmente representado como una horda salvaje, de hecho tenía un grupo muy organizado de cualificados especialistas del arte que cuidadosamente habían trasladado las mejores cosas antes de que se pusieran en marcha las tropas menos refinadas. No estaban interesados en proteger edificios ni evitar el saqueo; formaban parte de la llamada Comisión de Trofeo, cuyo objetivo era la acumulación de objetos valiosos transportables de todas clases, desde maquinaria pesada a comida, y su traslado a la Unión Soviética.
Los rusos llegaron a la Isla de los Museos de Berlín el 2 de mayo, tres semanas después de la captura estadounidense de Merkers. En esas semanas los museos habían formado parte de la defensa final de la ciudad. El bombardeo era constante. Los dos conservadores responsables de las enormes extensiones de la Nationalgalerie y los museos Pergamon, Kaiser Friedrich, Altes y Neues habían tratado de proteger lo que había quedado de los defensores alemanes que, entre otras cosas, querían usar las partes que se conservaban del altar de Pérgamo para construir barricadas protectoras. Los primeros rusos llegaron apenas unas horas después de que las fuerzas alemanas habían abandonado el edificio.
Precisamente el día siguiente los rusos llevaron al doctor Kümmel, director de los Museos de Berlín, a un recorrido por todos los edificios de los museos y las torres de fuego antiaéreo del zoo. El Pergamon estaba malamente dañado; su división del Lejano Oriente había estropeado sus techos de cristal, y los delicados relieves se hallaban expuestos a los elementos. En el Kaiser Friedrich los mosaicos de Rávena estaban hechos añicos. Despachos y almacenes estaban destrozados y saqueados. Con tono amenazador no se permitió a los funcionarios de museos alemanes el acceso a las zonas de almacenamiento de la Nueva Casa de la Moneda ni al Museo Schloss.
Los rusos comenzaron el traslado de las obras de todos estos lugares cuatro días más tarde, que fue cinco días antes de la rendición alemana final. Comenzaron con los depósitos y museos que más tarde estarían en los sectores de Berlín asignados a los aliados occidentales, y llevaron las cosas al punto de recogida de Karlshorts, bien adentro en la futura zona soviética. La evacuación del zoo de Flakturm, que estaría en el sector británico, duró un mes. El director Unverzagt del Museo de Prehistoria, que se había quedado en el lugar, fue obligado a entregar las posesiones del museo, que presumiblemente incluían el tesoro troyano. Los cuadros de la Nationalgalerie que habían quedado allí se llevaron a un castillo en las afueras de Berlín, donde los mejores se seleccionaron para ir a la URSS y los restantes se dejaron para quien los quisiera y pronto comenzaron a aparecer en las tiendas de Berlín.
Los acontecimientos en el Friedrichshain de Flakturm, que todavía conservaba un gran número de cosas, entre ellas algunos cuadros de tamaño descomunal y primera calidad, son menos claros. No se permitió la entrada de los guardias alemanes asignados a la torre durante dos días después de la llegada de los rusos, pero cuando entraron todo parecía estar bien. Al hacer una nueva inspección el 5 de mayo descubrieron que habían entrado en algunas de las habitaciones de almacenamiento, al día siguiente llegaron a descubrir que un suelo había sido incendiado y todavía continuaba ardiendo. El humo y el calor impidió el acceso a otras zonas. Cuando Kümmel y su escolta rusa llegaron el día 7, la torre no tenía guardias y estaba abierta a los saqueadores, que en efecto habían estado muy atareados. Evaluar los daños era casi imposible en los espacios no iluminados. Kümmel pidió a los oficiales rusos que apostaran una guardia seria, pero parece que no lo hicieron. En los diez días siguientes el saqueo continuó y hubo otro incendio, que redujo todo lo que había quedado dentro a cenizas. Sin que los desesperados conservadores de Berlín lo supieran, los rusos se habían llevado un gran camión cargado de cenizas y escombros, que escudriñaron cuidadosamente en busca de objetos pequeños; pero la mayor parte quedó sin ser apreciada en un enorme montón dentro del búnker.
