El edificio Yacobián

El señor Alaa Al Aswany es sin duda un hombre valiente, además de un escritor con talento. Ha obtenido justa fama de ambas cosas con su novela El edificio Yacobián. No obstante, una lectura un tanto atenta de su obra revela, creo yo, que tal vez el grado de valentía que se le atribuye no es tan grande como podría parecer, al menos en lo que se refiere al hecho de abordar abiertamente la homosexualidad en su libro. Esta es la conclusión a la que llego tras leer su obra, siendo yo mismo homosexual. Hasta donde yo conozco, el autor no lo es.

Los únicos dos personajes homosexuales de la obra cuyo nombre y descripción se nos proporcionan son Aziz y Hatem Rachid. El primero tiene un papel incidental, siendo el propietario de un local frecuentado por la comunidad gay de El Cairo, el Chez Nous. Lo primero a lo que hay que prestar atención es a su descripción física: “Su dueño, de nombre Aziz pero conocido como “el Inglés” porque parecía realmente un inglés por su piel pálida, su pelo rubio y sus ojos azules, era homosexual.” (p. 30). De Rachid se nos dice: “Hatem Rachid era un conocido periodista, jefe de redacción del periódico Le Caire, publicado en El Cairo en lengua francesa. Era un aristócrata de antiguo linaje, de madre francesa. Su padre era el doctor Hasan Rachid, famoso jurista, decano de la Facultad de Derecho en los cincuenta. A todo esto hay que añadir que Hatem era un homosexual conservador, si puede usarse esa expresión. Nunca perdía la compostura, ni se empolvaba el rostro, ni se rebajaba a comportarse de modo provocativo como hacía la mayoría de los cudianas. Su apariencia y su conducta siempre estaban marcadas por una mezcla exquisita entre la elegancia y la feminidad. Esa noche, por ejemplo, vestía un traje de color vino, rojo oscuro, y llevaba un echarpe amarillo alrededor del delgado cuello, cuyas puntas metía bajo una camisa rosa de seda natural, con los picos del cuello sobresaliendo por encima de la chaqueta. Su elegancia, su porte esbelto y sus delicados rasgos franceses le daban el aspecto de una refulgente estrella de cine, si no fuera por las arrugas que la vida ajetreada le había dejado en la cara, y por ese aire triste, desgraciado, enigmático e infeliz que siempre envuelve el rostro de los homosexuales.” (p. 33-34)

Es decir, gracias a estos y otros detalles se construye literariamente, de una manera más o menos inadvertida, a unos homosexuales que son, tras la máscara egipcia, dos “europeos”, “el inglés y el francés”, desenvolviéndose mejor o peor en el seno de la sociedad cairota, lo cual constituye, sin ningún género de dudas, un recurso utilizado por el novelista para abordar con cierta protección el tema de la homosexualidad en una sociedad mayoritariamente musulmana. El resto de los homosexuales que intervienen en el libro son solamente comparsas anónimas más bien ridículas (p. 35) que hablan y se comportan así al ver las dificultades de Rachid con su pareja:

“- ¡Pobre del que ama sin ser correspondido!
- ¡Qué desgraciadito soy, cariño, pues por ti gasté todo lo que tenía!

Los presentes estallaron en risas y se pusieron a entonar canciones obscenas con entusiasmo y en voz alta, hasta que Aziz el Inglés se vio obligado a intervenir para restablecer el orden.”
(p. 35)

La pareja sentimental de Rachid, Abduh, no es realmente un homosexual, sino un heterosexual corrompido por él a base de dinero, alcohol y finalmente placer. De hecho, es usado en el libro como herramienta para construir por contraste el personaje de Rachid: es un auténtico egipcio (del sur por más señas, y con un fuerte acento dialectal), está casado y es padre de un hijo, es inculto, viril (con un “ancho y moreno torso, cubierto por un espeso bosque de vello” (p. 68)), creyente y con fuertes remordimientos por lo que hace.

El autor nos proporciona esta significativa introducción previa a la aparición en escena de Aziz y Rachid:

