Cicerón
Esta obra de Anthony Everitt es la primera biografía de Cicerón que he leído. Acostumbrado a tener que vislumbrar la figura de Cicerón a través de otras biografías, habitualmente las de personajes como Julio César o Pompeyo, o bien por medio de algunos de los muchos libros que describen la caída y la ruina de la República romana (que tal vez por razones políticas parece despertar un especial interés en nuestros días), reconozco que la lectura de esta obra ha mejorado extraordinariamente no tan sólo el conocimiento acerca de lo que fue la vida y el legado político y cultural de Cicerón, sino también la percepción que tenía de él hasta ahora.
Es una buena biografía, que tiene el mérito de ayudarnos a ver los acontecimientos políticos de su tiempo desde su punto de vista, es decir, desde una perspectiva familiar aunque diferente. Éste es el mérito principal de la obra: no tan sólo nos ayuda a conocer al ser humano que se llamó Cicerón, sino que aporta una luz distinta que ilumina el periodo histórico que le tocó vivir desde un ángulo nuevo. Quedan por sopesar los límites de los que puede adolecer, tanto por las inevitables lagunas de las fuentes históricas (o de la tarea del propio autor) como por las que puedan desprenderse del ángulo elegido.
Por otro lado, no le faltan algunos errores al libro. No es lo mismo decir “Habían sido grandes amigos, y ahora moría prematuramente, así como su padre, el tío de Cicerón” (p. 143) que “Habían sido grandes amigos, y ahora moría prematuramente, igual que su padre, el tío de Cicerón”. Si en el primer caso se nos dice que el tío de Cicerón muere al mismo tiempo que otra persona, en el segundo se nos dice que esa persona fallece prematuramente, igual que le ocurrió en su momento al tío de Cicerón, que es lo que sin duda dijo el autor en el original. Es un ejemplo, entre otros, de una traducción con defectos. Puede que algunos otros se deban igualmente a una equivocación en el momento de traducir, como por ejemplo el hecho de mencionar a Dolabela como cuñado y no como yerno de Cicerón en la página 351 o el de citar a Macedonia como ciudad en vez de provincia en la página 469. Pero otros son casi con total seguridad deslices del autor, tales como afirmar que Cleopatra era la hermana en vez de la hija de Tolomeo el Flautista (p. 352).
No es en absoluto infrecuente encontrar autores que siente una indisimulada simpatía por la figura de Cicerón. Entre otros motivos, ello es debido a que Cicerón representa la cultura, el conocimiento y la defensa (relativa) de la legalidad en unos tiempos no ya turbulentos, ni siquiera sangrientos, sino prácticamente macabros. La identificación de cualquier escritor con él es sumamente fácil. Otras obras y otros autores son mucho menos complacientes. Es posible que la visión que hasta ahora tenía de él estuviera excesivamente marcada por ellos. Uno sale de la lectura de esta biografía con las ideas bastante cambiadas, aunque también con ciertas dudas.
No se puede dudar de la importancia de Cicerón en el mundo de las Letras. Fue un autor prolífico aunque se haya perdido una parte sustancial de lo que escribió. No obstante, lo que se salvó fue suficiente para dejar una huella importante en la cultura occidental. Después de haber leído esta biografía, Cicerón se ha convertido en uno de esos autores de los que desearía que se hallasen en algún lugar, gracias a un cuasi-milagro, algunas de sus obras perdidas, como bien podría ser que se encontrase en la Villa de los Papiros, o en algún otro lugar. Pocas obras podrían ayudarnos tanto a comprender mejor el momento histórico que le tocó vivir como su perdido libro acerca del primer Triunvirato (la “Historia secreta” que escribió para que se publicara tras su muerte), o el “Catón” (que originó un “Anti-Catón” de Julio César, también perdido).