El traslado de los objetos que se conservaban en las cámaras acorazadas de la Isla de los Museos, seguros dentro del sector ruso, se retrasó hasta más tarde ese mismo año. Los rusos no actuaban sin discernimiento. Se llevaron casi todo salvo el kitsch del siglo XIX favorito de Hitler. Más tarde los funcionarios de Berlín se quejaron malhumorados de que no se habían dado documentos ni recibos apropiados por esos traslados. Hasta hoy en día los alemanes siguen sin entender las acciones de los rusos. Todavía en 1984 un conservador escribió con resentimiento de los rusos, la mayor parte de cuyo patrimonio en esos días de mayo todavía languidecía en los depósitos nazis: «La fuerza de ocupación soviética llamó a estos traslados “protección”. No podíamos entender la finalidad de esto. ¿De qué o quién había que protegerlos? Nosotros éramos perfectamente capaces de hacernos cargo de esas cosas». El superior de los conservadores en ese entonces, el doctor Otto Kümmel, autor del informe que había dispuesto el total despojo de Francia, quizás habría podido explicarlo.” (p. 433-435)
Hitler conoció a través de sus servicios de espionaje el contenido de los acuerdos de la Conferencia de Yalta (p. 373), y pocas cosas hablan más a favor de la política estadounidense durante el conflicto que el hecho de que se eligieran preferentemente como refugios para las obras de arte que estaban en manos alemanas aquellos lugares que ofrecían mejores condiciones y que estaban incluidas dentro de la futura zona aliada de ocupación, tratando de evitar el área asignada a los soviéticos.
Comenzó así un proceso de signo opuesto a aquel de los primeros años de la guerra: los ejércitos alemanes se replegaban y los ejércitos aliados avanzaban recuperando gradualmente el control de todos los territorios que habían estado bajo el dominio nazi.
Así es como fueron llegando a los diferentes refugios y escondites en los que los alemanes habían agrupado las obras de arte expoliadas así como su propio patrimonio histórico-artístico, mezclados en algunas ocasiones con depósitos de oro y divisas extranjeras, y en otras con armamento. Muchos de estos depósitos fueron encontrados y su contenido recuperado por los ejércitos aliados durante su avance hacia el corazón de Alemania, pero no se descarta en absoluto (de hecho, es seguro) que a fecha de hoy siguen sin haberse encontrado todos los escondrijos en los cuales los nazis ocultaron su tesoro robado. Muchos de estos hallazgos fueron en verdad impresionantes, y, sin lugar a dudas, fue el de Alt Aussee el que superó todas las previsiones. Pero no fue, ni mucho menos, el único que impresionó por su contenido. Sin ir más lejos, el de Bernterode consiguió por sí mismo dejar sin palabras a aquellos que lo descubrieron:
Así es como fueron llegando a los diferentes refugios y escondites en los que los alemanes habían agrupado las obras de arte expoliadas así como su propio patrimonio histórico-artístico, mezclados en algunas ocasiones con depósitos de oro y divisas extranjeras, y en otras con armamento. Muchos de estos depósitos fueron encontrados y su contenido recuperado por los ejércitos aliados durante su avance hacia el corazón de Alemania, pero no se descarta en absoluto (de hecho, es seguro) que a fecha de hoy siguen sin haberse encontrado todos los escondrijos en los cuales los nazis ocultaron su tesoro robado. Muchos de estos hallazgos fueron en verdad impresionantes, y, sin lugar a dudas, fue el de Alt Aussee el que superó todas las previsiones. Pero no fue, ni mucho menos, el único que impresionó por su contenido. Sin ir más lejos, el de Bernterode consiguió por sí mismo dejar sin palabras a aquellos que lo descubrieron:
Nunca en sus sueños más extravagantes los estadounidenses habrían podido imaginar lo que en ese momento veían: en la habitación dividida con tabiques había cuatro enormes ataúdes, uno decorado con una corona mortuoria y cintas que llevaban símbolos nazis y el nombre de Adolf Hitler en grandes letras. Colgadas por encima de los ataúdes y cuidadosamente colocadas por la habitación había muchas banderas de regimientos alemanes. Cajas, pinturas y tapices estaban amontonadas en una zona. Andando con pies de plomo por si había trampas explosivas, los asustados hombres, seguros de que habían encontrado la tumba del Führer, apostaron un guardia y llamaron a sus superiores del 1er Ejército. Una nueva inspección reveló «un cetro y un orbe ricamente adornado con piedras preciosas, dos coronas y dos espadas con vainas finamente trabajadas en oro y plata». Para Hancock, que llegó al día siguiente, la disposición teatral parecía claramente un sepulcro, que sugería «el escenario para un ritual pagano». Y de hecho los ataúdes, precipitadamente señalados con tarjetas escritas a mano colocadas en las partes superiores, contenían los restos, no de Hitler, sino de tres de los más venerados gobernantes de Alemania: el mariscal de campo Von Hindenburg, Federico el Grande y Federico Guillermo I, un hecho confirmado por los artificieros, que, obrando con la mayor precisión, habían inspeccionado dentro y visto los restos apergaminados pero bien embalsamados del en otro tiempo rechoncho «Rey sargento». El cuarto ataúd correspondía a la mujer de Von Hindenburg. Junto a ellos había una pequeña caja de metal que contenía veinticuatro fotografías de los mariscales de campo contemporáneos, y sobre ellas una de Hitler. Encima había 225 banderas que databan desde las primeras guerras prusianas hasta la Primera Guerra Mundial. En tres cajas estaban las insignias reales de la corona prusiana, que además de las cosas ya enumeradas incluía un magnífico Totenhelm emplumado. Una pequeña nota aseguraba a quien lo encontrara que no había joyas en las coronas pues se habían quitado «para una venta honrada».