“Durante por lo menos cien años West el Balad fue el centro comercial y social de El Cairo. Allí se encontraban los grandes bancos y empresas extranjeras, almacenes comerciales, clínicas, despachos de famosos médicos y abogados, cines y restaurantes lujosos. La antigua élite egipcia costruyó West el Balad con el fin de tener un barrio europeo en El Cairo, con calles similares a las que se pueden encontrar en cualquier capital occidental. El mismo estilo arquitectónico y las mismas nobles trazas históricas. Hasta principios de los sesenta el barrio conservó su carácter genuinamente europeo, y los más ancianos recuerdan sin duda aquella elegancia. No era para nada correcto que los lugareños se paseasen por West el Balad con chilaba, y no eran admitidos con indumentaria tradicional en restaurantes como el Groppi's, À l'Americaine o el Odeón, ni en cines como el Metro, el Saint James, el Radio y otros lugares cuyos códigos de admisión exigían traje de etiqueta para los hombres y vestido de noche para las mujeres. Toldas las tiendas cerraban los domingos. En las fiestas católicas, como Navidad o Año Nuevo, West el Balad se decoraba por completo, como si fuese una capital occidental. Los escaparates relucían con felicitaciones escritas en francés o en inglés, árboles de Navidad y figuras de Papá Noel. Los restaurantes y los bares se llenaban de extranjeros y aristócratas que celebraban la Navidad bebiendo, cantando y bailando.

West el Balad estuvo siempre lleno de pequeños bares donde la gente, en los momentos de descanso y los días festivos, podía tomar unas copas acompañadas de apetitosas tapas a precios razonables. En los años treinta y cuarenta algunos de estos bares ofrecían espectáculos de músicos griegos e italianos o troupés de bailarinas extranjeras y judías. Hasta finales de los sesenta sólo en la calle Suleimán Pacha había cerca de diez pequeños bares. Después llegaron los setenta y West el Balad fue perdiendo poco a poco su importancia. El corazón de El Cairo se trasladó adonde vivía la nueva flor y nata, en Mohandesin y Nasr City. Una ola de religiosidad azotó a la sociedad egipcia. El alcohol dejó de ser aceptado socialmente y los sucesivos gobiernos cedieron a la presión religiosa (y puede que con ello auparan políticamente a la actual oposición islamista).

Así, a principios de los ochenta no quedaban en West el Balad más que unos pocos bares desperdigados, cuyos dueños habían podido resistir al avance religioso y a la represión del gobierno mediante dos formas: la discreción y el soborno.”
(p. 29-30)

Uno de esos bares será el Chez Nous, y su propietario, experto en sobornos y hábil maniobrador, será Aziz. Tras esto, y solamente tras esto, comienza realmente el desarrollo de la historia de Hatem Rachid, uno de sus clientes. No pueden estar más claros la filiación y el contexto de “el Inglés” y del pseudo-francés. Por cierto, interesante descripción de la evolución del barrio egipcio (y por lo tanto de la sociedad egipcia) y del “regreso de Dios”, fenómeno de alcance planetario que ha tenido muchos y famosos protagonistas (Jomeini, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, etc.) y cuyas consecuencias estamos padeciendo (literalmente) en la actualidad, con un desenlace que aún no conocemos, pero que se intuye horrible.

Volviendo al tema de la homosexualidad, ¿qué pensar de párrafos como estos?:

“También sabía que la práctica repetida de la homosexualidad y el disfrute de sus placeres se transforman poco a poco en deseo sexual arraigado en el burgol, por mucho que al principio le de asco y lo rechace.”
(p. 67)

“Los homosexuales siempre han destacado en trabajos que precisan de dotes de comunicación, como relaciones públicas, actor, agente de bolsa o abogado. Se dice que su éxito en estos campos se debe a que no tienen el sentido del ridículo que hace a los demás perder oportunidades. Además, su vida sexual, llena de variados y extraños encuentros, les otorga un mayor conocimiento de la naturaleza humana y más capacidad para influir en los demás. También brillan en profesiones asociadas con el buen gusto y la imaginación, como la decoración o el diseño de ropa. Es sabido que los más famosos diseñadores del mundo son homosexuales, quizás debido a que su naturaleza bisexual les permite diseñar vestidos para mujeres que son atractivos para los hombres y viceversa. Los que conocían a Hatem Rachid podían diferir en su opinión respecto a él, pero no dudaban en reconocer su gusto refinado y su original talento para combinar colores.”
(p. 112)

En la misma línea, se nos dice que Rachid viste una “bata rosa de cachemir” (p. 67), aunque en otras ocasiones utiliza un “pijama de seda rosa” (p. 200) (lo importante parece ser que el color elegido sea rosa, sin el cual ningún homosexual puede sentirse auténticamente realizado), limpia “sus partes íntimas con esmero” y les “aplica crema perfumada” (p. 67) (la famosa crema perfumada que todos los homosexuales usamos en nuestras partes íntimas después de dejarlas brillantes y relucientes), saca billetes de 100 libras de su “pequeño bolso” (p. 68), se contonea de maravilla, etc, etc.