Un momento especialmente prolífico en la producción de sus obras se correspondió con los años finales de la República romana. Parte de sus libros de esta época tuvieron posteriormente una gran influencia en la transmisión de las ideas esenciales de la filosofía griega a la Europa de siglos posteriores, cuando las élites cultas generalmente desconocían la lengua griega pero conservaban un buen conocimiento del latín. Anthony Everitt reproduce en la página 395 un fragmento de “Adivinando el futuro” (De divinatione, II 1ff) en el que el propio Cicerón hace mención a sus libros de este período:
Por lo que a mí respecta, si hubiera una obra perdida de Cicerón que realmente desearía leer ahora, esa sería su “Autoconsuelo”, escrita como consecuencia del dolor extremo que le causó la muerte de su amada hija Tulia. Es el pasaje que más me ha emocionado de la obra y que me ha causado una inmediata sensación de simpatía (y hasta de ternura) hacia Cicerón:
En esta biografía de Cicerón he descubierto también algo que desconocía por completo. Como fruto de su preocupación por dotar a la lengua latina de una terminología más exacta para describir distintos conceptos que se podían manejar con mayor precisión en lengua griega, hizo varias aportaciones y sugerencias, que a la postre han conducido a la incorporación de algunos términos muy comunes en nuestros días, como por ejemplo las palabras “qualitas”, “moralis” y “essentia”, que han dado origen a “cualidad”, “moral" y “esencia” en otras lenguas, entre ellas el español. (p. 397)
Cicerón era terriblemente vanidoso, “inseguro y nervioso” (p. 499), cobardica (él prefería el término “prudente”), manipulador, exagerado... Su estilo retórico, muy teatral (rasgo del que era consciente, p. 73) resulta en nuestros días barroco y aburrido, pero en su época le ayudó a triunfar y lo encumbró a los más altos puestos de la política. Además le ayudó a enriquecerse, a pesar de los reveses que sufrió a lo largo de su vida: llegó a poseer como mínimo nueve villas (p. 143) y solamente en legados llegó a ingresar una gran fortuna (“Mirando atrás, hacia el final de su carrera, Cicerón estimó que había recaudado unos 20 millones de sestercios en legados, una suma muy sustancial, que lo habría hecho millonario según los baremos actuales.” (p. 144)). Su vida familiar, con un sorprendente divorcio en su ancianidad, tampoco parece haber sido demasiado feliz, y eso sin contar el espantoso golpe de la muerte de su hija.
Especialmente molesto resultaba a sus contemporáneos el asunto de la vanidad de Cicerón, que parecía tener proporciones enfermizas. Sin embargo, el autor parece pasarlo más bien por alto a lo largo de la obra; solamente en las conclusiones finales lo aborda con un poco más detenimiento, principalmente para quitarle peso y proporcionar una cierta justificación:
“(...) Cicerón sólo tenía su propia reputación. Si él no hablaba de ella, nadie lo haría. Su correspondencia con Ático demuestra que, en privado, no se tomaba muy en serio y que le divertía su hábito de alardear sobre sus propios logros.” (p. 500)
Sin embargo, su maledicencia y la falta de control sobre su propia lengua resultaban para muchos de sus contemporáneos algo mucho más difícil de aguantar que su vanidad patológica. A muchos les hacían reír sus comentarios (siempre que no fueran ellos su blanco) e incluso se llegaron a recopilar. Pero para él, aparte de proporcionarle numerosos y agresivos enemigos, terminó por resultar una manía fatal. No fue ajeno a su muerte el juego de palabras que una vez pronunció sobre Octavio:
No lo hizo: Cicerón fue ejecutado durante las proscripciones del Segundo Triunvirato. En cualquier caso, el balance final de una figura como Cicerón es sin duda positivo. A mi parecer, el autor expresa muy bien dos de las ideas más importantes en las conclusiones con las que cierra su biografía:
Es una buena biografía, que tiene el mérito de ayudarnos a ver los acontecimientos políticos de su tiempo desde su punto de vista, es decir, desde una perspectiva familiar aunque diferente. Éste es el mérito principal de la obra: no tan sólo nos ayuda a conocer al ser humano que se llamó Cicerón, sino que aporta una luz distinta que ilumina el periodo histórico que le tocó vivir desde un ángulo nuevo. Quedan por sopesar los límites de los que puede adolecer, tanto por las inevitables lagunas de las fuentes históricas (o de la tarea del propio autor) como por las que puedan desprenderse del ángulo elegido.