En su entusiasmo, Hancock al principio no había prestado atención a los cuadros. Había 271 en total, extrañamente reñidas con el esplendor militar alrededor de ellos. Entre los primeros que examinó figuraban, para su sorpresa, el magnífico “Embarque para Citerea” de Watteau, del palacio de Charlottenburg, “Venus y Adonis” de Boucher, “La cocinera” de Chardin y varios Lancret. Más en armonía con el ambiente estaba una serie de Cranach. Un gran número eran retratos de corte del palacio de Sans-Souci en Postdam. Un examen más a fondo de toda la habitación, a la cual sólo había una entrada que había sido cerrada con llave desde el interior, produjo un misterio final: ¿cómo habían salido de allí quienes habían entrado todo eso?” (p. 405-406)
Sería una tontería pensar que todos los movimientos de obras de arte que tuvieron lugar entre los años 1939 y 1945 en la Europa ocupada por el ejército nazi fueron involuntarios o productos de la coacción o la confiscación, aunque por supuesto eso abundó. Los alemanes, por razones tanto culturales como económicas, fueron magníficos clientes en el mercado del arte durante este periodo. El propio Clark, convencido de que todo había sido obra de un gran expolio, escribió a su llegada a un París recién liberado: «Los alemanes eran los mejores clientes que los marchantes habían tenido jamás. Cuando visité a los marchantes que conocía, incluidos los judíos, se rieron de mí» (p. 367). Esto es algo que no puede perderse de vista: los descendientes de las víctimas del expolio nazi que continúan buscando y reclamando su patrimonio perdido deben demostrar no sólo que son sus legítimos herederos y que las obras de arte que reclaman fueron alguna vez propiedad de su familia con anterioridad a la guerra, sino que su enajenación tuvo lugar contra de su voluntad, por confiscación o por venta forzada ante la imposibilidad de negarse a ello, bien fuera a un precio inferior o a un precio justo. A partir de aquí, y ya desde los años inmediatamente posteriores al fin de la guerra, la situación no ha hecho más que complicarse a pesar de los recientes esfuerzos internacionales por facilitar una solución justa. Se acordó una definición jurídica del término “saqueado” y se llegó al acuerdo general de que toda propiedad “llevada a Alemania durante la ocupación se presumiría que había sido transferida bajo coacción y, por consiguiente, tratada como propiedad saqueada” (p. 388). El comienzo de la Guerra Fría complicó todo el proceso, ya que los acuerdos internacionales habían establecido que las obras de arte expoliadas debían devolverse a sus países de origen y fue cada vez más frecuente que las reclamaran ciudadanos procedentes de los países bajo ocupación soviética pero que habían huido a Occidente.