¿Y qué decir de las posibles causas de la homosexualidad (iba a decir de la enfermedad)? El padre de Rachid estaba totalmente occidentalizado al tiempo que ignoraba “el legado de la nación árabe musulmana y rechazaba(n) sus costumbres y tradiciones, que para ellos constituían los lazos que unen al retraso y de los que hay que desprenderse para alcanzar el Renacimiento.” (p. 64). Se nos describe una madre extranjera, francesa, aristócrata, que sólo tiene un hijo (como buena occidental), distante y ausente, y que fallece pronto. En esa soledad y criado a la manera occidental, no es extraño que un abuso sexual en la infancia por parte de un egipcio que tenía el niño a su cargo (sin que ello quiera decir que el abusador sea homosexual, sino más bien un heterosexual (“macho primitivo y bruto” (p. 66)), como corresponde a un egipcio genuino), haga descubrir/¿cause? la homosexualidad de Rachid. Por si hay alguna duda de que el autor presenta esta situación familiar como raíz de su homosexualidad, deja que el propio interesado lo afirme hacia el final del libro (p. 155).

Se podría hablar también de la comparación que inevitablemente el lector va haciendo mientras avanza la novela entre las relaciones de Rachid/Abduh y de Taha/Radwa, que no son contrapuestas únicamente en cuanto que relaciones hombre/hombre y hombre/mujer, es decir, en cuanto a su clase, sino en cuanto a su contenido. Los finales de ambos son igualmente significativos y ofrecen un contraste buscado: Taha muere como un asesino, sí, pero el hombre al que mata le había torturado en prisión. Rachid muere asesinado, sí, pero se había burlado de su amante. Uno queda en parte justificado, el otro es en parte culpable.

El mero hecho de la descripción de un homosexual culto, rico y refinado, ya nos pone en la pista del arquetipo al que se acostumbra a recurrir para presentar de una forma aceptable e interesante el “problema” y me hacía recordar aquella frase de Terenci Moix cuando decía con humor que a un heterosexual no se le pide ser Ortega y Gasset para ser aceptado. Si el autor ha corrido riesgos al escribir esta obra no lo es tanto por abordar el tema de la homosexualidad como por ciertas descripciones de la vida política egipcia. Él no abre una ventana para que sus lectores vean la homosexualidad en sus sociedades, sino que abre una ventana a sus propias ideas sobre ella. Y aquí, en cuanto que homosexual, opino que su concepto dista mucho de ser real, ni en Egipto ni en ninguna parte. Los “buenos musulmanes” que hayan leído la novela no la acabarán indignados por lo que se dice aquí sobre ella, sino, a lo sumo, asqueados por las descripciones y molestos por el hecho de que aparezca abiertamente en la obra. Por lo demás, encontrarán poco que objetar. Cosa diferente hubiera sido si se nos hubiera descrito un homosexual egipcio normal y corriente, que no fuera ni rico ni culto, en conflicto entre sus ideas religiosas y sus tendencias sexuales, con dudas más o menos acentuadas acerca de ambas cosas, y sobre todo, y más importante y peligroso, mostrando una sincera necesidad de amor y ternura, que no necesariamente de sexo. Adentrase en esa realidad sin límites precisos sí que le hubiera podido conducir a un choque con todos aquellos creyentes religiosos a los que solamente les interesa dejar claro que la homosexualidad es una perversión y un pecado que ofende al Creador.


En una entrevista concedida por el autor a el diario El País cuando acudió a España para presentar la versión en castellano de su obra, resaltó que no describe su opinión en la novela y declaró: “Me gusta la imagen de que el novelista es como el titiritero de un guiñol, ha de permanecer siempre oculto del público y si lo ves se destruye el espectáculo”. Me temo que no lo ha logrado.

Por lo demás, me ha parecido en líneas generales un buen libro, que recuerda (demasiado) a las obras de Mahfuz. Impacta la mención tan explícita que hace del “Gran Hombre” y de la corrupción y abuso de los derechos humanos en Egipto. Diga lo que diga acerca de la homosexualidad, yo me quedo, con mucha diferencia, con este párrafo, que es, a fin de cuentas, lo que intentaré recordar de esta obra:

- Tú no lo entiendes porque vives bien. Cuando tienes que pasarte dos horas en la estación de autobuses, o tienes que tomar cada día tres autobuses para llegar a casa mientras te meten mano. Cuando tu casa se derrumba y el gobierno te aloja en una tienda, en la calle, con tu familia. Cuando la policía te insulta y te golpea por montarte en un microbús por la noche. Cuando te pasas todo el día de tienda en tienda buscando trabajo y no lo encuentras. Cuando eres un joven con estudios y ganas pero no tienes en el bolsillo más que una libra o a veces ni eso. Sólo entonces sabrás por qué odiamos Egipto.
(p. 119)




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