Por otro lado, no le faltan algunos errores al libro. No es lo mismo decir “Habían sido grandes amigos, y ahora moría prematuramente, así como su padre, el tío de Cicerón” (p. 143) que “Habían sido grandes amigos, y ahora moría prematuramente, igual que su padre, el tío de Cicerón”. Si en el primer caso se nos dice que el tío de Cicerón muere al mismo tiempo que otra persona, en el segundo se nos dice que esa persona fallece prematuramente, igual que le ocurrió en su momento al tío de Cicerón, que es lo que sin duda dijo el autor en el original. Es un ejemplo, entre otros, de una traducción con defectos. Puede que algunos otros se deban igualmente a una equivocación en el momento de traducir, como por ejemplo el hecho de mencionar a Dolabela como cuñado y no como yerno de Cicerón en la página 351 o el de citar a Macedonia como ciudad en vez de provincia en la página 469. Pero otros son casi con total seguridad deslices del autor, tales como afirmar que Cleopatra era la hermana en vez de la hija de Tolomeo el Flautista (p. 352).
No es en absoluto infrecuente encontrar autores que siente una indisimulada simpatía por la figura de Cicerón. Entre otros motivos, ello es debido a que Cicerón representa la cultura, el conocimiento y la defensa (relativa) de la legalidad en unos tiempos no ya turbulentos, ni siquiera sangrientos, sino prácticamente macabros. La identificación de cualquier escritor con él es sumamente fácil. Otras obras y otros autores son mucho menos complacientes. Es posible que la visión que hasta ahora tenía de él estuviera excesivamente marcada por ellos. Uno sale de la lectura de esta biografía con las ideas bastante cambiadas, aunque también con ciertas dudas.
No se puede dudar de la importancia de Cicerón en el mundo de las Letras. Fue un autor prolífico aunque se haya perdido una parte sustancial de lo que escribió. No obstante, lo que se salvó fue suficiente para dejar una huella importante en la cultura occidental. Después de haber leído esta biografía, Cicerón se ha convertido en uno de esos autores de los que desearía que se hallasen en algún lugar, gracias a un cuasi-milagro, algunas de sus obras perdidas, como bien podría ser que se encontrase en la Villa de los Papiros, o en algún otro lugar. Pocas obras podrían ayudarnos tanto a comprender mejor el momento histórico que le tocó vivir como su perdido libro acerca del primer Triunvirato (la “Historia secreta” que escribió para que se publicara tras su muerte), o el “Catón” (que originó un “Anti-Catón” de Julio César, también perdido).
Un momento especialmente prolífico en la producción de sus obras se correspondió con los años finales de la República romana. Parte de sus libros de esta época tuvieron posteriormente una gran influencia en la transmisión de las ideas esenciales de la filosofía griega a la Europa de siglos posteriores, cuando las élites cultas generalmente desconocían la lengua griega pero conservaban un buen conocimiento del latín. Anthony Everitt reproduce en la página 395 un fragmento de “Adivinando el futuro” (De divinatione, II 1ff) en el que el propio Cicerón hace mención a sus libros de este período:
“En mi libro titulado “Hortensio”, aconsejaba a mis lectores que se ocuparan de la filosofía, y en los cuatro volúmenes de los “Tratados académicos” sugería los métodos filosóficos que me parecía que tenían mayor grado de adecuación de criterios, consistencia y elegancia. Después, en “Sobre el bien y mal supremos”, analicé los problemas básicos de la filosofía y estudié en detalle todos sus aspectos en cinco volúmenes que planteaban argumentos a favor y en contra de cada sistema filosófico. A este estudio siguió “Conversaciones tusculanas”, también en cinco volúmenes, donde exponía los principales temas que se deben tener en cuenta para conseguir la felicidad. El primer volumen trata de la indiferencia ante la muerte, el segundo de cómo soportar el dolor, el tercero trata del alivio de la angustia en momentos problemáticos, y el cuarto, de las otras distracciones que afectan a nuestra paz de espíritu. Finalmente, el quinto se refería al tema mejor definido para clarificar la naturaleza de la filosofía, esto es, demostraba que el valor de la moral es suficiente para asegurarse una vida feliz. Después terminé los tres volúmenes de “La naturaleza de los dioses”, que cubrían todos los temas relevantes. Una vez que los hube tratado adecuadamente, comencé a trabajar en mi obra actual, “Adivinando el futuro”. Cuando haya añadido otro volumen que pretendo escribir, “Destino”, todo este campo habrá quedado investigado satisfactoriamente.”