En los interrogatorios y juicios que se incoaron contra varios de los responsables del expolio nazi en Europa fue habitual escuchar una misma justificación: sólo protegían el arte, sólo seguían órdenes (p. 456). En honor de los Monuments Men debe decirse que ellos jugaron también un papel decisivo para que las autoridades estadounidenses, aplicando hipócritamente el mismo concepto de “proteger el arte”, no llevaran a cabo al final de la guerra un expolio más o menos disimulado de las obras de arte alemán que cayeron en sus manos; y en su lucha por evitarlo llegaron incluso a firmar varios de ellos el que se dio en llamar “Manifiesto de Wiesbaden”. Con su actitud sin duda consiguieron de alguna manera influir en la opinión pública americana:
“En los días siguientes, 32 de los 35 oficiales de Monumentos en el teatro se las arreglaron para llegar hasta Wiesbaden, o comunicarse con él. Juntos redactaron un documento de protesta, formalmente suavizado por Everett Lesley, que llegó a conocerse como el Manifiesto de Wiesbaden. Después de elocuentes párrafos introductorios, afirmaba:
En este momento las naciones aliadas están preparándose para procesar a individuos por el crimen de confiscar, con el pretexto de «custodia protectora», los tesoros culturales de los países ocupados por los alemanes. Una gran parte de la acusación se basa en el razonamiento de que aunque los individuos actuaban obedeciendo órdenes militares, los dictados de una ley moral superior los obligaba a negarse a llevar a cabo, o a aprobar, el cumplimiento de esas órdenes. Nosotros, los abajo firmantes, consideramos nuestra obligación señalar que, aunque como miembros de las fuerzas armadas, llevaremos a cabo las órdenes que recibimos, de esta manera se nos pone ante cualquier mirada cándida como no menos culpables que aquellos cuyo procesamiento fingimos sancionar.
Deseamos declarar que a nuestro propio entender, ninguna reivindicación histórica afligirá continuamente tanto tiempo, ni será la causa de tanta amargura justificada, como el traslado, por la razón que sea, de una parte del patrimonio de cualquier nación, incluso si ese patrimonio se puede interpretar como premio de guerra. Y aunque este traslado puede hacerse con una total intención de altruismo, no obstante estamos convencidos de que es nuestro deber, individual y colectivamente, protestar contra él, y que aunque nuestras obligaciones son hacia la nación a la cual debemos lealtad, hay, sin embargo, obligaciones adicionales a la justicia común, la decencia y el establecimiento del poder de la justicia, no de la oportunidad ni la fuerza, entre las naciones civilizadas. Los Padres Fundadores habrían estado orgullosos.”
(p. 472-474)
El destino de las obras de arte que eran propiedad de Jacques Goudstikker es un ejemplo muy representativo de los problemas que ocasionó la guerra y sus confiscaciones, y de su continuidad en el tiempo. La autora explica a lo largo del libro, en determinados momentos, qué ocurrió con la colección de arte de este importante marchante holandés de ascendencia judía, y al final del libro (publicado en 1994) cree zanjar el asunto con esta explicación:
“El caso de Goudstikker fue igualmente complejo. Alois Miedl mantuvo su palabra y protegió la parte de Desi Goudstikker de la compañía, que había sido cuidadosamente invertida en valores y dinero holandés y no en reichsmarks. Detrás había dejado, en cierto desorden, lo que quedaba del arte y los bienes raíces de Goudstikker. Cuando la señora Goudstikker volvió a Holanda encontró al antiguo personal de la firma, incluidos aquellos que la habían vendido, allí para recibirla. Como sabía poco de lo que había sucedido, no estaba segura de cómo mirarlos. Le correspondía a ella demostrar que la venta de la firma había sido forzada y que el precio pagado era muy bajo. El último tema se hizo más difícil porque Goudstikker, en la década de 1930, había consistentemente subvalorado o depreciado obras, y más de 160 cuadros figuraban en los libros como que habían valido un florín holandés. Tampoco las autoridades holandesas estaban convencidas de que la venta tramada por los empleados de Goudstikker había sido forzosa. La señora Goudstikker, que no había estado implicada en las cuestiones comerciales de la firma, en ese momento temió que perdería todo, y renunció a su reclamación de los cuadros vendidos a Goering. Durante un tiempo trató de recuperar las cosas que aún se hallaban a nombre de Miedl, pero después de seis años también renunció a ellas; todas las obras recuperadas pasaron al Estado holandés. Por último compró de nuevo las tres casas de las que Miedl había tomado posesión, pero pronto tuvo que vender el castillo de Nyenrode y la oficina central de la firma en Amsterdam. Ofreció el hermoso Ostermeer al gobierno holandés a cambio de la autorización para vivir en una casa de campo en los terrenos. El regalo fue rechazado, pues no estaba dotado, y esa casa también se vendió.” (p. 505-506)
Pero aunque la autora parecía creer en 1994 que el caso estaba cerrado, en realidad no lo estaba ni mucho menos. La nuera de Jacques Goudstikker continuó su batalla legal contra el Estado holandés y obtuvo finalmente, el año 2006, una victoria judicial por la cual Holanda accedía a devolverle 202 obras de arte conservadas en museos holandeses y que no fueron devueltas a la familia, considerándose que habían sido expoliadas por los nazis y legítimamente les pertenecían. Pero tampoco acaba aquí la historia, pues acaba de saberse que la victoriosa heredera, Marei von Saher, ha tenido que subastar la mitad de la colección para hacer frente a los gastos del proceso legal que le permitió recuperarlos.
