Cómo leer y por qué
Si hace 13 años fue el arte de Claudio de Lorena el que me ayudó, primero, y los libros de Hipólito Escolar y Naguib Mahfuz, después, ahora he intentado acogerme a sagrado en las obras de Harold Bloom. El libro elegido ha sido “Cómo leer y por qué”, que si no recuerdo mal ha debido esperar casi dos años para ser leído desde el momento en que lo compré. Debe ser que el destino lo reservaba para “tan alta ocasión”.
Sea como sea, no puedo negar que es un libro que me ha ayudado en estos momentos tan difíciles, excepto tal vez la segunda parte del capítulo dedicado a la novela. Siempre he sentido una gran simpatía por Harold Bloom, que posee una genuina habilidad para conectar y cautivar a sus lectores. Pero cuando intentas perderte entre las líneas de una de sus obras con la intención de salvarte hasta donde sea posible, y en parte lo consigues, sientes crecer en ti no sólo la admiración sino el afecto. La lectura de sus obras siempre ha tenido para mí algo de emocional, de experimentación de una cierta ansiedad placentera, pero ahora de algún modo siento que Bloom se ha equiparado ya en mi interior para siempre a Claudio de Lorena.
Cuando lo compré, y ahora que lo he leído, te acude a la mente cierta reserva derivada de la idea de que alguien, a estas alturas, crea tener que justificarte por qué leer. Resulta un tanto desazonante para cualquiera a quien le guste considerarse, dentro de su modestia, como un “lector”. Pero cuando el autor que esta haciendo ese intento es alguien de la erudición y de la sabiduría en su campo como Harold Bloom, únicamente la humildad y el deseo de aprender pueden ser la actitud correcta.
En cierto modo, es una obra que casi inevitablemente hace que acudan a tu recuerdo otros libros, como por ejemplo “Por qué leer los clásicos” de Italo Calvino. Al igual que con la obra de Harold Bloom, junto al interés gravita por nuestra mente un cierta perturbación que consiste en la resistencia a la idea de tener que justificar, en apariencia, algo que no requiere de ninguna justificación. Parece una idea superflua, con un punto de inquietante, como un llamamiento equivocadamente humilde a los lectores perezosos, a los “malos” lectores. La sensación predominante que te comunica la lectura del libro de Bloom ha resultado para mí muy cercana a la que causa el inolvidable comienzo de la obra de Calvino. Uno parece, en cierto modo, enfrentarse a mil y una brillantes maneras de decir algo que parece obvio y superfluo y que no lo es.
Dado que el título de la obra es “Cómo leer y por qué” uno es consciente (y constata a lo largo de la lectura que el autor sabe ser consecuente) que el libro apunta a dos objetivos principales, aunque como siempre en los libros de Bloom la auténtica meta es la transmisión del interés hacia las grandes obras de los “autores que cuentan”. De las dos tareas que se impone el escritor, es la primera aquella a la que tal vez intentamos prestar más atención, tan obvia nos parece en el fondo la segunda. En manos de Bloom ambas terminan por seducirnos casi por igual.
Bloom apunta, desde el mismo comienzo, que en lo referente a la lectura “en última instancia, no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo”, si bien intenta guiarnos con sabiduría a lo largo del desarrollo de su libro. Nos recuerda en la página 18 el viejo consejo de Francis Bacon: “No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar”. Juntando las ideas de otros grandes autores y su propia experiencia en la materia nos dice:
Uno de los muchos méritos de la obra radica en que realmente el autor no desconecta el desarrollo del libro de los objetivos buscados. No nos expone simplemente en la introducción sus ideas acerca de cómo y por qué leer, sino que la organización del libro y todo su desarrollo están debidamente supeditados a esta función. Así, nos encontramos a lo largo y ancho de toda la obra, como conclusión o como introducción a sus diferentes secciones, párrafos como estos:
Es en conjunto un libro mucho menos polémico que otros del autor, de forma plenamente consciente (p. 15), si bien no renuncia a abrir fuego en algunas ocasiones:
O bien:
También es una obra (2001) que anticipa temas desarrollados con más amplitud en libros posteriores, como “Genios” (2003), “¿Dónde se encuentra la sabiduría?” (2004) o “Jesús y Yahvé: los nombres divinos” (2005):
La erudición, la personalidad y el estilo literario del propio Bloom consiguen una vez más (o por lo menos lo consiguen una vez más conmigo) enganchar al lector. A medida que avanza la obra uno ni se plantea si Harold Bloom puede permitirse dar consejos acerca de cómo leer y por qué: uno simplemente los recibe con agradecimiento.