Por lo que a mí respecta, si hubiera una obra perdida de Cicerón que realmente desearía leer ahora, esa sería su “Autoconsuelo”, escrita como consecuencia del dolor extremo que le causó la muerte de su amada hija Tulia. Es el pasaje que más me ha emocionado de la obra y que me ha causado una inmediata sensación de simpatía (y hasta de ternura) hacia Cicerón:
“Se instaló en Astura, la propiedad que había comprado recientemente en la costa sur de Antium. Esta pequeña península era un rincón boscoso y remoto donde podía estar escondido y apesadumbrado. Los romanos desaprobaban los duelos extravagantes, especialmente por mujeres, y Cicerón hizo todo lo que pudo para controlar, o por lo menos ocultar, sus sentimientos. Pidió a Ático que atribuyera su ausencia de Roma a problemas de salud.(p. 379-380)
La lectura no le ayudaba, de modo que tomó su pluma y escribió “Autoconsuelo”, una de las obras más celebradas de la Antigüedad, desgraciadamente perdida. Los textos de consolación eran un género reconocido, pero él era, pensaba, el primero que había escrito uno para sí mismo. Juntó todos los textos relevantes que pudo encontrar y “los entremezclé, en un intento de consuelo; pues mi alma estaba en estado febril e intentaba por todos los medios sanar su condición”. Trabajó rápidamente y terminó el libro a comienzos de mayo, cuando prometió a Ático (con el que mantenía correspondencia diaria) una copia. “Escribo todo el día, no porque a mí me haga ningún bien, pero en estos momentos me distrae, no lo suficiente, pues la pena es poderosa y porfiada; no obstante me da cierto respiro.” Sospechaba que su angustia estaba cambiando su personalidad y tenía miedo de que Ático ya no sintiera lo mismo por él que en el pasado. “Las cosas que te gustaban de mi se han ido para siempre.”
No podía dejar de llorar y pasaba la mayor parte del tiempo paseando sólo. “En este lugar solitario no hablo con nadie. Pronto por la mañana me escondo en un bosque espeso y espinoso, y no salgo hasta el atardecer. Cuando estoy solo, toda mi conversación es con los libros; que se interrumpe por accesos de llanto, contra los que lucho cuanto puedo. Pero hasta ahora es una lucha desigual.”
Cuando comparamos estas cartas con las que escribió desde el exilio, cargadas de expresiones de pena autoindulgentes y un poco artificiosas, el estado de ánimo durante esta crisis revela una nueva intensidad en sus sentimientos, demasiado vivos y demasiado sorprendentes como para ser publicitados. Se retiró del mundo como un animal herido, luchando todo lo que podía por recuperarse, por recobrar su vida.”
