Los objetos amados son traidores

El soldado de porcelana (“Jorge” lo llamabas tú, bromeando), el plato de pared con un burrito dibujado, tu ropa, tu bolso, viejas fotos... Todos aquellos objetos que amabas, que significaban algo para ti, algunos de los cuales llevan muchos años en la casa (toda una vida, se podría decir), siguen aquí, más o menos en su sitio. Otros siguen en la otra casa: el pote gallego que te regaló tu hermano, el viejo molinillo de café con el que yo jugaba de niño, la bailarina, la jardinera con ojos brillantes de cristal que tú compraste conmigo, hace tantos años, cuando viniste una vez más a recogerme a la salida del colegio... Todo sigue en su sitio, sin ti.

No es que no lo supiéramos tu y yo. Pero es que no lo habíamos experimentado. Ahora los objetos amados, que continúan indiferentes su propia existencia, son traidores.

Aquellos que amo yo (algunos simplemente porque eran amados por ti) también seguirán allí cuando yo me vaya. Vivirán (si es que tienen esa oportunidad y no les aguarda la destrucción) otra vida en otro sitio, con gente a la que ni conocemos, tal vez porque ahora no han nacido aún. Mis libros todavía seguirán un tiempo en sus estanterías cuando yo me haya reunido contigo. No me acompañarán a decirme adiós, como casi nadie hará.

De algún modo, de alguna manera, debo aprender esta lección y dejarles a ellos antes de que ellos me dejen a mí. Debo encontrar el modo de desprenderme más y más, en silencio. Sólo importabas tú, y ya no estás junto a mí. El resto, ahora lo experimento con claridad, es una ficción. Sin tu ternura, casi la única que tenía, el resto no importa. Sólo hay que aprender a desprenderse. Más y más. En silencio. Hasta llegar a ti.

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