Igualmente penoso fue el caso de Paul Rosenberg, otro de los grandes marchantes de su época, que llegó a perder más de 400 cuadros. Cuenta la autora que “en 1953 Rosenberg seguía echando de menos setenta y un cuadros; cinco años más tarde esta cifra había descendido a veinte” (p. 502).
La búsqueda y recuperación de las obras de arte expoliadas se ha convertido en un auténtico negocio para diversos grupos, y en especial para detectives privados especializados en esta materia. Para empezar las familias herederas de los derechos deben demostrar que en algún momento poseyeron las obras de arte reclaman, aunque no sea más que mostrando alguna vieja fotografía que atestigüe que se encontraba en su poder antes de la guerra. Tras ello deben demostrar que la obra fue expoliada, es decir, confiscada o vendida de forma más o menos forzada. Y aquí es donde comienzan muchos otros problemas: ¿cómo demostrar que realmente fueron presionados para vender en el caso de que cobraran alguna cantidad de dinero?, o bien ¿cómo demostrar que tenían miedo y hubieron de aceptar la “oferta”?
Por otro lado se deben considerar también los derechos de los actuales propietarios, muchos de los cuales han adquirido las obras de arte objeto del litigio de forma legítima a anteriores propietarios que tal vez también las habían adquirido de la misma manera sin conocer que procedían del expolio nazi. Así, dependiendo de cómo jueguen las variables de cada caso, podemos encontrarnos múltiples situaciones. El Van Gogh de la actriz Elisabeth Taylor es un buen ejemplo de estos problemas. En su caso ha conseguido conservar la propiedad del cuadro (valorado actualmente en más de 20 millones de dólares) al estimar la justicia estadounidense que los herederos de Margarete Mauthner, su antigua propietaria no tienen derecho a él, al haber vendido la Sra. Mauthner (según el tribunal) el cuadro de forma voluntaria. La noticia de prensa que lo explica no da más información, pero ¿fue realmente esto así?, ¿realmente el cuadro fue vendido voluntariamente en 1939 o bien se ha favorecido en un tribunal norteamericano a una celebridad norteamericana?
El caso del cuadro del pintor francés Pisarro actualmente propiedad del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, reclamado por la familia Cassirer, es otro ejemplo significativo. El cuadro (“Rue Saint-Honoré après-midi. Effet de pluie”), en su día propiedad de la familia alemana de origen judío Cassirer, fue vendido bajo coacción por la bajísima cantidad de 900 marcos de la época. Ahora, Claude Cassirer, de 85 años de edad y actualmente ciudadano norteamericano, reclama su propiedad. Frente a ello, el Museo Thyssen-Bornemisza alega que el Barón Thyssen adquirió la obra en París en 1976 de buena fe e ignorando su historia anterior. Eso no debería ser excusa. Siguiendo las pautas internacionales de comportamiento en estos casos y los precedentes de la actuación de otras grandes instituciones culturales, está claro que el Museo Thyssen no puede ignorar sin más las alegaciones de la familia Cassirer y habrá de ofrecer algún tipo de compensación, como lo han hecho otros museos al descubrir que poseían obras procedentes del expolio nazi.