Sea como sea, no puedo negar que es un libro que me ha ayudado en estos momentos tan difíciles, excepto tal vez la segunda parte del capítulo dedicado a la novela. Siempre he sentido una gran simpatía por Harold Bloom, que posee una genuina habilidad para conectar y cautivar a sus lectores. Pero cuando intentas perderte entre las líneas de una de sus obras con la intención de salvarte hasta donde sea posible, y en parte lo consigues, sientes crecer en ti no sólo la admiración sino el afecto. La lectura de sus obras siempre ha tenido para mí algo de emocional, de experimentación de una cierta ansiedad placentera, pero ahora de algún modo siento que Bloom se ha equiparado ya en mi interior para siempre a Claudio de Lorena.
Cuando lo compré, y ahora que lo he leído, te acude a la mente cierta reserva derivada de la idea de que alguien, a estas alturas, crea tener que justificarte por qué leer. Resulta un tanto desazonante para cualquiera a quien le guste considerarse, dentro de su modestia, como un “lector”. Pero cuando el autor que esta haciendo ese intento es alguien de la erudición y de la sabiduría en su campo como Harold Bloom, únicamente la humildad y el deseo de aprender pueden ser la actitud correcta.
En cierto modo, es una obra que casi inevitablemente hace que acudan a tu recuerdo otros libros, como por ejemplo “Por qué leer los clásicos” de Italo Calvino. Al igual que con la obra de Harold Bloom, junto al interés gravita por nuestra mente un cierta perturbación que consiste en la resistencia a la idea de tener que justificar, en apariencia, algo que no requiere de ninguna justificación. Parece una idea superflua, con un punto de inquietante, como un llamamiento equivocadamente humilde a los lectores perezosos, a los “malos” lectores. La sensación predominante que te comunica la lectura del libro de Bloom ha resultado para mí muy cercana a la que causa el inolvidable comienzo de la obra de Calvino. Uno parece, en cierto modo, enfrentarse a mil y una brillantes maneras de decir algo que parece obvio y superfluo y que no lo es.
Dado que el título de la obra es “Cómo leer y por qué” uno es consciente (y constata a lo largo de la lectura que el autor sabe ser consecuente) que el libro apunta a dos objetivos principales, aunque como siempre en los libros de Bloom la auténtica meta es la transmisión del interés hacia las grandes obras de los “autores que cuentan”. De las dos tareas que se impone el escritor, es la primera aquella a la que tal vez intentamos prestar más atención, tan obvia nos parece en el fondo la segunda. En manos de Bloom ambas terminan por seducirnos casi por igual.
Bloom apunta, desde el mismo comienzo, que en lo referente a la lectura “en última instancia, no hay más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo”, si bien intenta guiarnos con sabiduría a lo largo del desarrollo de su libro. Nos recuerda en la página 18 el viejo consejo de Francis Bacon: “No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o de disertación, sino para sopesar y reflexionar”. Juntando las ideas de otros grandes autores y su propia experiencia en la materia nos dice:
“Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, Cervantes, Dickens y demás escritores de su categoría porque la vida que describen es de tamaño mayor que el natural. En términos pragmáticos, se han convertido en la verdadera bendición, entendido en el más puro sentido judío de “vida más plena en un tiempo sin límites”. Leemos de manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque sentimos necesidad de conocer cómo somos, como son los demás y cómo son las cosas. Sin embargo, el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que “dificultad placentera” es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos “enamorarse”. Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podemos utilizar para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarlos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más.”(p. 26 y 27)
Uno de los muchos méritos de la obra radica en que realmente el autor no desconecta el desarrollo del libro de los objetivos buscados. No nos expone simplemente en la introducción sus ideas acerca de cómo y por qué leer, sino que la organización del libro y todo su desarrollo están debidamente supeditados a esta función. Así, nos encontramos a lo largo y ancho de toda la obra, como conclusión o como introducción a sus diferentes secciones, párrafos como estos:
"La respuesta definitiva a la pregunta “¿Por qué leer?” es que sólo la lectura atenta y constante proporciona y desarrolla plenamente una personalidad autónoma. ¿Qué utilidad puede tener para los demás una persona que no se haya desarrollado por completo? Siempre recuerdo la admonición del sabio Hillel, el más humano de los antiguos rabinos: “Si no soy útil para mí, ¿quién será útil para mí? Y, si sólo soy útil para mí, ¿qué soy? Y, si no soy útil ahora, ¿cuándo lo seré?”.(p. 210)
"Pero hay un camino mejor, y podemos decir que ese camino es la sabiduría de Calvino:(p. 67)
“... buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”
El Consejo de Calvino nos está diciendo una vez más cómo leer y por qué: estar vigilantes, percibir y reconocer la posibilidad del bien, ayudarlo a que dure, darle espacio la vida propia."