En esta biografía de Cicerón he descubierto también algo que desconocía por completo. Como fruto de su preocupación por dotar a la lengua latina de una terminología más exacta para describir distintos conceptos que se podían manejar con mayor precisión en lengua griega, hizo varias aportaciones y sugerencias, que a la postre han conducido a la incorporación de algunos términos muy comunes en nuestros días, como por ejemplo las palabras “qualitas”, “moralis” y “essentia”, que han dado origen a “cualidad”, “moral" y “esencia” en otras lenguas, entre ellas el español. (p. 397)
Cicerón era terriblemente vanidoso, “inseguro y nervioso” (p. 499), cobardica (él prefería el término “prudente”), manipulador, exagerado... Su estilo retórico, muy teatral (rasgo del que era consciente, p. 73) resulta en nuestros días barroco y aburrido, pero en su época le ayudó a triunfar y lo encumbró a los más altos puestos de la política. Además le ayudó a enriquecerse, a pesar de los reveses que sufrió a lo largo de su vida: llegó a poseer como mínimo nueve villas (p. 143) y solamente en legados llegó a ingresar una gran fortuna (“Mirando atrás, hacia el final de su carrera, Cicerón estimó que había recaudado unos 20 millones de sestercios en legados, una suma muy sustancial, que lo habría hecho millonario según los baremos actuales.” (p. 144)). Su vida familiar, con un sorprendente divorcio en su ancianidad, tampoco parece haber sido demasiado feliz, y eso sin contar el espantoso golpe de la muerte de su hija.
Especialmente molesto resultaba a sus contemporáneos el asunto de la vanidad de Cicerón, que parecía tener proporciones enfermizas. Sin embargo, el autor parece pasarlo más bien por alto a lo largo de la obra; solamente en las conclusiones finales lo aborda con un poco más detenimiento, principalmente para quitarle peso y proporcionar una cierta justificación:
“(...) Cicerón sólo tenía su propia reputación. Si él no hablaba de ella, nadie lo haría. Su correspondencia con Ático demuestra que, en privado, no se tomaba muy en serio y que le divertía su hábito de alardear sobre sus propios logros.” (p. 500)
Sin embargo, su maledicencia y la falta de control sobre su propia lengua resultaban para muchos de sus contemporáneos algo mucho más difícil de aguantar que su vanidad patológica. A muchos les hacían reír sus comentarios (siempre que no fueran ellos su blanco) e incluso se llegaron a recopilar. Pero para él, aparte de proporcionarle numerosos y agresivos enemigos, terminó por resultar una manía fatal. No fue ajeno a su muerte el juego de palabras que una vez pronunció sobre Octavio:
“el joven debe obtener elogios, honores... y una despedida”. En latín es “laudandum, ornandum, tolledum”; la última palabra tenía un doble sentido: “exaltar y deshacerse de”. Hacia finales de mayo, Décimo Bruto advirtió a Cicerón que alguien le había repetido esto al joven, al cual no le había hecho gracia, y había comentado lacónicamente que no tenía intención de permitirlo.”(p. 482)
No lo hizo: Cicerón fue ejecutado durante las proscripciones del Segundo Triunvirato. En cualquier caso, el balance final de una figura como Cicerón es sin duda positivo. A mi parecer, el autor expresa muy bien dos de las ideas más importantes en las conclusiones con las que cierra su biografía:
“En nuestra opinión, Cicerón fue un estadista y un administrador público de habilidad excepcional. Tenía una destreza administrativa del más alto nivel, y era un prominente orador de su tiempo o, se podría decir, de todos los tiempos. En una sociedad donde se esperaba que los políticos fueran también buenos soldados, era más que nada un civil, y esto hace que sus éxitos sean aún más notables. El hecho de que su carrera terminará en la ruina y que por muchos años fuera sólo un mero testigo de grandes sucesos, no tiene que ver con falta de talento, si no con exceso de principios. El punto decisivo de su carrera fue su rechazo a unirse a Julio César, Pompeyo y Craso en su alianza política durante los años 50. Declinó la invitación de éstos porque ello hubiera traicionado su compromiso con la Constitución romana y el imperio de la ley. Desde su punto de vista, eso era totalmente inaceptable.”(p. 498)
"Aunque hoy en día poca gente lee sus discursos por placer, sus escritos filosóficos son obras maestras de divulgación y una de las más valiosas maneras de hacer llegar a la posteridad la herencia del pensamiento clásico. Cicerón no era un filósofo original, y sus escritos están imbuidos de un escepticismo humano que, más que la época, refleja su carácter. En este sentido, la mayor contribución a la civilización europea ha sido el hombre en sí: racional, no dogmático, tolerante, respetuoso de las leyes y cívico.”(p. 500)