Muchas cosas han ido cambiando en los últimos años tanto en los gobiernos como en las opiniones públicas acerca del problema de los patrimonios expoliados por los nazis y que son objeto todavía hoy de búsqueda o litigio. El sentencia sobre el Van Gogh de Elisabeth Taylor debe estar bien fundada o de lo contrario es un caso a contracorriente. El aumento de sensibilidad internacional en torno a este problema es palpable por lo menos en dos frentes diferentes (dejando al margen el variable interés al respecto de las opiniones públicas de cada país): por un lado un mayor compromiso gubernamental e institucional (en especial por parte de los grandes museos de arte en posesión de piezas de origen discutible) y por otra lo que pudiera denominarse una mayor sensibilización en el ámbito judicial, con una línea de convergencia intermedia en torno a la opción de someterse a los veredictos de arbitrajes independientes y objetivos. Uno de los puntos de inflexión de esta tendencia fue la Conferencia de Washington (Washington Conference on Holocaust Era Assets) de 1998, donde se aprobaron 11 principios (no vinculantes) con respecto a la política a seguir internacionalmente en este tema. La reacción ha sido palpable en muchos países. A modo de ejemplo, Holanda creó en 1999 la conocida como “Comisión Ekkart” (Comisión de Seguimiento “Buscando el Origen”) cuyas recomendaciones al gobierno holandés fueron aceptadas por éste, que “adoptó una política de restitución más flexible”, al tiempo que creaba una Comisión de Restitución al efecto que continuará funcionando hasta el 4 de abril de 2008. En la página web de la embajada holandesa en Nicaragua se puede acceder a esta información en español así como a la relativa a la forma de solicitar la apertura de un procedimiento para una posible restitución de obras en poder del estado holandés, o bien de solicitud de asesoramiento en torno a litigios entre particulares. En 2006 Holanda tramitaba, según puede leerse en esta noticia, la restitución “de un lote de 4.217 obras custodiadas por instituciones públicas”.
Otros países han impulsado iniciativas parecidas, como por ejemplo Alemania, que en 2001 aprobó una serie de recomendaciones de comportamiento en esta materia. Varias naciones occidentales mantienen bases de datos públicas con el objetivo de ayudar a la localización de las obras desaparecidas. Así, Austria mantiene actualizado un catálogo digital que consta de más de 5.000 obras pertenecientes al estado que en su momento fueron robadas por el régimen nacionalsocialista, mientras otros países europeos como Francia o Alemania disponen de sus propias bases on-line, sin contar las varias creadas por iniciativas más o menos privadas.
Uno de los problemas más importantes estriba en la diferencia entre las distintas legislaciones en la materia entre los diversos países implicados. Mientras en algunos, como es el caso de España, la trasmisión de esta clase de bienes se validad por el paso del tiempo (excepto si se presentan reclamaciones) en otros la propiedad de las obras procedentes del expolio nazi no se valida nunca ni prescriben los derechos de los legítimos propietarios. Así pues, dependiendo del país donde se localizen las obras desaparecidas, los expectativas de recuperarlas pueden variar enormemente.
La vía del arbitraje libremente aceptado por las partes litigantes ha dado resultados significativos, de los cuales el más espectacular ha sido el llamado “Caso Altmann”, un litigio en torno a cinco cuadros pintados por Gustav Klimt y que habían sido propiedad de la familia Bloch-Bauer, entre ellos dos famosísimos retratos de Adele Bloch-Bauer, quien en su testamento había expresado su voluntad de que los cuadros fueran cedidos a la Galería del Belvedere de Viena. No obstante, todo cambió con la ascensión de los nazis al poder y el Anschluss austríaco de 1938. Las obras fueron entonces confiscadas a la familia, que era de ascendencia judía. Ferdinand Bloch, el legítimo propietario, se las legó a sus sobrinos por herencia, a pesar de lo cual las 5 obras permanecieron en museos austríacos al acabar la guerra.
En 1999, una de esas sobrinas y herederas, Maria Altmann (exiliada en Estados Unidos desde hacía años y con nacionalidad americana), inició un pleito legal contra el estado austríaco que, tras largas y variadas visicitudes, terminó con un arbitraje que dio la razón a la demandante en enero de 2006 y obligó a Austria a devolverle la posesión de los cuadros en litigio, lo cual causó en aquel país una auténtica conmoción. En marzo ya estaban en su poder en Los Ángeles, donde fueron exhibidos. Posteriormente el más famosos de los cinco cuadros (titulado “Adele Bloch-Bauer I” (1907), o “Golden Adele”, como se la suele llamar para diferenciarla del otro retrato de Adele, conocido como “Adele Bloch-Bauer II”) fue vendido al millonario Ronald S. Lauder (supuesto “amigo” que había ayudado a Altmann a recuperar las obras, posiblemente de forma muy interesada) por 135 millones de dólares, la cifra más alta jamás pagada por un cuadro hasta ese momento, y hoy se exhibe en Nueva York, mientras los otros cuatro cuadros fueron subastados en Christie's.