"Algo se ha indicado sobre cómo leer la poesía sublime; pero ¿cuál es la razón para leerla? Los placeres de la gran poesía son muchos y variados, y para mi el “Ulysses” de Tennyson es una fuente inagotable de deleite. Sólo en muy contadas ocasiones -momento raros, como el de enamoramiento- la poesía nos ayuda a alcanzar la comunión con los demás; pensar lo contrario es bello idealismo. La marca más frecuente de nuestra condición es la soledad. ¿Cómo poblaremos esa soledad, entonces? La poesía puede ayudarnos hablar más plena y claramente con nosotros mismos, y a oír, como de pasada, esa conversación. Esta clase de conversaciones que parecen puramente casuales, Shakespeare es el maestro supremo: se oye hablar a sus personajes consigo como aquel que no quiere la cosa; sus mujeres y sus hombres son precursores nuestros, y también lo es el Ulises de Tennyson. Hablamos con una alteridad que hay en nosotros, o con lo que tiene de mejor y de más sabio nuestro ser. Leemos para encontrarnos, y en ese proceso a veces descubrimos que somos más profundos y más extraños de lo que creíamos."(p. 82)
Es en conjunto un libro mucho menos polémico que otros del autor, de forma plenamente consciente (p. 15), si bien no renuncia a abrir fuego en algunas ocasiones:
"A la manera de “Historia de dos ciudades”, no obstante, “Grandes esperanzas” constituye un gran entretenimiento público. Se sitúa junto a “Orgullo y prejuicio” y “Emma”, de Jane Austen, y a una docena de obras de Shakespeare, entre las obras que sobrevivirán, sin duda, a la actual “era de la información”, y no simplemente en forma de película o serie televisiva."(p. 173)
O bien:
“Incluso si el nuevo milenio trae la vuelta a una época teocrática (como profetizó Giambattista Vico en su “Scienza nuova”), cabe esperar que la poesía elitista pueda sobrevivir, aunque quizá no ocurra lo mismo con la novela. Las novelas necesitan más electores que los poemas; esta afirmación parece una perogrullada, y no deja de turbarme un poco hacerla, a pesar de que estoy plenamente de acuerdo con ella. Tennyson, Browning y Robert Frost han sido muy leídos, aunque quizá no lo necesitaban. Dickens y Tolstoi han llegado a un público amplísimo, y lo necesitaban; de otro modo, no habrían podido transmitir su mensaje. ¿Lees igual una novela si sabes qué formas parte de una gran muchedumbre que en el caso de que sospeches que perteneces a una élite menguante?”(p. 150)
También es una obra (2001) que anticipa temas desarrollados con más amplitud en libros posteriores, como “Genios” (2003), “¿Dónde se encuentra la sabiduría?” (2004) o “Jesús y Yahvé: los nombres divinos” (2005):
"Melville no era cristiano, y tendía a identificarse con la antigua herejía gnóstica, en la cual el dios creador es un torpe impostor, mientras que el Dios verdadero, llamado el extraño o el ajeno, está exiliado en alguna parte de las regiones exteriores del cosmos. El Faulkner temprano, el más grande, es una especie de gnóstico sin saberlo; cada uno a su modo, West, Pynchon y McCarthy lo son también y, sin duda, a sabiendas. El tema que quiero comentar es cómo leer la mejor ficción de estos escritores, y por qué, y no instruir a mis lectores en antiguas heterodoxias (¡al menos, no aquí!), pero la primera secuencia de novelas que he elegido (cuatro), en la estela de Melville, alcanzan su negativo esplendor siguiendo vías paralelas a la de las visiones gnósticas."(p. 258)
La erudición, la personalidad y el estilo literario del propio Bloom consiguen una vez más (o por lo menos lo consiguen una vez más conmigo) enganchar al lector. A medida que avanza la obra uno ni se plantea si Harold Bloom puede permitirse dar consejos acerca de cómo leer y por qué: uno simplemente los recibe con agradecimiento.