Otros países del mundo, por razones históricas y por la cuenta que les tiene, se muestran menos receptivos a considerar peticiones de restitución o arbitrajes neutrales. Tras el desmoronamiento de la Unión Soviética se ha tenido una información mucho más exacta acerca del destino de muchas obras de arte desaparecidas durante la II Guerra Mundial. Tal y como se esperaba, muchas (más de 200.000) se encuentran en estos momentos en museos o instituciones rusas, que se niegan tajantemente a devolverlas o a entablar negociaciones que permitan establecer su propiedad legítima. Durante un tiempo, en la era Yeltsin, hubieron razonables esperanzas de que ello pudiera ocurrir, aunque se disiparon posteriormente cuando tanto la Duma o Parlamento ruso como el Tribunal Constitucional fallaron en contra de tales devoluciones. Alemania ha intentado que se le retornen al menos algunos de los bienes culturales que reclama a cambio de indemnizaciones e intercambios, pero de momento nada ha conseguido.
El llamado “Oro de Troya”, también conocido como “Tesoro de Troya” o “Tesoro de Príamo”, que es tal vez el más importante de esos bienes en litigio, constituye también el mejor ejemplo del problema. Encontrado por Heinrich Schliemann en 1873, sacado ilegalmente de Turquía en dirección a Grecia, y luego de Grecia en dirección a Alemania, se encontraba en Berlín cuando la ciudad fue tomada por las tropas soviéticas, quienes lo trasladaron en secreto a Moscú. Tras la caída del Muro de Berlín se hizo público que el Tesoro de Príamo no había sido destruído durante la guerra, como durante años se creyó, sino que se encuentra en el Museo Pushkin de Moscú, donde al parecer continuará ya que las autoridades rusas no tienen ninguna intención de devolverlo, ni a Alemania ni a Turquía, que ahora también lo reclama pese a que en 1874 había llegado a un acuerdo legal con Schliemann. Así pues, el Tesoro de Príamo es en estos momentos todo un símbolo del patrimonio artístico saqueado y múltiplemente expoliado, reclamado por tres países distintos (y contentos con que Grecia no lo reclame también pues razones que esgrimir no le faltan).
El llamado “Oro de Troya”, también conocido como “Tesoro de Troya” o “Tesoro de Príamo”, que es tal vez el más importante de esos bienes en litigio, constituye también el mejor ejemplo del problema. Encontrado por Heinrich Schliemann en 1873, sacado ilegalmente de Turquía en dirección a Grecia, y luego de Grecia en dirección a Alemania, se encontraba en Berlín cuando la ciudad fue tomada por las tropas soviéticas, quienes lo trasladaron en secreto a Moscú. Tras la caída del Muro de Berlín se hizo público que el Tesoro de Príamo no había sido destruído durante la guerra, como durante años se creyó, sino que se encuentra en el Museo Pushkin de Moscú, donde al parecer continuará ya que las autoridades rusas no tienen ninguna intención de devolverlo, ni a Alemania ni a Turquía, que ahora también lo reclama pese a que en 1874 había llegado a un acuerdo legal con Schliemann. Así pues, el Tesoro de Príamo es en estos momentos todo un símbolo del patrimonio artístico saqueado y múltiplemente expoliado, reclamado por tres países distintos (y contentos con que Grecia no lo reclame también pues razones que esgrimir no le faltan).
Polonia es otro de los países que más sufrió con la invasión nazi de 1939 y, por razones similares a Rusia, se niega ahora a devolver diversos bienes culturales de origen alemán que se encuentran en su poder desde el fin de la II Guerra Mundial, de los cuales el más conocido (aunque no el único) es el que recibe colectivamente el nombre de “Berlinka” y que consiste en una colección de valiosísimos documentos y libros procedentes de la Biblioteca Estatal de Berlín (antigua Biblioteca Real de Berlín, que durante el mandato de Hitler, en 1933, hubo de soportar una de las esperpénticas quemas nazis de libros). Hoy por hoy es un asunto que permanece estancado y pendiente de algún tipo de acuerdo.
La solución de estos problemas no sólo depende de la voluntad política de los estados que aún conservan bienes culturales procedentes del expolio nazi. En otras ocasiones son simples particulares los que demuestran una notoria falta de ética en estos asuntos, y en estos casos, si falla la voluntad personal y no hay medio legal para actuar, poco o nada puede hacerse. Un caso muy ilustrativo es el de los cuadros de Edvard Munch que entraron en propiedad de la familia Olsen, una de las más ricas de Europa, como consecuencia directa de la campaña contra el “arte degenerado” de los años previos a la guerra y de la falta de escrúpulos de los líderes nazis. Fueron confiscados de museos alemanes y vendidos a muy bajo precio a la familia Olsen por Goering (quien se embolsó el importe). La familia Olsen justificó después de la guerra aquella dudosísima compra alegando que había recuperado de esta manera esos cuadros del gran pintor noruego para Noruega (si bien siempre fueron propiedad particular del clan), hasta que el supuesto argumento demostró su “valor” al aparecer en subasta doce de esos lienzos el año 2006 en la galería Sotheby's de Londres, que alcanzaron la bonita cifra de 24 millones de euros.
Entre los cuadros subastados se encontraba uno de los más famosos del pintor, “Día de verano”, que alcanzó por sí sólo un valor récord de 9 millones de euros. Pocos años antes de la subasta, el director del Centro del Holocausto de Oslo había reprochado la falta de ética de la compra y había invitado a los Olsen a devolverlas, obviamente sin ningún resultado.
Entre los cuadros subastados se encontraba uno de los más famosos del pintor, “Día de verano”, que alcanzó por sí sólo un valor récord de 9 millones de euros. Pocos años antes de la subasta, el director del Centro del Holocausto de Oslo había reprochado la falta de ética de la compra y había invitado a los Olsen a devolverlas, obviamente sin ningún resultado.
Y así, en los años venideros continuará el inacabable problema de los bienes confiscados o vendidos por los nazis y todavía en las manos de propietarios distintos del legítimo (o poseedores de un grado de legitimidad diferente), que se sobrepondrá al problema más amplio de localización (en el caso de que todavía existan) de aquellos que a día de hoy continúan desaparecidos o ilocalizables, algunos de ellos de inmensa importancia.
Uno de los más notables ejemplos de esta categoría es el llamado “Salón de Ámbar” o “Salón Dorado” que consistía en la decoración de un salón formada por una serie de espectaculares paneles para las paredes adornados con piezas de ámbar de color miel bellamente trabajadas además de un mobiliario y unos adornos complementarios que utilizaban ese mismo material. Había sido creado por artesanos alemanes (razón principal del interés nazi) y regalado en 1716 por el rey de Prusia al zar Pedro el Grande a cambio de un batallón de mercenarios rusos, siendo durante varios siglos una de las joyas más importantes del palacio de Tsárskoie Seló. Cuando el palacio cayó en manos de los nazis en 1940 el salón fue saqueado. Primero se llevaron el mobiliario y los adornos, que eran fáciles de embalar, y posteriormente desmontaron los paneles y los transportaron en 29 cajones de madera al museo de Königsberg, donde pudo verse en exposición en 1942. Cuando la ciudad de Königsberg (actual ciudad rusa de Kaliningrado) cayó en manos del ejército soviético se creyó que podría encontrarse allí, pues los alemanes habían utilizado su castillo como “principal depósito nazi para los territorios ocupados orientales” (p. 433), pero no se encontró ni rastro del Salón de Ámbar. Desde entonces se ha especulado sobre su destino y, aunque se cree que pudo haber sido destruido inadvertidamente durante los combates, no se descarta totalmente que pueda estar escondido todavía en algún lugar indeterminado, teoría que se ha reforzado después de que en los años 90 aparecieran en el mercado algunos fragmentos provenientes del Salón. ¿Aparecerá o no aparecerá? Nadie lo sabe, igual que todavía hoy se mantiene la incógnita sobre un gran número de obras de arte que podría permanecer escondidas en antiguos escondrijos nazis o en manos de particulares que las retienen para su propio interés. Porque, como la autor dice al acabar su libro, ésta es una historia sin fin.